25
Esa noche, Thomas se abrió una cerveza en su habitación y llamó a la rectoría de San Antonio en Chicago. Jim pareció realmente contento de escucharlo, pero su tono se tornó rápidamente inquieto.
—Están buscándole —dijo.
—¿Quiénes?
—No estoy seguro. Seguridad Nacional probablemente —dijo Jim—, aunque también he recibido una llamada de la oficina del senador Devlin. Ambos quieren que les llame.
—Probablemente estén preocupados de que me pueda estar dando mucho el sol —dijo Thomas. Resultaba curiosa la manera en que había recuperado tan agradable familiaridad con aquel sacerdote al que apenas conocía. Era como hablar con Ed en los viejos tiempos, antes de que toda relación entre ellos se cortara.
—Parecía urgente —dijo Jim—. Como si hubiese sucedido algo. El tipo del Departamento de Seguridad Nacional era uno de los que vino aquí: Kaplan. Dijo que lo llamara a él directamente.
—Pero no me han acusado de nada, ¿no? —dijo Thomas—. Y sigue siendo un país libre.
Jim asintió, pero de mala gana, y Thomas se preguntó si el sacerdote no estaría sufriendo por él.
—¿Está bien? —dijo Thomas.
—Sí, claro. Estoy acostumbrado a tener que arreglármelas solo.
—Cierto —dijo Thomas optando por una bravuconería para templar el ánimo—. No sé cómo lo hace. Ser un sacerdote, me refiero. Tiene que ser muy solitario.
—Bueno, es como todo —dijo Jim—. Tienes días buenos, cuando te sientes involucrado, productivo, parte de algo, ¿comprende? Otros días… lo único que puedo oír es a Paul McCartney cantando sobre el padre McKenzie, que escribía un sermón que nadie iba a escuchar. ¿La conoce? «Darning his socks in the night when there’s nobody there».[1] Así es la vida, supongo. Solo es solitaria cuando es vana.
Thomas no dijo nada. La repentina confidencia del sacerdote le había causado cierto desasosiego. Cuando habían estado juntos no se había sincerado tanto. ¿Por qué en ese momento sí? ¿Era acaso porque el teléfono lo hacía más sencillo, o por notar el vacío que Ed había dejado o… algo más?
—Bueno —dijo Thomas—. Al menos tiene su fe.
Resultaba imposible decir tal cosa sin parecer condescendiente, y estaba a punto de retirar tal afirmación cuando Jim dijo:
—La mayoría del tiempo, sí.
Thomas quedó descolocado.
—¿Se encuentra bien? —dijo de nuevo.
—Hay una iglesia baptista al otro lado de la ciudad —dijo Jim—. Tiene uno de esos letreros en el exterior en los que puedes cambiar las letras para poner mensajes diferentes cada semana. Hace unos meses decía: «La duda es lo contrario de la fe». —Lo dijo lentamente, dejando que las palabras de la cita sonaran como campanas separadas.
—¿Y?
—Supongo que yo pienso lo contrario —dijo Jim—. Que si se tiene a una sin la otra, no significa nada.
—Es una manera de vivir muy dura —dijo Thomas.
—A veces —dijo Jim—, pero mejor que las alternativas.
—Todo irá bien, Jim —dijo Thomas redirigiendo la conversación al punto de partida—. Son solo gilipolleces burocráticas. Todo pasará.
—Supongo que sí —dijo Jim—. ¡Ah!, también recibió otra llamada.
—¿Sí?
—Su mujer.
—Ex.
—Eso.
—¿Qué dijo?
—Nada —dijo Jim—. Solo preguntó si estaba aquí, y luego que si había ido a Japón.
—¿Por qué iba a ir a Japón?
—No lo sé. Pareció aliviada cuando le dije que no estaba allí.
—Apuesto a que sí —dijo Thomas.
Thomas se masajeó la rodilla. Le dolía menos que cuando estaba en Chicago, y sus esfuerzos en Herculano parecían no haber tenido efectos perniciosos en ella. Un poco de ejercicio suave no le haría mal, siempre y cuando no supusiera lidiar con gente que quisiera matarlo.
Pensaba que era extraño. Su apatía casi suicida se había visto completamente eclipsada por el deseo de aclarar lo que le había ocurrido a Ed. Se sentía lleno de energía, motivado, a pesar incluso de que la investigación pareciera discurrir indirecta y lenta en el mejor de los casos, como si estuviera deambulando sin mapa por las carreteras de un país en busca de una autopista. ¿Era por Ed, o porque necesitaba saber la verdad? Probablemente por ambas razones. Su determinación se había despertado, tenía algo concreto contra lo que embestir después de años dando palos de ciego. Sí, eso era. Se había pasado cinco años dando tumbos alrededor de su prado intentando cornear cualquier cosa que se topara en su camino, si bien la mayoría de las veces solo lograba herirse a sí mismo.
