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Thomas fue el primero en ponerse en marcha, pero aun así no apretó el paso hasta llevar subida la mitad de la escalera, movido por una vaga indignación que no acertaba a explicar. Jim iba detrás de él y el abogado (con mayor lentitud) cerraba la marcha. Al llegar a la puerta de la habitación de su hermano, Thomas giró el pomo mientras golpeaba con su hombro la madera, pero la puerta no cedió. Durante un instante juró haber oído movimientos al otro lado y entonces comenzó a golpear la puerta repetidamente con todo su peso y fuerza, repentinamente furioso.
—¡Thomas, espere! —gritó Jim agarrándolo del brazo—. Podría ir armado. Podría…
Pero Thomas no le estaba escuchando. Apretó los dientes y golpeó la puerta de nuevo. Entre el ruido que provocaban sus esfuerzos por intentar abrir la puerta, oyó a Jim decirle al abogado que fuera a llamar a la policía. Entonces la jamba se partió y la puerta se abrió.
La habitación estaba vacía, la ventana abierta. Entró dando tumbos con Jim pegado a él, agarró el marco de la ventana y se asomó para mirar, pero no había ninguna pisada en la nieve.
Todo ocurrió en un segundo: sintió un movimiento a sus espaldas, un crujido amortiguado, y a continuación un gemido cuando Jim cayó al suelo. Parks (si es que ese era su nombre) los había esperado escondido tras la puerta. Ahora que Jim había caído, avanzó amenazadoramente hacia Thomas.
—Espere —dijo Thomas alzando la mano—, ¿qué es lo que quiere?
Pero el hombre no dijo nada. Levantó su brazo derecho y Thomas vio que su puño era enorme, con forma de garrote, como si llevara un guante ridículamente grande o se hubiese enrollado algo muy pesado alrededor de la mano.
Thomas se apoyó contra la ventana. Sintió la repisa contra la parte trasera de sus muslos. Alzó los puños y separó las piernas, esperando a que el otro hombre se le acercara. Jim seguía inmóvil en el suelo.
Parks le mostró entonces su otra mano y Thomas sintió cómo el corazón le daba un vuelco, no solo por lo extraño que era lo que portaba, sino también por temor a su propia seguridad. El hombre blandía lo que a todas luces parecía una espada, corta (de menos de medio metro) con el filo en forma de hoja y aspecto mortífero. Era el arma de un psicópata o de un fanático. Thomas se tambaleó. No sabía qué hacer.
—No tenemos que hacer esto —dijo con voz temblorosa.
—Au contraire —respondió el hombre con una sonrisa de oreja a oreja. Dio otro paso y trazó un amplio arco con la espada hacia el rostro de Thomas.
Este reaccionó instintivamente y se agachó, dándole un manotazo a la hoja con la mano izquierda mientras intentaba golpearle con la derecha. Sintió el ardor del frío acero de la espada contra su palma abierta, un dolor tan agudo y repentino que tardó unos instantes en percatarse de que lo que había cogido había sido la parte posterior de la hoja y no el filo. Parks giró el hombro hacia él, esquivando su golpe, y fue en ese instante cuando golpeó con su mano derecha un lado de la cabeza de Thomas. No llevaba un guante, ni tampoco ninguna tela enrollada alrededor del puño. Aquello era tan duro y resistente como el hierro y mandó a Thomas directamente al suelo, como si le hubiesen cortado las piernas. Durante un instante no vio más que oscuridad y, a pesar de que sabía que estaba cayendo, no pudo hacer nada para evitarlo.
Apenas si hizo ruido al desplomarse sobre la alfombra y, a pesar de que no perdió por completo la conciencia, durante unos segundos estuvo tan desorientado que no podía moverse. Percibió a Parks vagamente mientras este pasaba por encima de su cuerpo herido. Thomas supo que había escapado por la ventana mucho antes de estar en condiciones de poder hacer algo al respecto.
Incluso cuando ya hubo recuperado por completo la conciencia, Thomas permaneció donde estaba. Se tocó con cuidado la parte trasera de la cabeza donde había sido golpeado y solo entonces se encorvó y se puso en cuclillas. A escasos centímetros de distancia, Jim gimió de dolor.
—Todo ha ido bien —dijo Thomas.
—¿Qué demonios era aquella cosa?
—¿La espada?
—¿Espada? ¿Qué espada? —preguntó Jim—. No he visto ninguna espada.
—Creo que ya le habían noqueado por aquel entonces —dijo Thomas mientras apoyaba su peso contra la pared y se sentaba inerte sobre el suelo.
