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—¿Y qué estuvo haciendo en Nápoles? —preguntó Kumi.

—Investigación —dijo Watanabe.

—¿Arqueología?

—No —dijo, perdiendo interés en el tema—. Turismo, sobre todo. Dar una vuelta.

—¿Algo en concreto? ¿El Renacimiento? ¿La Roma antigua?

Otra vez aquella mirada alerta, de cautela. Kumi tomó un sorbo de champán.

—Tan solo di una vuelta por ahí —repitió.

—¿Tiene una colección privada? —dijo cambiando de táctica—. ¿Objetos antiguos?

—Algunos —dijo.

—¿Valiosos? —preguntó, fingiendo un entusiasmo casi erótico.

—Algunos —dijo de nuevo con una sonrisa—. Muy valiosos.

—¿Y dónde los tiene?

—En casa. Podría llevarla hasta allí si quisiera…

La cuestión quedó volando en el aire durante un segundo mientras Kumi lo pensaba. Como respuesta, vació la copa y se puso en pie.

Algo preocupaba a Matsuhashi. No era nada nuevo. Los últimos seis meses le habían creado más ansiedad que los primeros veinticuatro años de su vida. Pero esto era diferente. Era como la voz de una radio mal sintonizada, que va y viene antes de poder entender las palabras.

Como un recuerdo.

Tenía que ver con Knight, con los dos Knight de hecho: el sacerdote muerto y su hermano, el que fingía ser periodista.

Apagó la televisión y abrió una lata de Kirin. Abrió el portátil. Escribió la URL de la iglesia de Edward Knight, rogando por que aún no la hubieran actualizado. Así era. El nuevo tipo salía ya, Jim Gornall, y había un obituario en memoria de Knight donde se rogaba una oración por él. Habían hecho un álbum de fotos como homenaje y Matsuhashi lo puso en modo proyección mientras le daba un trago a la cerveza. Las fotos se cambiaban cada cinco segundos: Knight con un grupo de jóvenes vestido con ropa de calle, Knight con el obispo en una confirmación, Knight diciendo misa con vestiduras verdes y doradas, Knight con un martillo en una obra de Habitat for Humanity, Knight celebrando una boda…

Espera. Vuelve atrás.

Detuvo la proyección y estudió la imagen: Edward Knight, quizá cinco años más joven que cuando Matsuhashi lo había visto por última vez, y la pareja feliz, el novio extrañamente similar a él (como solo un hermano podría ser) y la novia…

Cogió el móvil y llamó a un número sin apartar la vista de la pantalla del ordenador.

Watanabe cerró la puerta de la caravana cuando el teléfono empezó a sonar en el interior.

—¿Tiene que responderlo? —preguntó Kumi.

—No —contestó mientras apuntaba con el llavero al coche hasta que el sistema de alarma emitió un pitido y las puertas se desbloquearon.

—Bien —dijo—. No me gusta que me eclipsen.

Él rió y la escoltó hasta el coche. Le abrió la puerta del copiloto, un acto de caballerosidad, a modo de broma.

Kumi subió al coche. Watanabe acababa de cerrar la puerta y estaba dando la vuelta hasta la puerta del conductor cuando sonó su móvil. Por la ventanilla lateral del conductor Kumi vio que lo sacaba del bolsillo y miraba el número. Suspiró. «Trabajo» le dijo articulando para que le leyera los labios y contestó la llamada.

El ordenador estaba protegido con una contraseña, como era de esperar. Frustrado y nervioso, Thomas accedió como usuario del terminal de trabajo, se metió en Internet y miró su correo. Mientras lo hacía, buscó en los bolsillos una tarjeta, se armó de valor y cogió el teléfono, esperando recordar aún el prefijo del país. Dio tres tonos antes de que ella respondiera.

—Deborah —dijo—. Soy Thomas Knight.

Creyó oírla contener la respiración, pero no dijo nada.

—Sé que no se lo esperaba, y que probablemente haya oído todo tipo de cosas acerca de mí, pero le aseguro…

—Sé que no mató a esa gente —contestó Deborah. Pareció no tanto segura como firme, como si se hubiese tirado desde un trampolín y supiera que titubear solo la conduciría al desastre.

Otro acto de fe.

—Gracias —dijo—. ¿Podría echarle un vistazo a la foto que me envió? ¿La del artículo acerca del enterramiento encontrado en Japón?

—Un segundo —pidió.

Thomas abrió la imagen y la observó.

—¿Puede datarla? —preguntó Thomas mientras contemplaba la imagen de la cruz de plata con el pez con patas en el centro.

—No de una forma muy fiable, no con una foto. En cuanto al estilo yo diría que es medieval, europea, probablemente del siglo VII u VIII.

—¿Y el pez?

Se produjo una pausa.

—Lo veo —fue todo lo que dijo.

—¿Y?

—¿Qué está preguntándome, Thomas?

—Le estoy preguntando si podría provenir de la tumba que ha estado excavando en Paestum. Usted dijo que pensaba que habían estado fisgoneando en ella antes de que llegara allí. ¿Podría provenir de esa tumba?

—No puedo hacer ese tipo de valoración basándome en una foto, Thomas —dijo alzando la voz—. Thomas, si comienza a decir que esa cruz proviene de mi excavación en Italia, estará haciendo una acusación muy grave contra el arqueólogo japonés que afirma haber encontrado la cruz allí. No puede hacer eso sin pruebas. Es potencialmente calumnioso.

