103
La noche había caído en la pequeña isla de las Filipinas. Parks había llevado el sumergible a una cala protegida con las luces apagadas, confiando solo en la pantalla del sonar para hacerse una idea de lo que los rodeaba. Habían permanecido en el fondo, a treinta metros de profundidad, durante cuatro agónicas horas, esperando a que el sol se pusiera, sentados en silencio en la oscuridad. Para Thomas, que odiaba los espacios estrechos y sin movilidad, aquello era algo parecido al infierno.
Avanzaron hacia el interior lentamente, sin luces, bordeando la costa mientras ascendían a la superficie y a la playa, con los motores apenas funcionando, de modo que parecía como si los arrastrara la corriente. Antes de que la luz se hubiera ido del todo, las aguas, anteriormente cristalinas, se habían tornado borrosas, probablemente por la arena de la playa, y su visión desde la cabina del sumergible era menos nítida y concreta. Una vez el sol se puso, la oscuridad fue total, y Thomas comenzó a sentir que llevaba días confiando en sus otros sentidos. El kit de emergencia contenía una linterna, pero no querían llamar la atención, así que no la encendieron. Rozaron el lecho marino antes de emerger por completo a la superficie, haciendo que el sumergible girara y oscilara en la corriente antes de seguir avanzando lentamente y estabilizarse por completo.
Parks abrió la escotilla y el aire de la noche inundó el interior del sumergible. Se sintieron aliviados al instante. A su alrededor, los sonidos del océano y el rumor de los insectos en los árboles. Thomas se encaramó por la escotilla y salió con el cuchillo de buceo en el cinturón y la pistola de bengalas en la mano. Miró a su alrededor. Un delgado filamento de la luna se alzaba sobre la selva y su nívea luz brillaba en la playa. Si alguien se acercaba al agua vería el sumergible, pero habían encallado cerca de unas enormes y profundas rocas, y desde la playa el sumergible amarillo permanecería invisible. Cayó en la orilla del agua y miró a su alrededor. No había nadie.
—¿Ahora qué? —preguntó Parks.
Todavía emanaba ese aire de negatividad que se había vuelto más denso conforme más tiempo habían pasado sentados en el sumergible sin buscar su preciado pez tetrápodo.
—Ahora nos adentraremos en los árboles y nos dirigiremos hacia el este, hacia la playa donde han anclado el Nara —respondió Thomas.
Había tenido tiempo más que suficiente para pensar en su plan, pero los detalles seguían siendo imprecisos. Incluso aunque Jim y Kumi siguieran con vida, aunque pudiera salvarlos, no tenía ni idea de cómo iban a salir de la isla o dónde podrían esconderse hasta que eso fuera posible. El lugar no tenía más de unos kilómetros de ancho. Pero quizá no necesitarían estar escondidos demasiado tiempo. Quizá los guardacostas o los militares filipinos estarían cerca, dando seguimiento a los informes acerca de la presencia no autorizada de un helicóptero. Quizá el Nara había logrado pedir ayuda antes de perder la radio…
Y quizá tus atacantes tienen la autoridad necesaria para alejar a los gobiernos extranjeros si estos se vuelven demasiado preguntones…
Quizá.
En la playa había un mango, oscuro y fragrante. Thomas se colocó bajo él durante un instante mientras Parks lo seguía y, a continuación, encabezó la marcha hacia una cortina de cocoteros y yucas. En lo alto de los árboles algo gritó (un mono quizá), un grito de alarma al notar que algo se acercaba, pero al momento se calló.
—Supongo que ya no estamos en Kansas —bromeó Parks.
—Permanezca cerca de mí y no hable —le pidió Thomas mientras se abría paso por entre la maleza en busca de un sendero o similar.
—Estaba muy unida a Ed —dijo Jim en la oscuridad—. ¿Le importa si le pregunto cuánto?
—Fuimos buenos amigos durante todo el tiempo que estuve en Estados Unidos después de Japón —respondió Kumi—, pero no se refiere a eso, ¿verdad?
