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Llevaban en el mar casi dos semanas. Thomas no estaba seguro de lo que se había esperado cuando habían llegado a Shizuoka, pero el barco le había sorprendido. Era enorme, más de treinta metros de eslora, provisto de la última tecnología en investigación marina, incluyendo un sonar y un sumergible para dos personas. Tenía una tripulación de veintidós personas, sin incluir a los científicos y a los invitados. Era propiedad del acuario de Kobe y, aunque Parks estaba nominalmente a cargo de la expedición, el personal del barco no lo consideraba mucho más que un pasajero. Thomas no tenía idea alguna de qué les había dicho Parks, pero había realizado llamadas de considerable duración en el tren y el puerto antes de que la expedición recibiera el visto bueno. Solo Dios sabía cómo había exagerado las exiguas pruebas de que disponían, pero finalmente habían sido recibidos a bordo por Nakamura, el capitán del barco, con una educación y amabilidad típicamente japonesas.
Resultaba imposible discernir lo que pensaban el capitán y su tripulación acerca de la misión, y se lo guardaban deliberadamente para sí. Sin embargo, Thomas sospechaba que creían que Parks era un peligro andante y que a la mínima darían la vuelta y regresarían a Japón. Thomas no podía decir con seguridad si el capitán sabía que los nombres de los extranjeros en el manifiesto de pasajeros habían sido falsificados, pero se pasó los dos primeros días en la cubierta, esperando a que de un momento a otro aparecieran los guardacostas japoneses; por mucho que pareciera que hubiesen escapado de la masa continental, considerarían que el barco era poco mejor que una prisión flotante si las autoridades decidieran arrestarlos.
Thomas no había descubierto que no había alcohol a bordo hasta que zarparon. Al principio se molestó sin más por saber que no iba a poder tomarse la cerveza que pensaba que se había ganado, pero dos días después ese asunto comenzó a irritarle sobremanera. Todos salvo Jim se mantuvieron alejados de él durante una semana: una proeza estando en un barco. Fue entonces cuando Thomas comenzó a pensar en la última vez que había estado más de dos días sin beber, y su irritabilidad se tornó en algo más profundo y privado. La sed había cesado, por el momento, pero se sentía observado, humillado, y tardó dos días más antes de ir en busca de la compañía de los demás.
—Bienvenido a nuestra clínica flotante Betty Ford —dijo Parks con su habitual indiferencia. Jim se estremeció, pero Thomas hizo caso omiso de su comentario.
El barco se llamaba Nara, aunque Parks había colocado un cartel escrito a mano en el lateral que rezaba Beagle II. Se abría camino por entre las azules aguas con lo que en un primer momento parecía una velocidad vertiginosa (hasta que Thomas fue llevado a estudiar las cartas con el capitán al final del día, donde comprobó consternado lo lentamente que estaban avanzando hacia el sur). Dos días antes habían vislumbrado las Filipinas, habían disminuido la velocidad al llegar a la costa oeste del norte de Luzón y al llegar la noche divisaron Manila, donde la tripulación se hizo con provisiones. Los extranjeros habían decidido que no merecía la pena correr el riesgo de tener que vérselas con inmigración, por lo que se habían pasado la noche despiertos, contemplando con envidia las luces de la ciudad. Ya con todo el mundo de nuevo a bordo siguieron rumbo al sur, esta vez por el mar de Sulú, hacia el archipiélago de mil islas e islotes con el mismo nombre que conformaba una flecha irregular y punteada hacia el suroeste de la costa malasia.
Conforme se fueron acercando, la tripulación se tornó más callada, más alerta. Esas aguas tenían una mala reputación, al igual que las islas, y no solo por los piratas. Era el territorio del Frente Moro de Liberación Islámica y de Abu Sayyaf, un grupo más pequeño pero también más radical. Se trataba del ala extremista y beligerante de una población musulmana mayoritariamente pacífica cuya residencia en la isla era anterior a la conquista española, pero que a menudo quedaba fuera de las consideraciones del gobierno central de Manila. Parte del desacuerdo entre Parks y el capitán Nakamura había tenido que ver, al parecer, con el destino al que se dirigían, un lugar de atentados, asesinatos y secuestros, un lugar que la mayoría de los gobiernos aconsejaba no visitar. Eso, unido a que habían visto un tiburón tigre de tres metros de largo en las aguas, hacía que incluso las cálidas playas flanqueadas por palmeras parecieran (injustamente quizá) más sombrías, lugares amenazantes.