—¿Podría provenir de la tumba de Paestum?

—No me está escuchando…

—Sí lo hago, y aprecio mucho su cautela en mi nombre, pero tan solo dígamelo. ¡Esa posibilidad tuvo que ocurrírsele también a usted o no me habría enviado el artículo! ¿Esa cruz podría haber sido robada del emplazamiento de Paestum?

—Encaja con las cruces pintadas en las losas de la tumba. El pez es un detalle inusual por las aletas delanteras de gran tamaño que posee. No he visto nada parecido fuera de esa región y en ningún otro sitio en el arte cristiano. Aun así, eso no significa que el enterramiento japonés sea un engaño. Quizá se produjera un movimiento evangélico en aquella época que desconozcamos, originado en Italia pero que viajó hasta Japón…

—No —dijo Thomas—. No es así. Algo está pasando, algo grande. Ed lo descubrió. Tuvo que hacerlo.

—Pensaba que el japonés que murió…

—Satoh —le ayudó Thomas.

—Pensaba que le había dicho que la cruz provenía de Herculano —dijo.

—Pero esa época es demasiado temprana, ¿no? —comentó—. Creo que estaba mintiendo, intentando abrir una vía que me hiciera buscar con más atención. Me estaba empujando a que descubriera algo que él no había sido capaz de averiguar.

—Thomas, escúcheme —le pidió Deborah—. Si se está acercando a lo que hizo que Ed muriera, ellos, quienesquiera que sean, lo sabrán. Necesita salir de ahí antes de que lo maten.

—Quizá —indicó Thomas—. Aún no.

Jim estaba histérico. Cuando la puerta de la caravana se abrió por fin, había suspirado aliviado. Kumi salía sana y salva de tan dura prueba y quizá hubiera averiguado algo útil. Watanabe estaba con ella y juntos se dirigían hasta su despampanante Mercedes, pero, entonces, el arqueólogo recibió una llamada de su móvil.

Jim estaba aparcado al otro lado de la calle y la luz era mala, pero había visto la expresión en el rostro de Watanabe, la manera en que miró a Kumi, sentada en el coche, esperándolo, la manera en que se alejó del coche para concluir la llamada. Y entonces, cuando Watanabe se había metido en el coche, Jim había percibido algo en la manera en que había pisado el acelerador para alejarse de allí, algo que parecía ir mucho más allá de una simple actitud machista.

Estaba en peligro. Lo presentía. No sabía que la tapadera de Kumi había quedado descubierta, pero así era, y todo se estaba viniendo abajo.

Arrancó el Toyota que habían alquilado y los siguió mientras buscaba a tientas el móvil en su bolsillo.

—¿Qué hay de los huesos? —le dijo Thomas a Deborah—. El emplazamiento arqueológico japonés contiene huesos europeos que parecen datar del mismo periodo que la cruz. ¿Podrían provenir de la sepultura de Paestum?

—No —dijo, y esta vez lo hizo con firmeza. El tono cauto de su voz había desaparecido—. Los huesos no perduran en Paestum. El emplazamiento tiene mucha humedad. Ningún hueso de ese periodo ha perdurado.

—Entonces tuvo que obtenerlos de otro lugar —dijo Thomas. La idea se le vino inmediatamente a la cabeza—. Pietro dio por sentado que Satoh era el hombre al que él llamaba Tanaka, pero ¿y si no lo era? ¿Y si monseñor había conocido a un japonés completamente diferente que se hizo llamar Tanaka?

—¿Watanabe? —preguntó Deborah con incredulidad.

—«Lo llevé dentro» —recordó Thomas, y las palabras de Pietro resonaron en su interior—. Eso es lo que me dijo antes de morir. Que era su culpa, dijo. Llevó a Watanabe dentro.

—¿Dentro de dónde?

—El Fontanelle —aclaró Thomas—. Y, consciente de ello o no, Pietro le dio a Watanabe lo que necesitaba.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Deborah. La repugnancia y la indignación de su voz fueron palpables a través de la línea telefónica, a pesar de la distancia.

—Recibió varias cajas antes del descubrimiento. Su ayudante no vio su contenido. Me da la impresión de que eso no es habitual.

—¿Cree que contenían…?

—Huesos —dijo Thomas—. Sí.

Se produjo un silencio momentáneo y, a continuación, Thomas volvió a hablar.

—¿Puedo describirle algunos resultados de laboratorio y ver si puede ayudarme a descifrarlos?

—Por supuesto —le respondió.

Matsuhashi recorrió en silencio la creciente oscuridad del patio delantero. Las puertas del laboratorio de Yamanashi seguían abiertas, como su profesor se había temido. Cualquiera podría estar dentro. Por supuesto, no estaban preocupados por cualquiera. Estaban preocupados por Knight.

No había ningún coche aparcado, pero eso no significaba nada. El estudiante recorrió con rapidez, silenciosamente, el pasillo de la primera planta que conducía hasta las escaleras. Las luces estaban apagadas, algo que también había supuesto. Palpó el cuchillo que llevaba en el bolsillo y se acercó con cuidado allí donde una rendija de luz se abría paso por la puerta astillada del despacho de Watanabe. Avanzó en silencio, cual asesino.