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Cuando regresó al Executive, la luz de los mensajes del contestador parpadeaba. Jim le había llamado desde Chicago. Thomas miró su reloj, restó siete horas y marcó el número de Jim.

—Jim —dijo—. Soy Thomas.

—Tenía razón —dijo Jim sin preámbulo alguno—. Cuando dije que el tipo de Seguridad Nacional se estaba comportando como si algo hubiese ocurrido. Así era. Lo he visto en las noticias de esta noche.

—¿Qué ocurre?

—Al amanecer, varios agentes del Departamento de Seguridad Nacional en una operación conjunta con investigadores antiterroristas del FBI y la CIA encontraron un alijo de armas en el sótano de una casa unifamiliar en el área de Chicago —dijo, como si lo estuviera leyendo de un periódico—. Fusiles de asalto AK-47. Sacos de fertilizantes y otros productos que se emplean para la fabricación de bombas.

—¿Y bien? —dijo Thomas—. ¿Qué tiene eso que ver con Ed?

—No tiene que ver con Ed —dijo Jim—, sino con usted.

—¿Cómo es eso? —dijo Thomas.

—La redada tuvo lugar en el 1247 de Sycamore, en Evanston —dijo Jim—. Thomas, fue en su casa.

—Me han tendido una trampa —dijo Thomas por el teléfono—. He hablado con el padre Jim Gornall, de la parroquia de San Antonio, y me ha contado lo de la redada en mi casa.

Le había llevado diez minutos lograr hablar con la oficina del senador Devlin. En ese momento estaba hablando con Rod Hayes, el jefe de personal del senador, y le estaba explicando lo que había llegado a sus oídos y lo que estaba haciendo en Italia. El joven lo escuchó sin interrumpirle y a continuación dijo:

—Voy a pasarle con el senador. No tengo autoridad para hacer esas averiguaciones.

—Gracias —dijo Thomas.

—Ahora mismo está en una reunión —dijo Hayes—, pero le llamará en unas… tres horas.

—De acuerdo —dijo Thomas, sintiéndose de repente sudoroso e incómodo—. Gracias.

—Y, señor Knight —dijo Hayes.

—¿Sí?

—Intente no preocuparse. El senador es un hombre poderoso.

—Sí, lo sé.

—¿Cómo lo lleva el padre Jim?

El cambio de tema cogió ligeramente desprevenido a Thomas.

—Bien, supongo —dijo—. ¿Por qué?

—Por nada —dijo Hayes—. Me imagino que el suyo es uno de los trabajos más duros que hay. Y los últimos seis meses han sido complicados para él, con aquel tema del desahucio y demás.

—¿Desahucio?

—No lo sabe —dijo Hayes. Su voz denotó menos seguridad—. Lo siento. Ha sido error mío. Probablemente no le guste hablar de ello. Por favor, le ruego que olvide que se lo he mencionado.

Thomas fue al Museo Arqueológico Nacional para despejarse un poco. Fue hasta allí andando para aliviar la rigidez de sus piernas. Cuando se levantó a la mañana siguiente de haber salido a correr por última vez, se convenció de que tenía que hacer más ejercicio. Así que atravesó las bulliciosas calles de Nápoles, cruzó una amplia plaza en la que alguna especie de persecución policial estaba teniendo lugar y sorteó una fila de cartones donde dormían algunos vagabundos.

El museo era demasiado grande como para poder asimilarlo, y su decisión de centrarse exclusivamente en piezas de Pompeya y Herculano no ayudó demasiado a reducir el volumen de la colección. Observó atentamente los paneles pintados sacados del Templo de Isis con sus motivos egipcios y todo tipo de extrañas criaturas marinas, muchas de ellas con cuartos delanteros de caballos o cocodrilos y colas de peces. Luego estaban los extraordinariamente vívidos mosaicos de las casas de Pompeya y una apabullante colección de estatuas. Y después dio por concluida la visita. Tomó un café en el jardín del patio del museo y regresó al hotel sin parar de mirar el reloj para asegurarse de llegar a tiempo para la llamada del senador. Tras intentar buscar el sentido de todos aquellos restos artísticos antiguos, esperaba quizá que el senador pudiera proporcionarle una información más directa y clara.