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Thomas no había sido plenamente consciente de ello, pero había escuchado el gruñido característico del demonio una fracción de segundo antes de girarse. Lo había escuchado en el mismo instante en que se había preguntado dónde se encontraría ese ser y, mientras se había girado, había levantado una rodilla para protegerse del ataque.

Thomas vio cómo el demonio se lanzaba hacia él, vio el refulgir de la hoja con la luz del sol, vio el odio petulante de sus ojos titubear cuando la rodilla elevada de Thomas lo golpeó con dureza en el pecho. El cuchillo se alejó de su objetivo cuando el demonio cayó encima de él. Durante un instante los dos se miraron a los ojos y sus rostros casi se tocaron. El demonio le enseñó sus dientes afilados y sacó su rosada y larga lengua.

Muerto del asco, Thomas reaccionó de la misma manera que había hecho cuando había sentido al murciélago en su cabeza en el túnel de Herculano, estremeciéndose e intentando zafarse de él. Liberó una mano y golpeó fuertemente la cara de su atacante con la base de la palma. El demonio se retorció con una velocidad antinatural, zafándose del golpe, y gruñó con aquellos repugnantes dientes. Thomas apartó la mano y entonces, consciente de que solo le quedaban segundos y viendo el rostro moribundo de Pietro a través de una neblina roja, le dio una fuerte patada, extendiendo la rodilla que tenía doblada para que su atacante se cayera hacia atrás.

El demonio cayó al suelo, pero se valió de sus vigorosos brazos para ponerse en pie, antes incluso de que Thomas pudiera incorporarse. Se lanzó hacia donde Thomas todavía yacía, con los brazos extendidos cual crucifijo, apoyando un pie contra el borde del muro e invirtiendo el agarre del cuchillo. Lo alzó para a continuación poder hundirlo de forma ceremonial y jubilosa en el corazón de Thomas.

Siseando con la satisfacción de la victoria, el demonio se dispuso a acuchillarlo. En ese mismo instante, Thomas bajó el brazo izquierdo y golpeó el pie con el que se estaba sosteniendo el demonio.

Durante un segundo, el hombre calvo solo pareció eso. Conforme la sorpresa y el pánico se fusionaban en sus pálidos ojos, luchó por recuperar el equilibrio, pero se tropezó con el bajo muro que tenía tras él y cayó por él. Alzó la mano, casi suplicante, pero no había nada que se pudiera hacer por él.

Todo fue tan lento, como un efecto especial de una película o un recuerdo. El demonio se tambaleó, quedó suspendido en el espacio durante un segundo y a continuación cayó por el muro de la torre hasta el suelo de piedra que había debajo.

Durante un instante, largo y lento, Thomas se quedó donde estaba y tomó aire. A continuación se puso en cuclillas y se asomó por el muro para mirar.

El demonio yacía ensangrentado sobre el puente de piedra con el cuerpo retorcido e inerte. Y allí estaba Brad, guardándose la pistola en el bolsillo, mirándolo.

Pero entonces escuchó unos gritos. Algunos provenían de Roberta, que estaba llamando a Brad, avisándolo (al parecer), diciéndole que se alejara del cuerpo. Otros gritos, sin embargo, eran de otra persona, un hombre, que estaba gritando en italiano. A continuación se oyeron más voces y, mientras Brad abandonaba a toda prisa el puente en dirección a la ciudad antigua, Thomas vio a policías de uniforme salir de la entrada al castillo y arremolinarse en torno al cuerpo.

«Ahora se encuentra allí la comisaría», le había dicho Claudio.

Thomas se apartó para que no lo vieran. La policía había espantado momentáneamente a Brad y a Roberta, pero todavía tenía que salir de allí. Miró su reloj. Claudio estaría aparcando al otro lado de la calle en menos de cinco minutos. Si Thomas dejaba el castillo ahora, Brad lo abatiría de un disparo, hubiera o no policía delante. Después de todo, solo había una manera de salir del castillo.

Thomas estaba prácticamente seguro de que la policía no lo había visto allí arriba, pero tarde o temprano uno de ellos subiría para ver por qué se había caído el demonio. Tenía que moverse. Si bajaba las escaleras, se dirigiría justo hasta ellos y no podría evitar un interrogatorio y, probablemente, que lo arrestaran. La parte frontal se extendía hasta la torre más alejada, que estaba cubierta por andamios, y las murallas en sí también estaban plagadas de barricadas provisionales y cinta naranja. Agazapado, Thomas comenzó a avanzar poco a poco por el muro a punto de desmoronarse. Mientras avanzaba, encendió el móvil de nuevo y llamó.