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Caminando a mayor velocidad esta vez, intentó recordar lo que Giovanni le había dicho acerca de la leyenda del capitán. Durante un instante solo pudo pensar en la historia, en la mujer que quería un marido, la celebración del matrimonio y el apuesto desconocido que había ofendido a su nuevo marido.

¿Qué hay del cráneo?

Brillaba, recordó, estaba tan limpio que ni una mota de polvo se posaba sobre él.

Se trataba de una leyenda con un áncora en la realidad. En algún lugar del Fontanelle había un cráneo brillante y reluciente, uno que por siempre estaría vinculado a la vieja historia del capitán. La historia era bastante conocida, por lo que el cráneo no estaría enterrado en una pila de huesos, donde no podría distinguirse de los demás. Tendría que estar solo, y resaltar de algún modo del resto. Pietro había escondido los papeles de Ed en un lugar en el que estuvieran seguros, pero que también pudieran ser recuperables.

Thomas se acercó a la cornisa más cercana, en la que los cráneos estaban colocados en bloques de ocho, y comenzó a observarlos con detenimiento para encontrar uno que fuera diferente. Todos eran diferentes, pensó, si bien no de la manera que hubiese deseado. Eso era lo que los hacía tan inquietantes. Pensaba que todos los cráneos serían iguales, pero no era así. En parte tenía que ver con la manera en que estaban colocados: mirando al frente, a un lado o echados hacia atrás como si estuvieran riendo. En otros la diferencia residía en el estado de conservación: algunos estaban más completos, tenían los dientes intactos, las cuencas de los ojos prominentes, la cavidad nasal limpia. Otros estaban podridos, rotos o con signos de violencia. Thomas deseó que todo eso les hubiera acontecido tras la muerte: cráneos partidos, pómulos hundidos, tabiques rotos. Otros parecían incluso como si les hubieran recortado quirúrgicamente la parte superior. Algunos eran pálidos como el alabastro, otros grises y moteados, o marrones, sucios y con restos fibrosos colgando. Y entre ellos había cráneos más pequeños: niños, bebés.

¡Dios, qué lugar!

Observó el cráneo más pequeño que había visto, sin poder quitarle los ojos de encima, y luchó por suprimir las imágenes y los recuerdos que crecían en su interior. Thomas parpadeó y apartó la vista deliberadamente.

No. Ahora no.

Fue entonces cuando descubrió que el terror persistente que había sentido desde que había entrado en el cementerio se había convertido en una tristeza profunda y penetrante. Quizá eso era lo que hacía que la gente no fuera a ese lugar, pensó mientras caminaba, obligándose a mirar y a observar los restos. No eran los horrores góticos de apariciones fantasmagóricas e historias relacionadas con esos huesos lo que resultaba tan perturbador; era la forma en que cada uno de ellos intentaba decirte quiénes eran, cada rostro muerto, otrora amado por alguien, ahora olvidado y sin nombre. Y había tantos que Thomas comenzó a notar cómo crecían en su cabeza, como voces perdidas en la multitud.

¿Era uno de ellos Ed?

Era un pensamiento curioso, carente de sentido, y lo apartó de su mente, pero esa insinuación quedó registrada en un lugar recóndito de su mente.

No has visto su cuerpo.

Apartó la autocompasión y siguió avanzando con más determinación mientras estudiaba los huesos que se sucedían a su alrededor.

Y entonces lo vio.

En una caja de cristal marcada con el año 1948 había un cráneo más resplandeciente y brillante que el resto. Era del color del marfil y no tenía dientes, pero era bastante grande y estaba bien conservado. Alguien había colocado una vela roja delante, a pesar de que la llama se había extinguido tiempo atrás. Descansaba en una cornisa del rincón. Thomas dejó la linterna en el suelo y cogió con cuidado la caja y la colocó en el suelo.

Bajo ella había una carpeta llena de papeles.

Thomas se los metió bajo el brazo y colocó la caja con el cráneo resplandeciente.

—Gracias, capitán —dijo y entonces, afectado por una especie de veneración, tocó la parte superior de la caja con los dedos, como si estuviera completando un tipo de ritual.

No había dado más de dos pasos, sin embargo, cuando algo lo detuvo, más por instinto que por haber escuchado o visto algo. Se volvió para mirar la larga galería. Allí había algo más. Algo vivo.

Thomas se quedó quieto y entonces lo escuchó, al final del corredor, algo que se movía con cuidado. Cerró los ojos y se puso tenso, pues había percibido el sonido que menos deseaba oír: un gruñido sibilante que se abría paso por entre unos dientes anormalmente afilados. Se estaba acercando.