—Es perfecto, ¿verdad? —dijo Parks, surgiendo de detrás de Thomas.
—Supongo —respondió Thomas.
—No —dijo Parks—. Me refiero a que es un hábitat perfecto para el pez. Al igual que Nápoles, estas islas son volcánicas, tienen las mismas cuevas submarinas, las mismas cálidas aguas. Tan pronto como nos acerquemos a la isla de las imágenes por satélite, bajaremos el sumergible: unos cien metros tendrían que ser suficientes. Veremos qué hay ahí abajo.
—¿Cree que lo encontraremos? —preguntó Thomas.
—Será mejor que lo hagamos —respondió Parks—. Su hermano murió por eso.
—Quizá —objetó Thomas—. ¿Cree que murió porque alguien quería mantener en secreto el paradero de ese pez?
—El paradero o la existencia, sí —insistió Parks.
—¿Porque valen dinero en el mercado chino?
—Quizá —dijo Parks mientras contemplaba las aguas.
—Pero probablemente no —adujo Thomas leyendo entre líneas.
—¿Quiere saber qué es lo que realmente pienso? —preguntó Parks, volviéndose hacia él—. Creo que no tiene que ver con el dinero, el terrorismo o la ciencia. Sobre todo con la ciencia. Creo que tiene que ver con la anticiencia.
—¿Que es qué? —preguntó Thomas a su vez.
—La religión —contestó Parks, como un hombre que desvela finalmente sus cartas—. Más concretamente, el cristianismo. Lo que creo es que su hermano encontró la prueba andante, nadante, de la evolución, algo con lo que pensaba que podría sacar algo de dinero, y ellos lo quisieron hacer callar.
—¿Ellos?
—La Iglesia —dijo—. Su Iglesia, probablemente. ¿Por qué cree que está aquí el sacerdote Jim, Thomas? Está haciendo lo que hizo cuando le encargaron que vigilara a su hermano. Si encontramos el pez, quizá quiera tirarlo por la borda antes de que nos mande a los escuadrones católicos de la muerte.
—No puede estar creyendo lo que dice —afirmó Thomas.
—¿De veras? —dijo Parks—. ¿Quiere una lista de lo que la Iglesia católica ha hecho a la gente que no estaba de acuerdo con ellos? ¿Quiere que le hable de la Inquisición, o de la cruzada albigense? ¿Qué tal esa? Veintiuno de julio de 1209, una ciudad francesa llamada Beziers. Los ejércitos papales rodean la ciudad y exigen la expulsión de cerca de quinientos miembros de una secta hereje llamados cátaros. Conscientes de lo que les ocurriría a los cátaros si eran entregados, la ciudad se niega. ¿Qué hizo el ejército del papa entonces? Atacó. ¿Ha oído alguna vez la frase «Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos»? Viene de ahí. Más o menos. Es lo que el legado papal o similar dijo cuando le preguntaron cómo se suponía que iban a diferenciar a los herejes del resto. Saquearon la ciudad y asesinaron a todo el que encontraron dentro. Veinte mil muertos.
—Eso fue hace mucho tiempo —dijo Thomas.
—Hay cosas que nunca cambian —aseguró Parks—. La religión no tolera disensos, no debate la verdad. O estás con ellos o estás contra ellos.
—Pero Ed era un sacerdote.
—Un sacerdote que encontró una prueba de la evolución —puntualizó Parks—. Eso le convertía en un objetivo.
—No veo por qué esas dos cosas se oponen —dijo Thomas—, y sigo sin comprender por qué este pez tetrápodo es tan importante si lo único que hace es confirmar lo que ya sabe acerca de los fósiles.
