3

La habitación de Ed era triste y pequeña. El mobiliario (mínimo) era barato, viejo y estaba manchado por años de uso. Aparte de una exigua colección de ropa, solo había libros, papeles, una carpeta a rebosar cerrada con gomas, un viejo transistor y un par de cajas de zapatos de restos de muestrario, todo apilado sin orden ni concierto en un par de estanterías de tablas y bloques de hormigón ligero. Aquel lugar parecía menos la casa de un sacerdote que una habitación que había sido desocupada a toda prisa. Había un crucifijo colgado en la pared, pero aquel sitio no tenía más decoración que un calendario de Amnistía Internacional. Como Jim había dicho, no había nada allí, casi seguro que nada de valor. El viaje de Thomas (salvo por la pizza y el partido de baloncesto) iba a concluir probablemente en una hora. Si lo hubiese sabido, no se habría molestado en ir. Ahora tendría que matar el tiempo hasta que llegara el abogado con el papeleo.

Se sentó en la cama. El colchón era fino e irregular, con los muelles presionando insistentemente a través.

¡Dios, qué lugar!

Parecía vacío, triste: no muy diferente a su casa, pensó Thomas con ironía. Aquello era lo que Ed había escogido, a lo que se había dedicado, sacrificando solo Dios sabe qué por aquella pequeña y vacía celda con un crucifijo barato como compañía. Thomas había encontrado cierto consuelo en decir que la vida de Ed era una huida, una forma de eludir los asuntos del día a día (tan nocivos para el alma), pero ahora que estaba sentado allí tenía que admitir que si su hermano hubiese pensado en aquellos términos se habría visto tristemente desilusionado. Pero Thomas sospechaba que su hermano había sabido muy bien en lo que se metía y, quizá de una forma más reveladora, en lo que no.

Thomas cogió una de las cajas y la vació con cuidado sobre la cama. La mayoría de las cosas parecían trastos (una entrada de un partido de los Cubs, fotos desenfocadas y gastadas, una cinta de casete llena de polvo, una extraña baratija de plata en forma de pez, un lápiz casi gastado), pero él los había guardado a salvo como si otrora hubieran sido especiales, como si hubieran significado algo para él. Aquel pensamiento le deprimió.

Echó un vistazo a las fotos y se quedó sin habla. Su propio rostro lo observó desde la foto, un rostro sonriente y seguro de sí mismo que Thomas había buscado en el espejo durante los últimos seis años. Al lado de Thomas estaba su hermano, vestido con el traje clerical (las vestiduras, el alzacuellos, las lecturas), pero de algún modo se seguía pareciendo al hermano que le había enseñado a lanzar la bola con efecto cuando jugaban al béisbol o que le había mostrado los mejores cómics. Y al lado de Ed estaba Kumi, con su largo cabello negro recogido en un moño japonés muy adecuado para la ocasión y un vestido de novia tan blanco y brillante que apenas si la cámara acertaba a capturarlo. Todos estaban sonriendo, radiantes de felicidad, en el jardín lleno de hierbajos situado a pocos metros de donde se hallaba en ese momento. Thomas cerró los ojos y se permitió recordarla, algo que rara vez hacía, sintiendo de repente su ausencia tal como la había sentido cuando se marchó.

La foto tenía casi diez años, pero ella se había marchado hacía más de cinco. A Thomas le llamó la atención percatarse de que el día de su boda había sido el principio del fin de la relación con su hermano. Siempre habían sido un tanto distintos, pero aquel día, ese mismo día, había sido su último momento de armonía. La siguiente vez que vio a Ed las cosas ya estaban torcidas. Los tres nunca más aparecieron juntos y sonrientes en una foto.

Cuando el timbre sonó por vez primera, él hizo caso omiso, pero cuando sonó dos veces más, pensó que quizá era el único que se encontraba en el edificio. Después recordó al abogado que iba a llegar para reunirse con él acerca de los (ridículamente denominados) «bienes» de su hermano. Bajó lentamente por el estrecho pasillo y las destartaladas escaleras, deteniéndose tan solo un instante en el que se preguntó qué haría si se trataba de un vagabundo tal como Jim había supuesto que él era, o alguien con alguna acuciante crisis espiritual. Abrió la puerta y dio un grito ahogado cuando el gélido viento le golpeó con fiereza en la cara.

El hombre que esperaba fuera se había echado unos pasos atrás, como para buscar en las ventanas alguna señal de vida en el interior del edificio. Miró a Thomas durante un segundo sin moverse. En una mano llevaba un maletín negro y la otra la llevaba metida en el bolsillo.

—¿Es usted Knight? —preguntó.

—Sí —contestó Thomas, un tanto desconcertado por la brusquedad de aquel hombre—. Entre.

—Parks —dijo.

—¿Perdón?

—Parks —repitió—. Ben Parks.

Pasó al lado de Thomas sin extender siquiera la mano. Rondaría los treinta, tenía el rostro fino, pelo rizado, perilla y una mirada dura que no se posó en Thomas cuando se dirigió a él. El abrigo que llevaba parecía viejo y un par de tallas más grande que la suya. No parecía un abogado.

Thomas lo condujo hasta la espartana cocina.

—¿Quiere ir directamente a la habitación?

El rostro del abogado le recordó al de Jim cuando se dio cuenta de que Thomas no había ido a por limosna.

—¿Su habitación?

—Lo siento —dijo Thomas—. Usted es el abogado que viene para ver las cosas de Ed, ¿no es cierto?

—¿Ed?

—Ed Knight, mi hermano. El sacerdote que ha muerto.

Se produjo otro momento de incertidumbre y los ojos del hombre se entrecerraron. Durante un instante permaneció en silencio, y luego su comportamiento cambió, se le alegró el rostro. Parecía una persona completamente diferente.

