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Se habían bajado del tren en Zenko-ji, un par de paradas antes de la estación principal de Kofu, porque no querían tener que quedarse mucho allí mientras esperaban para coger otro tren a Shizuoka. Kumi dejaría a Thomas y a los demás allí, cogería el tren hasta Tokio y retomaría el resto de su vida. Le comprendía, le dijo, pero ella tenía que marcharse. Se despedirían allí (así se lo había pedido Kumi), en un lugar que una vez fue especial para los dos, y luego cada uno se dirigiría hasta la estación principal y sus respectivos trenes.

Pero Kumi tenía una noticia que darle, algo que (según le había confesado) le inquietaba contárselo delante de Parks. Thomas, obligándose a sí mismo a tomar tal decisión, le dijo que debería decirles a todos lo que sabía. Necesitaban confiar entre ellos. Ella se encogió de hombros. Seguía sin estar convencida, pero aun así se lo contó.

—Devlin —dijo Kumi—. Su visita no es solo por los impuestos y los aranceles. Está negociando los detalles de un acuerdo comercial. Adivina qué quiere importar.

—¿Pescado? —dijo Jim.

—¡Bingo! —dijo Kumi—. Japón es el mayor importador de pescado en el mundo y él quiere formar parte.

—¿Desde Illinois? —dijo Thomas, mostrándose escéptico—. Desde dónde, ¿el lago Michigan?

—Auspicia un programa de cultivo semisecreto —continuó Kumi—. Están esos invernaderos en el sur de Illinois donde plantan tomates y otros cultivos hidropónicos…

—¿Hidro qué?

—No se cultivan en suelo agrícola —explicó Parks—. Las plantas crecen en agua rica en nutrientes.

—Y tienen peces en esas aguas —dijo Kumi—. Por el momento tilapias, pero están probando las mismas condiciones para un cultivo especial de una lubina estriada híbrida. Podría suponer un boom económico para Illinois si Devlin logra un acuerdo de importación aquí.

—Nunca lo mencionó —aseguró Thomas. Miró a Jim para que este lo confirmara.

—Manteniéndolo en secreto —dijo Kumi—, le llevaría ventaja a la competencia.

—Quizá —convino Thomas.

Parks los miraba pensativo. Thomas pudo sentir que todos intentaban establecer las conexiones, pero ninguno sabía lo suficiente, por lo que permanecieron sentados en silencio.

En cualquier caso, Thomas tenía otra cosa en mente. El templo de color rojo apagado donde se habían encontrado por primera vez después de Tokio era privado y se hallaba bastante aislado en comparación con la grandiosidad de los que acababan de visitar. Era el lugar perfecto para ponerle voz a una idea a la que se había estado aferrando como un hombre protege una vela frente a una fuerte brisa.

—Escuchen, he estado pensando —comenzó Thomas—. Sé que parece una locura, pero ¿ha considerado alguno la posibilidad…?

—¿De qué? —preguntó Kumi. Lo miró con cautela.

—Tan solo déjame decirlo —solicitó.

—Continúa.

—¿Ha considerado alguno la posibilidad…?

—¿De que Ed no esté muerto? —sugirió Jim—. Era en lo que estaba pensando, ¿verdad?

—Tan solo me lo estaba preguntando —aclaró Thomas.

Durante un largo instante todos lo miraron, y el silencio del templo pareció absoluto.

—Tu hermano está muerto, Tom —le aseguró Kumi finalmente.

—Eso dicen —indicó Thomas—. Pero no hemos visto el cuerpo. No tenemos pruebas claras de cómo o dónde murió. Quizá no murió, quizá esté escondido…

—Tom —le interrumpió Kumi, haciéndolo de la misma manera en que alguien intenta depositar en el suelo una carga con el mayor cuidado posible—. Sabemos que ocurrió una especie de explosión. Mucha gente murió. Él estaba entre ellos.

—No lo sabemos con seguridad —dijo—. Si había muchos cuerpos, si estaban… heridos, irreconocibles, quién dice que alguien no dio por supuesto que se encontraba entre ellos porque había estado en la zona o…

—Estaban seguros, Tom —dijo Kumi, de nuevo con cautela y tristeza porque no quería que fuera verdad, pero no podía creer que no lo fuera.

—¿Y cómo podemos fiarnos de lo que nos han contado? —continuó Thomas—. Todo el mundo nos está tomando el pelo. ¿Por qué deberíamos creer nada de lo que nos digan? ¿Por qué nos fiamos de que está muerto?

—No puedes permitirte creer esto, Tom —dijo Kumi.

—Solo estoy diciendo… —insistió Thomas.

—Déjelo ir —reiteró Jim.

—¿Usted también? —preguntó Thomas. Se giró hacia él—. Pensé que era un hombre de fe, un hombre que cree en cosas.

—No en esto, Thomas —afirmó Jim—. Creo que está muerto.

—Es duro —declaró Kumi—, pero tienes que aceptarlo.

Se volvió hacia ella y de repente una vieja ira creció en su interior como si una herida olvidada se hubiese abierto.

—¿Tú me dices que lo acepte? —le soltó—. ¿Tú me dices que lo supere? ¡Oh, perfecto!

Kumi se sonrojó.

—Es suficiente, Tom —dijo, aunque hubo un deje de ruego en sus ojos—. No.

—¿No qué, Kumi? —contraatacó. El dolor le había vuelto cruel—. ¿No qué? ¿Que no mencione el litopedion aquí?

—Cállate, Tom —pidió con lágrimas en los ojos. Se llevó las manos a los oídos para no escucharlo, para silenciarlo, como un niño haría.

Pero Thomas no paró. La agarró y le habló en voz alta a la cara.

—¿Que no mencione el agujero del tamaño de un bebé que llevas cargando en tu tripa durante los últimos siete años? ¿Vas a superar pronto eso, Kumi?

Ella le pegó, una bofetada que trajo consigo el silencio en el jardín del templo. Luego salió corriendo, tambaleándose durante diez metros, sollozando. Jim fue tras ella, pero despacio y manteniendo las distancias. Parks se quedó allí un instante, petrificado, con los ojos como platos. A continuación se dispuso a marcharse para dejar a Thomas solo con su dolor y su vergüenza, como siempre había sido. Las sombras de las cuatro personas que se habían difuminado hasta tornarse en un todo amorfo se separaron, reflejando en la grava sus negativos de pérdida y aislamiento.

—¿Perdió un hijo? —dijo Parks, volviéndose hacia Thomas. Lo dijo entre susurros, de una forma muy extraña, y sus ojos seguían abiertos de par en par.

—No —dijo Thomas, ausente—. Sí. Anne. Un aborto en el último trimestre del embarazo.

—¿Eso lo hace diferente? —dijo Parks mientras miraba hacia Kumi. Era una acusación, un tanto extraña viniendo de alguien como él, pero una acusación no obstante. Thomas también la estaba mirando, pero solo estaba viendo el día en el que se habían sentado en el coche aparcado fuera de la clínica obstetricia, llorando juntos, pero ya separados. Se encogió de hombros como un hombre exhausto y dijo en voz alta la cuestión que había abrigado tanto tiempo como ella.

—¿Cómo lloras la pérdida de algo que nunca tuviste?