16

Thomas se había bajado del taxi nervioso y algo mareado. El tráfico había sido incesante y parecía desplazarse al azar y a gran velocidad por las antiguas calles empedradas. En dos ocasiones creyó que iban a atropellar a los peatones que apretaban el paso delante de ellos, aunque lo que sí golpearon fue el espejo retrovisor de una furgoneta cuyo conductor respondió con una lluvia de bocinazos, si bien sin reducir la velocidad. Incapaz de hacerse entender con el taxista italiano, le había sacado un puñado de billetes y el hombre se había limitado a cogerle diez euros antes de volver a la calle con su abollado Fiat turquesa.

Thomas arrastró su equipaje tras él y entrecerró los ojos para ver los nombres de las calles grabados en los laterales de los edificios que hacían esquina, se giró un par de veces y finalmente encontró la calle en cuestión. Allí, donde el sol era menos insistente y el ruido del tráfico menos ensordecedor, encontró una enorme puerta en forma de arco situada entre una panadería y un bar. La puerta mediría unos seis metros de alto y estaba cubierta de pintura verde antigua y tachonada de clavos ennegrecidos por el paso del tiempo. Llamó al timbre, que se encontraba en la boca de un león de bronce, y esperó.

Esa era la iglesia de Santa Maria delle Grazie y, más concretamente, la casa de retiro espiritual donde el hermano de Thomas había pasado algunas de las últimas semanas de su vida. Thomas, cuyo italiano no iba más allá de las pocas frases que había mirado en la guía mientras iba en el avión, estaba inquieto. Los próximos instantes, si es que alguien abría la puerta, iban a ser incómodos en el mejor de los casos.

Una puerta más pequeña situada dentro de la puerta grande chirrió y se abrió, como el portal de un sueño, y un hombre joven salió a recibirlo. Llevaba sotana negra, el pelo cuidadosamente cortado y miró con franqueza a Thomas a través de sus gafas ovaladas sin montura. Thomas comenzó a disculparse en inglés, pero antes de que pudiera decir algo más se produjo un cambio extraño en el rostro del hombre. Sus ojos se abrieron de par en par y dio medio paso hacia atrás. Tenía la boca abierta, pero no dijo nada. Parecía confundido, incluso asustado.

Las disculpas de Thomas se aceleraron.

—Lamento mucho aparecer así —dijo—. No hablo italiano. Espero que no sea un mal momento. Soy Thomas Knight. Mi hermano Ed estuvo aquí el año pasado. Era un sacerdote estadounidense.

—Usted es su hermano —dijo el sacerdote mientras su vacilación desaparecía tan rápido como había llegado—. Sí, ya veo. Entre.

Thomas lo siguió por un pasillo oscuro y abovedado en el que había varios grados menos de temperatura que en el exterior y al fondo vio un patio lleno de luz y naranjos en los que la fruta, que todavía no estaba madura, colgaba de forma inverosímil. Cuando la puerta que tenía tras de sí se cerró, el ruido de las calles cesó y se sintió como si estuviera en una casa de campo.

—Soy el padre Giovanni —dijo el joven. Le tendió una mano fuerte y aceitunada y Thomas se la estrechó una vez, sonriente.

—Tendría que haberles avisado de que iba a venir —comenzó Thomas de nuevo—, pero decidí venir de improviso.

El italiano lo miró como si no hubiera entendido la frase, pero Thomas hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

—¿Tiene ya dónde quedarse? —dijo el sacerdote—. Creo que tenemos una habitación disponible por unos días, luego la casa estará completa. Vienen franciscanas. Monjas de Asís.

—Un par de días estaría bien —dijo Thomas, contento de no tener que aventurarse de nuevo en el tráfico de la ciudad en busca de un lugar donde pasar la noche. Le dolía la pierna de la caída en el zoo y estaba agotado. Podría dormir durante un par de horas antes de salir a cenar, y entonces reflexionaría sobre qué intentaba conseguir exactamente con aquel viaje, aparte de permanecer lejos de Chicago por razones de salud.

—Creo que su hermano dejó algunas cajas —dijo el sacerdote mientras lo conducía por el patio hasta unas escaleras de piedra.

Thomas se quedó inmóvil.

—Quizá quiera verlas —dijo el sacerdote.

Fue como atravesar un chaparrón. Tras oír aquella frase, quedó limpio de todo signo de cansancio.

