20
El padre Pietro estaba arrodillado en el banco delantero de la capilla, terminando de recitar para sí el Ángelus. Sus labios susurraban tan familiares palabras mientras su mente intentaba, sin demasiado éxito, centrarse en su contenido. Tan pronto como terminó la oración, se sentó.
—Perdonami, o’ Signore.
Perdóname, Señor, pensó. Estoy distraído. De nuevo.
Llevaba un tiempo así, y no era el único que lo había notado. Giovanni se había despojado de la poca cercanía que habían compartido cuando llegó el joven sacerdote, se había vuelto distante con él. Pietro no podía culparle. Sabía que todos pensaban que era reservado, paranoico, emocionalmente imprevisible y, hablando más en general, raro; cualidades todas que se habían intensificado desde que Eduardo se marchara. La noticia de que el sacerdote estadounidense había muerto había golpeado a Pietro con dureza, inmovilizándolo, sumiéndolo en un ánimo lúgubre que había durado días y que lo había perseguido a cada paso.
Y luego estaban los rumores, siempre conectados de alguna manera al Fontanelle. Pietro no los creía, claro está, y quiso culpar de aquellos rumores acerca de un extraño merodeador nocturno a una combinación de su propio comportamiento antisocial y a la imaginación hiperactiva de las novicias, que confundían el retiro espiritual con una especie de campamento de verano. Pero los rumores habían comenzado cuando Eduardo fue a visitarlos y habían terminado cuando él se había marchado. Ahora que el hermano de Eduardo estaba fisgoneando, los rumores habían comenzado de nuevo.
Pietro no le había dicho nada a nadie, pero el día anterior un joven monje benedictino de Roma le había informado de que se había levantado por la noche convencido de que había alguien (o algo) en su habitación. Pietro no le habría dado demasiada importancia si no fuera porque el monje le habló del mismo ruido que había oído un joven dominico durante los últimos días de la estancia de Eduardo: una respiración bronca, larga, que se tornaba en un gruñido gutural, como el gruñido de un gato enorme.
Pero no había sido un gato. Porque a menos que el monje se lo hubiera imaginado todo, lo que había estado en su habitación no se parecía a nadie ni a nada de lo que había visto en la casa de retiro espiritual durante el día, ni a nada que los benedictinos o los dominicos hubiesen visto jamás en sus vidas. Algo tan inquietante que no podía expresarse con palabras…
Olvídalo. Tan solo son terrores nocturnos y gente que quiere un poco de atención. Solo Dios sabe cuánta gente así hay en las órdenes religiosas…
Pero esa mañana, poco después del alba, había abierto la capilla para los maitines y había encontrado… ¿qué? Había dado por sentado que se trataba de un perro, quizá el que veía de vez en cuando en la calle que daba a la iglesia, aunque era imposible estar seguro de ello dado el estado en que había quedado. Había tardado una hora en limpiar todo, y el aroma dulzón de la sangre seguía en el aire. El asesino (suponiendo que era un hombre) debía de haber tardado casi el mismo tiempo en hacer aquello. Pietro rogó a Dios por que el animal ya estuviera muerto antes de que lo peor empezara.
Supuso que tendría que hablarle a Giovanni de ello. Tarde o temprano tendría que hacerlo.
¿Y cuánto le contarás?
Pietro sabía que a Giovanni, un hombre sensato y serio, no le gustaba el Fontanelle. Aquello siempre pendía entre los dos como una enfermedad demasiado dolorosa para ser mentada, así que el joven sacerdote solo había oído hablar del lugar por los susurros sombríos de quienes nunca habían estado. Giovanni probablemente había esperado que, con la renuncia de la Iglesia para que el Fontanelle fuera cedido a la ciudad y los planes para que el lugar se abriera de nuevo al público, Pietro lo dejaría estar. Pero había sucedido justo lo contrario. No podía evitarlo. Había pasado más tiempo allí que nunca antes, regresando a escondidas a todas horas y sintiéndose a la defensiva y sospechoso.
Y culpable.
Los católicos siempre se sentían culpables. Venía con la creencia.
Pero hay quienes solo se sienten responsables por el pecado, y otros que se lo ganan a pulso. No está de acuerdo, ¿monseñor?
Por favor, Jesús, pensó, no deje que sea culpa suya. No deje que sea él quien…
¿Lo despertara?
Sí. Por favor, Dios. Eso no.
Sí, monseñor. Rece. Pero no rece por lo que haya podido hacer ya. No rece por lo que ya es pasado. Rece por lo que todavía puede ocurrir. Por lo que ya ha comenzado.