Pero esta vez era diferente. Lo que le había ocurrido a Ed era algo que podía descubrir, una verdad que podía sacar a la luz. Lo que esa verdad fuera a significar para él en última instancia no podía adivinarlo y prefería no pensar en ello. Iría a correr, algo que ningún doctor le habría recomendado, porque sabía que el dolor de su rodilla empequeñecería sus otras preocupaciones.
—Señor Knight —dijo el recepcionista.
Thomas, resollando de su carrera y a medio camino del ascensor, se volvió.
—Tengo algo que enseñarle —dijo el hombre de la recepción. Le llamó con el dedo y se levantó para ofrecerle su silla—. Véalo. Iré por una bebida para usted. ¿Cerveza? ¿Vino?
—Una cerveza estaría bien —dijo Thomas. Le dolía la rodilla, pero no tanto como se había temido, y se sentía como si se hubiese librado del agarrotamiento a través de las calles abarrotadas, polvorientas y sofocantes de Nápoles. Vería cómo se encontraba a la mañana siguiente, pero en ese momento necesitaba un buen trago de algo muy frío.
Se sentó en el escritorio de la recepción y contempló el monitor de seis pulgadas que había bajo el mostrador. Un fragmento de treinta segundos de la cinta se sucedía en un bucle continuo. Estaba borroso y la imagen era en blanco y negro y discontinua, pero lo que mostraba era inconfundible: un hombre con gafas oscuras y una cartera cogía una llave de los compartimentos cuadrados de encima del mostrador, observando si alguien venía, y se dirigía al ascensor. A continuación, el mismo hombre regresaba, colocaba la llave y abandonaba el edificio como otro huésped más. Los dos episodios habían tenido lugar en mitad del día, con una diferencia de veinte minutos.
Al principio, Thomas no vio más allá de la prueba de que alguien había estado en su habitación pero, cuando la escena se repitió una cuarta vez, tuvo un pálpito.
Es japonés.
Vio la grabación de nuevo, intentando centrarse en por qué había pensado eso. El rostro del hombre no se veía y las gafas dejaban ver poco, aunque sí era posible que fuera asiático.
La vio de nuevo y dos cosas le llamaron la atención. Lo primero, la forma de andar del hombre. No se podía percibir mucho cuando estaba cerca del mostrador, pero conforme caminaba hasta el ascensor parecía como si arrastrara los pies.
En el colegio en el que Thomas había dado clases en Japón todos se quitaban los zapatos cuando entraban en el edificio principal y se ponían una especie de chanclas de plástico colocadas en un cajón junto a la puerta. Esas zapatillas prácticamente te obligaban a arrastrar los pies para no perderlas. Recordó la forma en que sus estudiantes apisonaban la parte trasera de sus zapatos incluso una vez fuera, un gesto que hacía necesario arrastrar los pies y que los chavales más rebeldes parecían asociar con una actitud fardona.
Miró de nuevo la grabación del monitor. Había una pausa momentánea en la que otro huésped del hotel entraba. Thomas lo rebobinó de nuevo, vio ese minuto y vio la inclinación involuntaria de su cabeza…
Una reverencia rudimentaria y refleja. La habría reconocido en cualquier parte. Ese hombre era japonés.
Thomas sintió una oleada de vacilación mezclada con una vieja inquietud. No sabía por qué un vínculo con Japón hacía que el allanamiento de su habitación fuera peor, pero así era.
—Su cerveza —dijo el recepcionista mientras le pasaba a Thomas un botellín helado de Peroni con la imagen de la Copa Mundial de fútbol ganada por Italia en 2006—. ¿Quiere que llame a la polizia?
Thomas negó con la cabeza. La policía poco podía hacer si no le habían robado nada.
—Tan solo mantenga los ojos abiertos por si ese tipo vuelve a aparecer —dijo—. Y gracias.
Se dirigió hacia los ascensores con la cerveza en la mano y de repente se paró.
—Otra cosa más —dijo.
El recepcionista alzó la vista de su ejemplar de Il Mattino.
—¿Qué es el Fontanelle?
El recepcionista, por lo general educado hasta el punto de parecer despreocupado, pareció dudar.
—Está cerrado —dijo finalmente en voz baja y con la mirada gacha—. No puede ir allí.
—¿Qué es? —preguntó Thomas. Sintió una curiosidad mezclada con un terror inexplicable.
—Un mal lugar. Olvídelo.
—¿Y nadie puede ir allí? —insistió Thomas.
—Solo los muertos.