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Del tráiler solo quedaban restos llenos de humo. El misil había atravesado la puerta y había estallado en el interior, haciendo un agujero enorme en la pared más alejada y combando parte del techo, como si un gigante ebrio lo hubiese abierto con un abrelatas. Rodríguez había entrado disparando, pero no había nadie con vida en el interior.
Los técnicos habían sido apuñalados o disparados en sus puestos de control antes de que él llevara el lanzamisiles hasta la puerta, por lo que el único que había muerto en el ataque había sido el chaval. Su cuerpo seguía plácidamente sentado en una de las sillas, milagrosamente erguido a pesar de que la explosión le había arrancado media cabeza. Un par de ordenadores seguían encendidos y en funcionamiento, pero Rodríguez y Piloski no habían sido capaces de anular el salvapantallas con un cráneo sonriente que, al parecer, Specs había instalado. La mayoría del equipo era irreparable, pero todavía había electricidad y parte de la unidad de comunicaciones quizá pudiera volver a funcionar.
—¿Puede arreglarlo? —dijo Rodríguez.
Piloski apartó la vista del chico y contempló el equipo humeante.
—El misil lo ha dejado bien jodido —dijo.
—¿Puede arreglarlo? —dijo Rodríguez.
—Llevará tiempo, pero sí, creo que sí. La radio está muerta, pero podemos conectarnos a través de las parabólicas.
—Hágalo —dijo Rodríguez.
No había ninguna diferencia de rango entre los dos, y Piloski tenía mejor hoja de servicios, pero Rodríguez estaba al mando.
Les llevó media hora. Piloski arregló los cables y comprobó las lecturas desde su portátil mientras Rodríguez sostenía la linterna y miraba su reloj. Ninguno de ellos dijo una palabra. Cuando hubo terminado, Piloski tan solo dijo:
—Probémoslo. —Se colocó los auriculares. Tardó otros cinco minutos en aislar la frecuencia y contactar con el cuartel general.
—De acuerdo —dijo mientras le pasaba los auriculares a Rodríguez—. Está en el aire.
Rodríguez dio su nombre y rango con brusquedad, zanjando así posibles preguntas acerca de por qué alguien de su posición estaba usando el sistema común.
—Acabamos de lanzar tres aviones Predator —dijo—. Van a hacer un enorme socavón en el lugar equivocado a menos que puedan pararlos.
Lo dijo dos veces y a continuación se hizo el silencio.
Los aviones espía teledirigidos llevaban en el aire cincuenta y dos, setenta y siete, y ochenta y cuatro minutos, respectivamente. Si se daban prisa, un FA-18 de la Armada procedente del portaviones CV-63 Kitty Hawk, que en ese momento se hallaba en el mar de Filipinas, podría interceptar al segundo Predator en exactamente doce minutos antes de que se estrellara en la playa que tenía programada, e interceptaría sin problemas al tercero otros doce minutos después.
Pero el primer avión, que había dejado la base aérea veinticinco minutos antes que los otros, ya estaba fuera de su alcance. No podrían pararlo.