—Oh, entonces usted es su hermano. Lo lamento muchísimo. Nunca había visto en persona al padre Knight y no lo conocía por su nombre de pila. Di por sentado que usted era sacerdote.

Thomas se echó a reír.

—No —dijo—. Mi hermano se quedó con el gen espiritual. O el católico. Alguno. A mí me pasó de largo. Entonces —dijo rápidamente por si acaso su confesión hubiese incomodado al abogado (y porque era una bravuconada para nada cierta)—, ¿quiere ver su habitación?

—Sí —contestó el abogado—. Estaría bien.

Thomas lo guió hasta allí.

—¿Lleva mucho en la ciudad? —preguntó Parks.

—Vivo aquí. Bueno, en Evanston —añadió, sin motivo alguno—. En la zona barata. Vine tan pronto como me enteré. Supuse que necesitaría estar aquí un par de días, pero Ed parece haber tenido tan pocas cosas, a menos que sepa de algunos bienes que yo desconozca, que no creo que eso sea necesario. Y sin duda la Madre Iglesia se encargará de que todo esté en orden.

—Sí —dijo el abogado.

Thomas abrió la puerta de la miserable habitación.

Château Knight —dijo.

El abogado permaneció en la entrada y miró cautelosamente a su alrededor sin moverse, como si temiera importunar en la escena de un crimen.

—No creo que haya muchas cosas que quiera quedarme —comentó Thomas—. A menos que resulte que tenga alguna cuenta en el extranjero por valor de millones. Creo que la orden se llevará todo el lote.

—¿Conoce la vida de su hermano, sabe de algo que puede que no encontremos de forma inmediata?

—El coche que está fuera es suyo, creo —dijo Thomas—, pero como mucho valdrá unos cientos de dólares. Quizá pertenezca a la parroquia o a los jesuitas. Probablemente llevara una o dos maletas con él. No lo sé.

—¿Algo más?

—Verá —dijo Thomas—, no estábamos lo que se dice muy unidos. No he ido viendo las cosas una a una.

—Comprendo. Lo siento.

—No busco compasión. Tan solo digo que si habla con la gente de aquí, la gente con la que trabajó, averiguará mucho más sobre él de lo que hará si me pregunta a mí. No sabía nada de él.

Le enfadaba y avergonzaba decirlo, pero hela ahí. La verdad.

—¿Dónde murió?

—¿Disculpe? —preguntó Thomas.

—Dijo que llevaba una o dos maletas con él. ¿Estaba de vacaciones en alguna parte?

—Algo así —respondió Thomas mirando por la ventana—. No lo sé.

—¿Y no sabe dónde? —Parks sonó ligeramente incrédulo, irritado incluso.

—No —repitió Thomas cansado y con una creciente sensación de fracaso y humillación—. En el extranjero. Lo siento. ¿Importa acaso?

El abogado dudó un instante, sus ojos parecieron vacilar, y entonces la sonrisa regresó a su rostro, llena de confianza, como si quisiera restar importancia al asunto.

—No lo creo —dijo.

—¿Tiene algún inconveniente si le dejo solo? —preguntó Thomas—. Debo salir de aquí.

—No hay problema —respondió el abogado—. Si le necesito, pegaré un grito.

Agradecido, Thomas se dirigió a la planta de abajo.

Thomas llevaba veinte minutos sentado en la cocina, mirando su taza descascarillada, deseando que hubiera algo con que llenar el silencio, deseando volver a casa. Después de todo, nada había para él allí. Había sido tal como se lo había esperado. Si esa era la manera de cerrar aquel episodio, era una manera anodina y muy decepcionante, aunque tampoco sabía muy bien qué más podía haberse esperado. De repente, se puso en pie, cogió un boli que llevaba en la chaqueta y buscó en los bolsillos algo donde escribir. Estiró sobre la mesa una servilleta arrugada y garabateó rápidamente:

«Jim. Me vuelvo a casa. A menos que encuentren algo sorprendente, ocúpese de que todas las cosas de Ed vayan a la gente y a las causas que le interesaban. Ninguna de ellas dos me incluye a mí y usted podrá juzgar mejor qué habría deseado él. Lamento lo del partido. Gracias. T. K.»

Miró la nota. Valdría. Se sentía un poco chapucero, como si fuera a lo fácil, pero aquel no era el momento para ser el guardián de su hermano. No lo había sido en los últimos seis años. ¿Por qué fingir lo contrario ahora?

Se disponía a ir hacia la puerta principal cuando la escuchó abrirse y el viento de la calle arrastró hasta él voces de hombres: Jim, y alguien más. Thomas cogió la nota y se la guardó rápidamente en el bolsillo en el momento en que el sacerdote entró en la cocina.

—¿Todo bien, Thomas? —dijo Jim—. Este es el padre Bill Moretti. Nos hemos encontrado en la calle.

El otro hombre tenía unos sesenta años y estaba encorvado, pero sus ojos eran vivaces e inteligentes.

—Lamento mucho su pérdida —dijo extendiéndole la mano.

—Gracias —dijo Thomas.

—¿Quiere que empecemos ya? —preguntó Jim mientras miraba expectante a Thomas y al otro hombre, que se estaba quitando un abrigo totalmente pasado de moda.

—¿Empezar con qué? —contestó Thomas.

—Lo siento —se disculpó Jim. Sonrió por su distracción—. Este es el abogado que ha venido para revisar los bienes de su hermano con usted.

Durante un segundo, Thomas no pudo hacer otra cosa que quedarse allí, inmóvil.

—Si usted es el abogado —dijo finalmente—, ¿quién está arriba?