—No, la verdad es que no. Perdone. No es de mi incumbencia.
Estaba demasiado oscuro como para verla, así que el sonido de su risa le cogió desprevenido.
—Ed solo era un amigo —aclaró—. Nada más.
—Entonces, ¿por qué dice Thomas que rompió su matrimonio?
—Porque Thomas necesita a alguien a quien culpar —añadió, ya sin rastro alguno de risa—. Nos conocimos en Japón y, aunque soy de segunda generación, el lugar nos resultaba extraño y ajeno a los dos. Cuando nos marchamos, fue como si algo hubiese desaparecido, algo que formaba parte del adhesivo que nos mantenía unidos, si es que esa comparación tiene sentido. Los expatriados se aferran entre sí en lugares ajenos. Fuera de ese contexto, no tienen nada en común.
—¿Y por eso se separaron?
Ella suspiró.
—En parte sí —dijo—. Nos comprometimos, decidimos crear algo juntos, aferrarnos a la historia que habíamos creado los dos. Pero no somos personas fáciles de llevar, y nos separamos. El bebé fue solo el colofón, hizo que fuera irreparable.
—Entonces no tuvo nada que ver con Ed.
—Ed me aconsejó que me separara de él durante un tiempo —respondió ella—. Había confiado en él durante años. Conocía a Tom mejor que nadie, sabía lo distante que podía llegar a ser. Después de Anne (del aborto, quiero decir), Tom no fue de ninguna ayuda. Supongo que ninguno ayudó demasiado al otro.
Jim pudo percibir que aquella última afirmación era algo que no había pensado antes, una claudicación.
—De cualquier modo —concluyó—, yo estaba en una espiral descendente y Ed sugirió que nos tomáramos un tiempo. Así que me marché y nunca regresé. Tom nunca se lo perdonó.
—Ya.
—Sé que Ed solo quería ayudar.
—En mi experiencia —confirmó Jim—, siempre lo hacía.
—Tom dice que a usted le ayudó, que había tenido un año difícil —dijo Kumi.
—Podría decirse así —asintió Jim. Su voz sonó suave y, a pesar de la oscuridad, Kumi pudo percibir que parecía nostálgico, triste—. Había una familia en mi parroquia, los Meers. Una madre soltera y dos hijos adolescentes. Pobres, con muchos traumas y bastantes problemas. Cada mes hacían todo lo que estaba en su mano para pagar el alquiler y cada mes yo intentaba ayudarles con los fondos de la parroquia. Pedí dinero prestado al obispo en varias ocasiones. En fin, las cosas se torcieron cuando uno de los hijos (DeMarcus, se llamaba, tenía quince años) fue detenido por robar y todo se fue al garete. Hablé con el casero y con la policía, pero no pude impedirlo. Los desahuciaron justo el día de la primera tormenta de nieve del año. Chicago es una ciudad muy dura para los sin techo. Se negaron a marcharse, llegó la policía y, bueno, hubo algunos problemas. Nada demasiado serio, pero…
—Usted estaba allí —dijo Kumi.
—Sí, estaba allí —confirmó—. Pegué un puñetazo que no debería haber dado y me desperté en una celda. El obispo hizo todo lo que pudo, pero fue un caos. Estuve un tiempo «de excedencia» y ahí fue cuando Ed fue enviado para ayudar. No lo habría superado sin él, y no solo porque se encargó de todas mis obligaciones.
—¿Su fe?
—Sí, recibió un buen golpe —dijo—. Cosas así hacen que el universo parezca aleatorio y despiadado. Es duro sentir que independientemente de lo que uno haga, hay cosas que no se pueden arreglar.
—Sí —convino. El agujero del tamaño de un bebé en tu tripa—. Sí. —Esperó un instante y luego preguntó—: ¿Qué tal está la familia ahora?
—Eileen y el hijo menor no están mal —dijo Jim—. Tienen un apartamento y ella trabaja en varios sitios.