—Tampoco es que usted lo hiciera muy bien, Rocky —replicó Jim—. Por todos los demonios, ¿con qué me golpeó?
—Con lo mismo que me golpeó a mí —respondió Thomas—. Era como un guante de metal. Algo a medio camino entre un guante y un puño de hierro. ¿Se encuentra bien?
—Creo que sí. ¿Y usted?
Thomas se incorporó lentamente y solo asintió una vez estuvo erguido y el suelo dejó de dar vueltas.
—Podía haberme partido el cráneo con aquello —dijo—. Prefiero no pensar lo que podía haber hecho con la espada.
Jim se estaba pasando los dedos por la sien izquierda. Tenía un hilo de sangre donde el golpe le había levantado la piel, pero el corte no era nada en comparación con el chichón que le estaba creciendo.
—«Espere», le dije —entonó—. «Podría ir armado», le advertí. Pero no. Al otro lado del cuadrilátero, desde la Tierra de los Idiotas, tenemos a Thomas Knight.
—Gracias —dijo Thomas—. Lo siento.
Se volvió y se asomó por la ventana. Vio que las pisadas sobre la nieve del maltrecho tejado terminaban de manera confusa en el borde de este. Se estiró para intentar ver la calle, pero el impostor no estaba allí. Ni siquiera pudo deducir adónde conducían las pisadas.
Maldita sea.
No estaba seguro de por qué estaba tan enfadado y mientras permanecía asomado por la ventana, el frío y la ira parecían golpearlo de manera que no hacían sino empeorar su sensación de ser un estúpido inútil y de que se habían burlado de él. Soltó una palabrota para sus adentros y se volvió hacia Jim, que estaba intentando sentarse en la cama. Todavía se agarraba la sien. El abogado apareció por la puerta.
—¿Todo bien? —se interesó.
Thomas le lanzó una mirada torva.
—Genial —contestó Jim, sardónicamente optimista.
—Estaba buscando algo —afirmó Thomas mientras se sentaba al lado de Jim en el borde de la cama y observaba el caos en que se había tornado la habitación: los papeles desperdigados por el suelo, los libros tirados, los exiguos restos de la vida de su hermano desparramados sin remordimiento ni respeto alguno…
—Me preguntó si yo era Knight —dijo, mientras intentaba recordar—. Di por sentado que se refería a mí, pero creo que se refería a mi hermano. Dijo que su nombre era Parks y supuse que era el abogado, pero creo… no estoy seguro. No conocía a Ed en persona, pero creo que vino expresamente a verlo. Creo —añadió y, una vez hubo caído en la cuenta, se inquietó—, creo que no sabía que mi hermano estaba muerto.
Jim frunció el ceño.
—No sé qué hacer con todo eso —dijo mientras se masajeaba la cabeza.
—Yo tampoco —respondió Thomas.
—¿Falta algo? —preguntó Jim mientras cogía uno de los libros y lo observaba.
—No tengo ni idea —contestó Thomas—. No había mucho que robar excepto papeles y, si falta alguno, nunca lo sabremos.
Se detuvo justo delante de una caja volcada y vio la foto de la boda en el suelo, ligeramente doblada.
—Espere —dijo—. Falta algo. Un pequeño pez de plata. ¿Sabe a cuál me refiero?
Jim negó con la cabeza.
—La policía va a enviar a alguien —explicó el abogado—. Han dicho que no toquemos nada.
—Me preguntó dónde había muerto Ed —comentó Thomas, más bien para sí—. Le dije que no lo sabía. Me sentí mal por ello… por no saberlo, quiero decir. Creo que quería saberlo. No sé por qué, pero…
—No sé dónde estaba —señaló Jim—. En algún lugar del Extremo Oriente. Había estado en Italia, y luego en Japón, pero no creo que muriera allí.
—¿Japón? —repitió Thomas. Todos aquellos sentimientos encontrados volvieron a aparecer, como ocurría cada vez que alguien mencionaba Japón. Era como si lo golpearan de nuevo, solo que esta vez el golpe se tornó en un frío aturdimiento que traslucía cierta aprensión. Era como despertarse y saber que algo terrible había ocurrido el día anterior pero ser incapaz de recordar de qué se trataba—. ¿Qué estaba haciendo en Japón?
—No lo sé —aseguró Jim—. Podríamos llamar a la orden. A los jesuitas, quiero decir.
Thomas lo miró y a continuación asintió, lo que hizo que su cabeza zumbara de nuevo de dolor.