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Parks se detuvo justo en el interior de la cueva y se quitó la bolsa de nailon. No habló, ni actuó como si supiera que había alguien allí con él.
Thomas no podía ver mucho más que una silueta, puesto que la única luz (que provenía del túnel de entrada) estaba detrás de Parks, pero sabía que en cuanto los ojos de este se ajustaran a la oscuridad, sus posibilidades de permanecer sin ser visto se desvanecerían. El lugar no era tan grande. Podría echar a correr y pasarlo, cogerlo desprevenido, pero no había manera de salir de allí inadvertido, y con la rodilla así tampoco podía confiar en su velocidad. Supuso que tendría que enfrentarse a él…
¿Jugar a ser el héroe? Eres un profesor de inglés de instituto. O lo eras…
Tenía que salir de allí.
Intentó recordar todo lo que había oído acerca de la ciudad, la erupción, la posterior excavación, cualquier cosa que le proporcionara otra opción que no fuera permanecer agachado en la oscuridad, esperando a que Parks lo viera. Si ese hombre no estuviera tan centrado en lo que quiera que estuviese sacando de su bolsa, ya lo habría hecho.
Thomas comenzó a moverse, desplazándose con cautela a su derecha, pegado a la pared de la cueva. Las excavadoras (durante el reinado de los Borbones) se habían desplazado de manera casi aleatoria por la antigua ciudad, echando abajo túneles y zanjas, saqueando el lugar en busca de estatuas y otros objetos para sus colecciones privadas. Quizá había más de una forma de entrar en la cueva, quizá habían excavado otros túneles en la toba una vez se halló la estructura en forma de cruz. Dio otro paso terriblemente silencioso mientras las puntas de sus dedos trazaban el suave contorno de la roca a su espalda en busca de un nicho, un hueco de algún tipo donde se pudiera esconder. Thomas escuchó un sonido metálico inconfundible. Parks estaba colocando su equipo.
¿Un trípode?
Un instante después escuchó el leve y creciente silbido de un flas al cargarse y una oleada de pánico se apoderó de él. Le quedaban pocos segundos de invisibilidad.
Se movió con temeraria prisa por la pared de la cueva, pegándose a la pared mientras contenía la respiración; el sudor le caía por la frente a pesar del frescor de la caverna. Y de repente, cuando el flas estaba a punto de dispararse, encontró un espacio vacío detrás de él.
Thomas se agachó y se metió en él justo en el instante en que la caverna quedó iluminada por la luz blanca y azulada de la cámara. Las sombras saltaron y desaparecieron en un segundo. ¿Lo había visto? Esperó mientras escuchaba el desesperante golpeteo del obturador, a continuación el zumbido del flas y entonces, cuando Parks disparó otra foto, Thomas dio otro paso atrás, hacia la oscuridad del nicho.
Pero no era un nicho, como descubrió cuando se dio la vuelta y vio que todavía podía adentrarse más. Era un túnel, solo que este le llegaba a la altura de la cintura, uno de los túneles que las excavadoras habían abierto doscientos cincuenta años atrás. Tendría que arrastrarse, y tendría que hacerlo en absoluto silencio puesto que cada ruido resonaría por la cueva, pero quizás así lograra salir: dando por sentado que había aire suficiente, que las paredes no se fueran estrechando hasta que sintiera ganas de gritar.
Por supuesto, si Parks lo oía, Thomas estaría atrapado…
Mejor asegúrate de que no te oiga, pensó.
Con una lentitud desesperante, Thomas comenzó a reptar por el túnel.
El flas se disparó de nuevo y, aunque sabía que desde la posición del trípode Parks no podía verlo, la luz rebotaba peligrosamente alrededor del túnel. Si Parks variaba su posición solo unos centímetros, vería a Thomas en el mismo instante en que pulsara el disparador.
La piedra estaba fría y dura al tacto de sus rodillas, pero bastante más homogénea de lo que se había temido. Tres metros más adelante el túnel se curvó levemente y la oscuridad se atenuó. Si lograba controlar los nervios (y tenía suerte), en unos segundos más podría ver la luz del día. Podría salir.
Justo antes de la curva del túnel el techo se elevaba y pudo sentarse durante un segundo y descansar el peso de sus doloridas rodillas, pero, cuando lo hizo, notó que algo le rozaba la parte trasera de la cabeza. Algo suave. Se tocó la cabeza por acto reflejo y sintió el peso de algo en su pelo. Algo que se movía mientras él intentaba agarrarlo. Sus dedos rozaron pelo y una sustancia elástica y fría parecida a la piel, pero que terminaba en unas diminutas garras.
Un murciélago.
Se estremeció e intentó librarse de aquella cosa, golpeándose la cabeza con la roca. Se le escapó un gruñido de dolor y asco que intentó reprimir demasiado tarde. Escuchó movimientos rápidos en la caverna a sus espaldas. Parks intentaba averiguar quién estaba allí con él.
Thomas abandonó toda cautela y se incorporó apresuradamente, raspándose la frente contra la toba en un tramo donde el techo volvía a descender. Pero entonces vio una luz que fue creciendo en intensidad hasta tornarse en cegadora y en dos empellones ascendentes (que le dejaron la rodilla derecha ensangrentada) salió del túnel y echó a correr a trompicones por la ciudad antigua como si algo mucho peor que los murciélagos lo estuviese persiguiendo.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó la hermana Roberta al ver su aspecto, lleno de rasguños y polvoriento. Lo dijo con sorpresa y una preocupación que desechó cualquier frialdad que sintiera hacia él por cómo se habían desarrollado los acontecimientos.
—¿Podemos irnos de aquí? —dijo Thomas. Tenía el rostro enrojecido, estaba empapado de sudor y nervioso.
—No creía que encontrara los lugares antiguos tan emocionantes —murmuró mientras subían por las calles hasta la estación de tren.
—¿Qué es eso, humor de monja? —dijo Thomas.
Ella rió.
—Puede contarme su aventura en el tren —dijo.
No lo hizo, claro está. Se inventó una historia acerca de cómo se había tropezado en una de las aceras elevadas y se había caído a los adoquines y ella lo observó con lástima mientras la mente de Thomas deambulaba por todo lo que había visto, por cada una de las imágenes (el contorno del crucifijo, la piscina subterránea, el propio Parks), como si se trataran de teselas de un mosaico, duras y pequeñas, en sus manos, esperando a que él las colocara para que tuvieran sentido. Pero lo único que veía era incertidumbre y confusión.