—¿Y DeMarcus? —preguntó Kumi, aunque no quería hacerlo.
—DeMarcus murió la tercera noche que pasó en la calle. Se metió en un lío de drogas, o dijo algo equivocado a alguien… Nunca llegamos a saberlo.
—¡Dios mío, Jim! —exclamó Kumi—. Lo siento.
—Sí —dijo—. Yo también. Es gracioso, ¿no? La manera en la que la muerte pone todo en perspectiva. Me sentí… perdido. Inútil. Ed me ayudó a superarlo, pero una parte de mí todavía siente que, si renunciara a todo mañana, nadie se daría cuenta.
—Estoy segura de que no es así —dijo Kumi.
Jim se lo agradeció, pero no le dijo que pensara que tuviera razón.
Thomas se abrió paso por entre la densa vegetación, siguiendo el rastro en una arena que ya estaba casi cubierta de hierba y enredaderas. No hacía mucho tiempo había habido allí una aldea pesquera, en la isla, pero después de la bomba (o de lo que quiera que hubiese matado a su hermano) los supervivientes parecían haberse marchado a otro sitio. No había ni rastro de algún asentamiento, solo el movimiento de murciélagos, tarseros o lémures haciéndose con fruta y el de los insectos en las copas de los árboles. Mantuvo el mar a su derecha como referencia mientras avanzaba, pero la selva le desorientaba y no se atrevía a aventurarse demasiado cerca de la orilla, así que tras media hora andando no estaba seguro de si habían evitado la playa.
—Quizá podamos ver el Nara, si es que aún sigue donde lo dejamos —sugirió mientras miraba a las aguas. La luna ya se había puesto y la oscuridad era más densa.
—Si el barco hubiese sido movido antes de que saliéramos del sumergible, nuestro sonar lo habría detectado —dijo Parks.
—Entonces, ¿dónde demonios está?
—No se puede ver nada desde aquí. Uno de los dos tendrá que acercarse más a la playa.
Thomas suspiró, pero Parks tenía razón.
—Sígame —dijo Thomas, agachándose y bordeando unos helechos en dirección a la orilla.
Había un grupo de palmeras formando arcos en el cielo de la noche, después solo arena. Más allá, el sonido del mar golpeando la orilla, pero ni rastro del barco. Pegado a los árboles que bordeaban la playa, comenzó a avanzar, a trazar la leve curva de la playa, hasta que lo vio, con claridad, una forma blanca bastante alejada de la orilla. La cubierta estaba oscura, pero había una pequeña luz procedente de lo que parecía un ojo de buey muy lejano. Parecía perfectamente apacible.
—¿Cree que están todos a bordo? —susurró Parks.
Thomas se encogió de hombros.
Recorrió otros treinta pasos y se detuvo. Delante de él, en la arena, había algo grande y oscuro, algo del tamaño de una choza, pero con una forma irregular y en la que reinaba un silencio un tanto inquietante. Era lo que les había impedido ver el Nara. Se guareció de nuevo tras los árboles y se quedó observando durante un instante, pero no podía discernir nada más en la oscuridad.
—¿Qué es eso? —murmuró.
Parks negó con la cabeza. Entonces, sin previo aviso, salió a la playa y encendió la linterna, enfocándola al extraño y oscuro bulto que había en la playa. Solo bastó un segundo para que el terror se apoderara de los dos.
Un helicóptero.
A Parks casi se le salen los ojos de las órbitas e intentó apagar la linterna, pero no encontraba el interruptor. Retrocedió como si acabara de toparse con un cadáver y Thomas solo pudo observar impotente desde los árboles a una figura (apenas una silueta) que surgía de la nada, se agachaba y apuntaba con su subfusil. Ben Parks solo tuvo tiempo de alzar la vista de la linterna antes de que la noche se viera golpeada por el destello y el ruido sordo del arma con silenciador. En un instante estaba gritando y cayendo de rodillas.