—No estamos hablando de una prueba científica, porque esa gente no está interesada en la ciencia salvo cuando pueden usarla para respaldar alguna historia como la del Arca de Noé —dijo Parks con desdén—. El pez tetrápodo no demuestra nada a la comunidad científica que ya no supiera en términos generales, pero ver esas cosas vivas y coleando puede hacer que ciertas personas que no pertenecen a esa comunidad cambien de parecer. Los tarados del diseño inteligente y los creacionistas podrán señalar los vacíos que existen en los registros y pruebas de la existencia de fósiles todo lo que quieran, pero si se puede señalar un ejemplo vivo de la evolución darwinista, eso les cortaría las alas. No debería, y si fueran científicos no sería así, pero no lo son y eso ocurrirá. Así será.
Fue un credo, una afirmación de fe, y Parks se reveló en ella.
—Ed era un cristiano que creía en la evolución —dijo Thomas—. No puede encontrarse en esa minoría.
—Tonterías —dijo Parks—. Era un cristiano que estaba dispuesto a echar por la borda sus creencias si esos hechos podían reportarle un modo de sacar beneficio.
—No conoce a mi hermano, ¿verdad? —dijo Thomas.
—No lo conocí —corrigió Parks—. Está muerto, ¿recuerda?
—Los cristianos pueden creer en la evolución —afirmó Thomas sin hacer caso de su último comentario.
—Estados Unidos —prosiguió Parks— es la nación más estúpida del mundo desarrollado. Nos aferramos a nuestra ignorancia. ¿No cree que una prueba de la evolución sea algo importante? Pregunte al cincuenta y uno por ciento de los estadounidenses que siguen sin creer en ella. Dígaselo al setenta y cuatro por ciento de los practicantes que no creen en la evolución. Dígaselo usted a la junta de educación de Kansas que votó por unanimidad que se sacara la evolución del temario, para que sus colegios pudieran seguir enseñando a sus alumnos a ser ignorantes. ¿Cree que me lo estoy inventando? Uno no se puede inventar esa mierda. Estamos viviendo en la puta edad de las tinieblas y lo estamos haciendo por elección propia.
—Creo que Ed consideraba que las leyes de la ciencia eran las leyes de Dios —argumentó Thomas mientras lo consideraba detenidamente—. Pensaba que fue Dios quien creó el mundo, pero lo hizo mediante lo que usted llamaría medios científicos y naturales durante millones de años. Dios hizo al hombre, pero llevó su tiempo porque para Dios, que reside en la eternidad, millones de años no son sino segundos.
Parks lo miró con extrañeza y Thomas bajó la mirada a las aguas bajo la quilla, avergonzado.
—¿Y usted está de acuerdo con él? —preguntó Parks.
—No —respondió Thomas—. No lo sé. ¿Importa?
—Este fin de semana es Semana Santa, ¿lo sabía? —dijo Parks.
—Supongo… No —contestó Thomas—. Lo había olvidado.
—¿Sabe qué es lo que va a pasar allí durante ese fin de semana? —dijo Parks mientras señalaba con la cabeza hacia la costa.
—La gente irá a la iglesia —dijo Thomas. Comenzaba a cansarse de la conversación.
—Sin duda —confirmó Parks—. Y luego algunos serán conducidos a un campo y los clavarán con clavos a unas cruces para que la gente los mire embobados. Crucifixiones reales en pleno siglo XXI, si es que puede creerlo. La gente se presenta voluntaria para mostrar su santidad o para pedirle a Dios un trozo más de pan o vaya usted a saber.
—Había oído hablar de ello —comentó Thomas, respondiendo con evasivas, enervado por el desprecio de Parks.
—Y he aquí lo mejor —continuó Parks—. Emplean clavos de acero inoxidable empapados en alcohol para evitar posibles infecciones. Es bueno, ¿eh? Se ofrecen voluntarios para que los crucifiquen, pero quieren asegurarse de que los clavos que penetrarán en sus manos y pies no les provoquen infecciones. Clac, clac, clac —dijo imitando los golpes del martillo con una sonrisa torcida.
—¿Y? —dijo Thomas.
