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La voz de Kumi sonó por la radio y no duró más de tres o cuatro segundos. Thomas captó las palabras «helicóptero» y «ataque» y a continuación solo los disparos de armas automáticas seguidos de interferencias y silencio.

—La radio ha dejado de funcionar —informó Thomas—. Puede que estén muertos. Tenemos que salir a la superficie.

—Espere —dijo Parks, que estaba intentando estabilizar el sumergible después de que la criatura de la caverna lo lanzara contra la roca—. Si puedo grabar…

—Nos necesitan —explicó Thomas—. Dé la vuelta.

—Probablemente ya estén muertos —comentó Parks mirando a las aguas—, así que no importa lo que tardemos en salir a la superficie.

Thomas se lo quedó mirando como si por primera vez estuviera contemplando la verdadera cara de Parks.

—Si pudiera volver a meter el morro por la cueva y grabar… —comenzó Parks. Se detuvo al notar la presión en la sien y se giró lentamente. Thomas estaba apuntándolo con la pistola de bengalas a la cabeza.

—Dé la vuelta —dijo.

—Si dispara esa cosa aquí —le advirtió Parks—, nos matará a los dos.

—Probablemente. —Thomas se encogió de hombros—. Pero yo no estoy a punto de hacer un descubrimiento demoledor. Lo cierto es que no he hecho gran cosa estos últimos días, y el mundo no me va a echar de menos.

Parks le mantuvo la mirada, evaluando cuánto de verdad había en su afirmación, y a continuación asintió brevemente y comenzó a mover el sumergible.

—¿Tiene un plan, jefe? —preguntó Parks. Su perpetuo aire despectivo había regresado—. ¿O vamos a salir a la superficie junto al barco y dejar que nos cosan a balazos?

Thomas no dijo nada. No tenía ni idea de qué hacer. Había dado por sentado que el Nara había sido tomado. Se supuso que su sonar habría recogido cualquier explosión importante, así que el barco probablemente seguiría intacto, pero no tenían manera de saber quién seguía con vida. Kumi había dicho algo de un helicóptero, por lo que podían haberlos sacado del barco, pero ¿dispondrían los atacantes de personal que pudiera custodiar a la tripulación? Y si habían cogido a Kumi y a Jim, ahora mismo podrían estar en cualquier parte. La isla era el lugar lógico para permanecer si los atacantes querían quedarse en la zona, si pensaban que todavía quedaban algunos cabos sueltos que atar.

Concretamente tú.

Exactamente.

Regresar con el sumergible al barco sería como rendirse o peor. Tenían que encontrar algún sitio donde encallar el sumergible y acceder a la isla. Al menos de esa manera mantendrían la iniciativa.

—Déjeme ver el plano de la isla —le dijo a Parks. Todavía no había bajado la pistola de bengalas.

Kumi reconoció a uno de los soldados. Era el tipo de la estación de tren de Kofu, pero no parecía ser el que daba las órdenes. La mujer era, supuso, la persona que se había hecho pasar por monja en Italia, aunque con aquel elegante maquillaje, camiseta de tirantes y pantalón corto, le resultaba difícil imaginársela. La fuerza bruta eran tres hombres con ropa de combate y armados con ametralladoras. Uno de ellos era negro, y todos parecían soldados y tenían una complexión fuerte. Llamaban al líder «señor» y, a menos que no lo hubiese oído bien, ella lo llamaba «Guerra». Era muy extraño y en otras circunstancias le habría resultado divertido, si no fuera porque Nakamura estaba muerto y ella tenía el presentimiento de que ellos también lo estarían pronto, a menos que la situación cambiara drásticamente.

El helicóptero había surgido de la nada, los hombres habían descendido hasta la cubierta del Nara y habían comenzado a disparar antes de que nadie se percatara siquiera de que iban armados. No había habido una batalla propiamente dicha, y el capitán había sido asesinado para mantener a los demás a raya. Habían disparado a la radio, el GPS y demás equipos del barco cuando ella había intentado alertar a Tom, por lo que estaban completamente aislados del mundo exterior. Lo único bueno era que al destrozar el sistema de comunicaciones del barco también habían desactivado el sonar, por lo que no sabían dónde se encontraba el submarino.

La tripulación había sido encerrada bajo la cubierta de la embarcación, mientras que a Jim y ella los habían atado y metido en un bote salvavidas a punta de pistola y los habían enviado a la orilla. No había guardias apostados en el barco, pero sin forma alguna de mandar un mensaje a nadie, la tripulación no podría hacer nada aunque abrieran fuego, y si intentaban mover el barco los dispararían desde el aire.

