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A Hambre no le gustaba moverse bajo la luz del día. Llamaba la atención, se sentía vulnerable. Se había construido su identidad como asesino guareciéndose en la oscuridad porque, cuando esta llegaba, todo el mundo la temía, y si él estaba oculto en ella, tenían motivos más que fundados para hacerlo. La cabeza afeitada, los dientes afilados, las uñas largas… todo eran extensiones de una cierta excentricidad física que siempre había estado allí.
Y no solo física. Había adoptado su rareza cuando el mundo había decidido que no le gustaba lo que veía, pero lo que el mundo veía y no le gustaba no era su aspecto físico en sí. Tenía que ver con la vacuidad de sus ojos, su falsedad, su incapacidad de preocuparse por nada. No era un animal carente de humanidad lo que el mundo veía en su blanco iris; al contrario, era extremadamente humano. Era un impulso a una crueldad despreocupada.
Vivía para asustar a los demás. Se alimentaba de su pánico, de su terror cuando lo veían aparecer, cuando percibían lo que podría hacerles. Vivía por y para ello. Lo necesitaba. Aplacaba su hambre, un apetito que ni las más ingentes cantidades de sangre parecían poder saciar.
Ese no era su tipo de misión: correr bajo el sol, armado con pistolas, buscando un asesinato rápido. Pero llevar a buen término estas misiones siempre le reportaba las comidas más satisfactorias; banquetes largos y lentos, macabros y horrorosos. Así que por el momento haría lo que se le había dicho, dejaría que le dieran órdenes como siempre hacían, pues dependía de la protección de esas personas para sus diversas indiscreciones…
El teléfono hizo un bip. Knight tenía señal de nuevo. No estaba lejos, justo fuera de la basílica de San Nicolás. La señal duró menos de treinta segundos, a continuación empezó a parpadear durante casi el mismo tiempo y luego desapareció de nuevo. Había entrado dentro, y Hambre, siempre sediento de sangre, se regocijó en silencio mientras notaba el mango del cuchillo en el bolsillo.
—¿Has visto eso? —preguntó Guerra por el teléfono.
—Sí —respondió Peste—. Hambre ha entrado en escena. Se está acercando. Está en la basílica.
—Ve allí. Cubre la salida. Si el objetivo sale, abátelo. Ya nos preocuparemos después de los testigos.
—Si puedo huir, nadie me identificará —dijo con una sonrisa burlona—. Lo único que verán será el hábito.
Hambre escudriñó el interior de la gran iglesia. Había un puñado de turistas, un par de creyentes solitarios, pero no había ningún oficio religioso, ninguna multitud. Se mantuvo en las sombras, al borde de la nave, moviéndose con destreza. Se subió el abrigo para pasar desapercibido. Le gustaba. Le gustaba la idea de arrinconar a Knight y acercársele lo suficiente antes de que él se percatara de su presencia. Se quedaría paralizado del terror. Quizá incluso gritaría. Hambre sintió un escalofrío de placer recorriéndole la espalda.
Casi había completado la vuelta a la nave. No había ni rastro de Knight, pero aun así Hambre sentía su presencia, su aroma, en el aire fresco y quieto de la iglesia donde el polvo se tornaba en la luz coloreada de las vidrieras superiores.
Comenzó a bajar hacia la cripta.
—Tomba del santo —leyó en silencio para sí.
Desde luego que sí.