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Peste se sentó en una silla de hierro forjado, haciendo todo lo posible por que su presencia pasara inadvertida mientras tomaba un expreso y observaba a un grupo de críos andrajosos jugar al fútbol en un callejón lleno de ropa tendida que había al otro lado de la plaza. No había nadie más en aquel diminuto café de Nápoles ni tampoco habría sitio donde sentarlos si alguno llegara. De vez en cuando alguien pasaba por allí y charlaba con el propietario detrás de la barra, si bien esas visitas parecían tan sociales como profesionales, aunque no vio ningún dinero cambiando de manos. Alguien pasó veloz a lomos de una scooter y Peste observó como el sol se ponía tras unos edificios otrora elegantes con fachadas del siglo XVIII llenas de suciedad y cuyos pisos inferiores estaban cubiertos de carteles de las elecciones y de una pintada que estaba presente en toda la ciudad. En mitad de la plaza, bocinazos y aglomeraciones alrededor de una estatua ecuestre olvidada, por lo que alguien que no estuviera escuchando con especial concentración no habría podido escuchar el sonido del móvil.

Peste lo oyó y no miró quién lo llamaba. Solo el Destructor del Sello tenía ese número.

—¿Sí?

—El objetivo llegará en esta hora —dijo el Destructor del Sello sin preámbulos—. Irá a Santa Maria delle Grazie. Será mejor que lo espere allí.

—Ya estoy en posición —dijo Peste, y sonrió.

El jinete del caballo blanco, el primero de los cuatro jinetes del apocalipsis llamados por el Destructor del Sello en el libro del Apocalipsis, había sido objeto de numerosas interpretaciones a lo largo de los años, aunque con toda probabilidad aquella figura provenía de los partos, los arqueros a caballo que aterrorizaron a la Roma del siglo I. Una de sus tácticas preferidas era galopar fingiendo una retirada para después girarse sobre sus monturas y recibir a sus perseguidores con una lluvia de flechas: el llamado disparo parto o de Partia. La infalible duplicidad de aquella estrategia avivó el interés de los lectores de la Biblia que se mostraban partidarios de una lectura menos histórica y más alegórica de la extraña simbología del libro. Para ellos el color blanco del caballo combinado con el uso traicionero del arco sugería un engaño y falsedad especialmente letales. A Peste, o a aquella versión moderna del jinete que bebía café expreso, le gustaba. ¿Qué sentido tenía el uso de una maldad asesina si podías verla venir a un kilómetro de distancia?

Aquel último pensamiento suscitó una posibilidad delicada y embarazosa.

—¿Están los demás aquí? —preguntó Peste.

—No necesita saberlo.

—Podríamos entrometernos en el trabajo del otro —dijo Peste con un arrebato de irritación.

Se produjo un breve silencio al otro lado del teléfono y Peste se tensó.

No deberías haber preguntado. Él sabrá a lo que realmente te refieres.

—Habrá otros agentes en el campo —dijo el Destructor del Sello.

Peste tomó aire. Se escucharon los bocinazos de un taxi.

—¿Hambre?

—Ya está allí —dijo el Destructor del Sello.

Los ojos de Peste se cerraron durante un instante y cerró el puño. No tenía sentido decir nada más. ¿Y qué podría decir? ¿Cómo puede alguien expresar en palabras el terror que provoca otro ser humano sin parecer débil o irracional?

—De acuerdo —dijo Peste—. Tan solo manténgalo lejos de mi camino.

La llamada se cortó y Peste se tomó el último trago de café con un gesto que pareció resuelto, a pesar de la forma en que la taza había tintineado en el platillo.

Casi al mismo tiempo, Thomas Knight llegó a la plaza. Estaba entrecerrando los ojos por el sol, tambaleándose por el peso de la bolsa y rezumando ese aire de ansiedad y perplejidad tan común en los turistas de todo el mundo. Su ropa lo delataba (estadounidense) así que ya destacaba y parecía fuera de lugar mucho antes de que se detuviera para echar un vistazo al mapa de su guía. Parecía como si renqueara un poco.

Peste sonrió y apartó la vista de él, dejando esta vez la diminuta taza de expreso en la mesa con pulso firme.