El helicóptero había aterrizado en la playa y había establecido una especie de campamento base, aunque resultaba imposible suponer cuánto tiempo tenían pensado estar allí. A Kumi le dio la sensación de que había mucha expectación entre sus captores, que no paraban quietos, como si estuvieran esperando a que pasara algo.

—Bonita playa —comentó Jim conforme se iban acercando—. No había planeado pasar unas vacaciones en la playa, pero no está nada mal.

Kumi le sonrió agradecida. Estaba intentando mantenerla alegre, pero no era necesario. No cedería ante la presión, se encerraría en sí misma, cual tortuga, hasta que conociera el alcance de la situación y cómo la resolvería. No tenía miedo, al menos no aún, y la muerte del capitán solo había reforzado su determinación a hacer lo que quiera que fuera necesario para que esos matones no ganaran. No sabía qué era lo que querían, pero haría todo lo que estuviera en su mano para que no lo lograran.

El bote encalló en la arena.

—¡Fuera! —ordenó el soldado negro mientras los apuntaba con toda tranquilidad.

Kumi se encaramó al bote. Perdió el equilibrio cuando el bote se balanceó por las olas y caminó por la playa dando tumbos. Jim la siguió. Seguía sonriendo con obstinación. Su mirada se había tornado distante, vidriosa, desde el asesinato de Nakamura, como si el mundo hubiese sido arrancado de su órbita.

Uno de los otros soldados se acercó a ellos desde el helicóptero, la dio la vuelta y le colocó los brazos en la espalda. En cuestión de segundos estaba esposada con una brida de plástico, fina pero muy resistente. Luego los condujeron a empellones por la arena hasta las palmeras y los restos de una choza con el tejado de paja. Las maderas estaban prácticamente carbonizadas por la acción de un calor terrible.

—¡Entren! —dijo el soldado.

En el interior, Jim se sentó en la arena. Kumi estudió su prisión improvisada. Podían escaparse con facilidad, pero tendrían que correr unos diez o doce segundos por la arena hasta llegar a los árboles, y el doble de tiempo para llegar al agua. Los interceptarían antes de poder adentrarse en la jungla. Tendría que pensar en otra cosa.

—¿Cuánto tiempo podemos estar sumergidos en esta cosa? —preguntó Thomas.

—Seis horas —contestó Parks—. Nueve como mucho. Si cambiamos al modo supervivencia, podemos estar más tiempo, pero no tendremos energía para nada más, ni siquiera para movernos.

—Así que entonces necesitamos hacerla encallar, pero después de que caiga el sol —dijo Thomas.

—Puede que ya sepan dónde estamos —señaló Parks—. Si tienen acceso al sonar del Nara o disponen de boyas sonar que puedan lanzar desde el helicóptero, somos blanco seguro.

—Tenemos que pensar que no es así —dijo Thomas.

—¿Es como creer que los pobres recibirán su trozo de pastel tras la muerte? —dijo Parks, insidioso como nunca—. ¿Un acto de fe?

—No estoy muy seguro de qué más tenemos —dijo Thomas—. Aléjelo del barco y que permanezca sumergido. Rodearemos la isla hasta la parte trasera y esperaremos a que oscurezca antes de encallar.

—Para eso quedan horas —indicó Parks—. Y para cuando encallemos el sumergible en la arena, quedará inservible. Sin el Nara no podremos meterlo de nuevo en el agua.

—Ahora mismo no sé adónde podemos intentar ir —dijo Thomas—. Hágalo virar.

Parks suspiró y alejó el sumergible de la pared rocosa, permaneciendo cerca de la arena ondulada del relieve oceánico. Lo hizo despacio, puesto que no tenían prisa y una mayor velocidad podía incrementar la posibilidad de que el sonar los captara. Cavitación, lo llamó.

—Si tienen un sonar —dijo—, probablemente nos encontrarán de todas maneras, pero tampoco hay por qué decirles a gritos dónde estamos.

—¿Todavía piensa que son la Iglesia católica? —preguntó Thomas—. ¿Bajándose de helicópteros con ametralladoras? No me encaja.

—El poder, la crueldad y la ignorancia de la religión nunca me sorprende —afirmó Parks.

—¿Y piensa que esa es la gente que se ha llevado a mi mujer? —preguntó Thomas. Hasta haberlo dicho no se percató de que no había usado el habitual «ex».

—Sí. Y debería olvidarse de la piedad cristiana. Si no está con ellos está contra ellos. Olvídese de todos sus vagos argumentos; esa gente está librando una guerra contra usted con la misma fiereza que si usted luchara para el mismísimo demonio. No espere que ella salga con vida de esto, Thomas. Solo hará que le resulte más duro aun cuando encuentre su cuerpo.