—No se puede tener a Dios y a la ciencia —concluyó finalmente Parks—. Hay que escoger uno. Si no lo haces, tendrás que curarte la infección cuando te quiten los clavos.
Thomas no dijo nada. Quería responderle, pero aunque pudiera incluso adivinar lo que habría dicho Ed, no sabía qué era lo que creía él.
—No dude de mí ahora —le dijo Parks dándole una palmadita en la espalda mientras se alejaba—. Las líneas de batalla ya están dispuestas. Usted lleva semanas en primera línea.
Una voz llamó a Parks desde el timón. Era el capitán Nakamura, y Parks fue hasta él.
—¿Estás bien? —le preguntó Kumi, acercándose sigilosamente a él mientras contemplaba las aguas.
—Sí —dijo sin pensarlo—. Supongo. Parks…
Se calló. No sabía explicar el sentimiento triste y sombrío que las palabras de Parks habían dejado en él.
—Es un hombre con una misión —comentó Kumi—. Un cruzado.
Thomas sonrió por el comentario irónico de Kumi y asintió.
No se había esperado que Kumi siguiera con él. Hasta el momento en que el barco dejó el muelle, había estado esperando su marcha.
Por extraño que pudiera parecer, había sido Parks quien había tomado la decisión por ella, aunque de manera indirecta. Kumi había telefoneado al acuario de Kobe, llamando como representante del Departamento de Seguridad Nacional y preguntando por el arrendamiento poco convencional de un barco por parte de un ciudadano estadounidense. Kumi le confesó a Thomas que lo había hecho para descubrir algo acerca de él o de su historia que revelara la locura de su expedición. No había encontrado nada. El superior de Parks le tenía en buena consideración, pues le juzgaba una persona eminentemente cualificada (con un doctorado en Stanford, ni más ni menos), centrada y un poco estirada. Lo más cercano a una mancha en su currículo era que no había obtenido una titularidad en Berkeley, donde había sido profesor adjunto tras salir de Stanford. Aunque Nakamura era quien tenía la última palabra respecto al control del Nara, la gente de Kobe confiaba claramente en el juicio de Parks. El hecho de que fuera una persona obsesiva hasta un punto irracional no parecía importarle demasiado.
—Creo que quieren ir tras su estela —había dicho Kumi—. Dejarán que lleve a cabo su búsqueda y entonces, cuando encuentre lo que está buscando, saldrán a la palestra para llevarse toda la publicidad. Si ellos pueden llevar a tierra firme, a su acuario, un espécimen, muerto o vivo, se convertirán en el único y más prestigioso acuario del mundo.
—Entonces, ¿te fías de él? —le había preguntado Thomas.
—No tanto como eso —le había respondido ella—. Pero si es legal y está a punto de descubrir algo importante, quiero estar allí.
—Como representante del Departamento de Seguridad Nacional —añadió Thomas con una sonrisa irónica.
—Casi —le había dicho ella antes de apretarle el brazo y marcharse de la manera en que ella solía hacerlo tiempo atrás. Thomas permaneció en la cubierta durante varios minutos mirando el agua.
Eso había sido dos días antes y todavía no sabía qué había querido decir con aquello.
—¿Cómo está Jim? —preguntó Thomas.
—Distante —le respondió su ex mujer—. Parece confuso, un poco triste incluso. ¿Por qué no hablas con él? Apenas habéis cruzado una palabra desde que dejamos Japón. ¿Es porque te recuerda a Ed?
—No lo sé —dijo Thomas—. Quizá. Te gusta, ¿verdad?
—Sí —afirmó ella. Fue una respuesta clara y tajante, pero una respuesta que ella había decidido hacer, una afirmación de fe y esperanza, quizá incluso de caridad. Era menos una descripción de sus sentimientos que una afirmación acerca del mundo en el que le gustaría vivir. Thomas se limitó a asentir y no dijo nada.
Parks se estaba acercando a ellos con una sonrisa en la boca.
—Llegaremos en dos horas —anunció—. ¿Quién va a venir en el sumergible conmigo?
—Yo —dijo Thomas. No había pensado en ello antes, pero sabía que si había algo allí abajo, tenía que verlo.