—Sí —dijo Thomas—. Ahora mismo, si no le importa.

La habitación que le había dado el sacerdote consistía en una cama, un arcón antiguo con cajones, un escritorio con una silla y un crucifijo de madera sobre el ladrillo enlucido de blanco. Caminó por las frías baldosas de terracota con los pies descalzos y a continuación se puso un par de sandalias y regresó sobre sus pasos. El padre Giovanni lo estaba esperando al principio de las escaleras con una pesada llave de hierro en su mano.

—Por aquí —dijo.

Dejaron atrás un largo comedor común y la puerta abierta de una cocina que olía a pan recién horneado y a romero mientras hablaban del vuelo, del tiempo que hacía en Chicago y de cuándo servían las comidas. No hubo mención alguna al dinero.

A los pies de otra escalera, el sacerdote saludó a una monja que llevaba un hábito marrón y a continuación lo llevó hasta una especie de almacén lleno de cajas.

—Esas dos pertenecían a Eduardo —dijo—. No le conocía bien, pero creo que era un hombre… —se detuvo para encontrar la palabra adecuada— interesante.

Sonrió al recordarlo y a continuación salió del almacén, cerrando la puerta tras de sí.

Thomas se quedó inmóvil durante un instante y a continuación cogió una de las cajas y la abrió. Dentro había libros, algunos en inglés, otros en italiano, y unos pocos en otras lenguas entre las que se incluían el latín y el francés. La mayoría de los libros parecían obras de teología, exégesis bíblicas, arqueología e historia de la Iglesia. Algunos de ellos parecían más científicos y había varios escritos por un tal Teilhard de Chardin. Pero fueron los papeles y diarios los que llamaron la atención de Thomas. Se acercó y sacó una libreta fina. Dentro había unas listas y anotaciones garabateadas con la escritura familiar y titubeante de su hermano. La primera página tenía de título: «Pompeya».

Thomas sonrió vagamente ante la erudición de su hermano, pero alzó la vista cuando el sonido de voces elevadas le llegó desde el pasillo exterior. Dos hombres, uno de ellos enfadado y hablando en voz alta, se acercaban al almacén.

Sin pensarlo dos veces, Thomas se guardó el diario en el interior de su chaqueta en el mismo y preciso instante en que la puerta se abrió y un hombre irrumpió dentro. Estaba gritando, tenía el rostro rojo de la ira y sus ojos se posaron en Thomas. Tras él, intentando alcanzarle a toda prisa, y con aspecto de alarmado y titubeante, estaba el padre Giovanni.

El primer hombre (también sacerdote, a juzgar por su ropa) tendría unos sesenta años, era grande y ancho de espaldas, y poseía una voz estruendosa. Hendió su dedo índice en el pecho de Thomas sin cesar de soltar improperios en italiano. Thomas alzó las manos con los dedos bien extendidos.

—Dice que tiene que irse —dijo el joven sacerdote—. Dice que este lugar es solo para religiosos. No puede quedarse.

—¿Por qué? —dijo Thomas—. ¿Qué he hecho?

Otro rápido intercambio de palabras en italiano. La temperatura del anciano sacerdote parecía subir por momentos.

Thomas bajó las manos y miró al padre Giovanni, que se encogió leve y lentamente de hombros.

—Le dije quién era —dijo—, pero me dijo que esta es una propiedad de la iglesia hasta que la orden diga lo contrario.

—El padre Eduardo era mi hermano… —comenzó Thomas en un tono más conciliador.

—¡Váyase! —gritó el hombre de repente—. Ahora.

Y entonces se produjo el silencio, salvo por la respiración agitada del iracundo sacerdote. Sus ojos permanecieron fijos en Thomas mientras resoplaba como un toro preparándose para atacar.

—Estas son las cosas de mi hermano —dijo Thomas con una calma que no sentía—. Tengo derecho a echarles un vistazo.

El anciano sacerdote masculló algunas palabras en italiano y el desasosiego del padre Giovanni se incrementó todavía más. Thomas entendió la palabra «polizia».

—Me está diciendo que llame a la policía —dijo el sacerdote joven.

—Sí, eso lo he entendido.

—Lo siento.

—¿Y no puedo quedarme esta noche?

—Hay un hotel doblando la esquina —le informó el joven sacerdote, claramente avergonzado—. El Executive. Lo siento.

Thomas miró al otro sacerdote, pero su ira no había cedido ni un ápice.