44
Thomas la dejó justo donde había caído. Probablemente estaría un buen rato fuera de juego y, cuando se despertara, no tendría medio de transporte. Cogió su arma y el móvil y después recorrió el largo camino que conducía hasta el aparcamiento, saltó por encima de la puerta y cogió el coche de alquiler.
El hecho de que Roberta hubiese estado dispuesta a matarlo había desmontado todo en lo que creía que podía confiar. Ahora solo sabía tres cosas: primero, que gente muy poderosa estaba dispuesta a matar para que nadie investigara la muerte de Ed. Segundo, tenía que sacarle todo lo que pudiera al anciano monseñor. Tercero, tenía que salir de Italia todo lo rápida y limpiamente que pudiera. No sabía adónde ir ni cómo iba a llegar hasta allí, pero sin duda Roberta (o como quiera que se llamara en realidad) no trabajaba sola. Si permanecía una noche más en el Executive, estaba seguro de que esa sería su última noche.
Condujo hasta la estación de Herculano y abandonó el coche, resistiéndose al deseo de tomar una cerveza en un bar cercano, y cogió el tren a Garibaldi y un taxi hasta el hotel. En el tren investigó en el móvil de Roberta para ver qué llamadas había realizado o recibido, pero todos los números habían sido borrados.
—La policía le está buscando, amigo —recalcó Brad con una enorme sonrisa. Se encontraba en el bar del Executive con un vaso de zumo de naranja y saludó a Thomas con la mano antes siquiera de que este pudiera recoger la llave—. ¿En qué ha estado metido?
Thomas se puso tenso.
¿Roberta?
No. Todavía no. Y ella no iría a la policía. Tenía que ver con Satoh.
Thomas sonrió débilmente y miró al recepcionista a los ojos.
—Quieren que les llame tan pronto como vuelva —dijo el italiano—. Y, si usted no lo hace, quieren que yo lo haga por usted.
Aquello fue casi una pregunta y Thomas se vio obligado a pensar con rapidez.
—¿Qué le parece si salgo —comenzó con cautela—, para hablar con el sacerdote que hay a la vuelta de la esquina y luego regreso y tenemos esta conversación, usted y yo?
El recepcionista lo observó durante un largo instante.
—Dese prisa —dijo finalmente.
Eran las nueve en punto. Giovanni abrió la puerta de la casa de retiro espiritual y en cuanto lo vio negó con la cabeza.
—Pietro no está aquí —le informó—. Está en su iglesia. Santa Maria del Carmine.
—¿Tiene algún número de teléfono de allí?
—Sí —dijo Giovanni mientras rebuscaba en su bolsillo y sacaba una tarjeta de la casa de retiro espiritual—. El segundo número.
—De acuerdo —dijo Thomas mientras se marchaba.
—No va a hablar con usted —dijo Giovanni.
—No le queda otra opción —dijo Thomas mientras seguía caminando—. Y a mí tampoco.
Se alejó rápidamente del hotel y marcó el teléfono en el móvil de Roberta mientras escudriñaba la calle en busca de un taxi.
Pietro respondió al tercer tono, dando el nombre de la iglesia en un farfullo brusco.
—Soy Thomas Knight, el hermano de Eduardo. No cuelgue.
Desconocía el nivel de inglés que tenía Pietro. Paró de hablar y, durante un instante, el silencio se apoderó de la escena.
—Sí —dijo la voz que había al otro lado del teléfono, sonando como si estuviera muy lejos.
—Voy a ir a verle —afirmó Thomas con determinación—. Ahora. Alguien acaba de intentar matarme.
No sabía cuánto estaba entendiendo de la conversación el anciano sacerdote, si bien tampoco le importaba.
—De acuerdo —dijo el sacerdote.
Thomas se quedó inmóvil. ¿Sin gritos? ¿Ni amenazas? Entonces la voz regresó, lenta, cauta.
—¿Tanaka está muerto? —dijo.
—¿Tanaka? —preguntó Thomas.
—El japonés —dijo Pietro.
—Me dijo que su nombre era Satoh.
—¿Está muerto?
—Sí.
Otra larga pausa y pudo escuchar lo que parecía un suspiro.
—De acuerdo —dijo.
—¿De acuerdo qué? —dijo Thomas.
—Le enseñaré los papeles de Eduardo.
—¿No los quemó?
—No.
El repentino triunfo de Thomas se vio empañado por la ira.
—Pero usted, deliberadamente, hizo que lo pareciera, pero que no pudiera pedir que me dejara verlos de nuevo. ¿Dónde están? Los quiero ahora mismo.
—Tengo que decir messa.
—¿Misa?
—Sí —dijo el sacerdote—. ¿Viene?
—¿Ir a misa? —dijo Thomas con incredulidad.
—Sí. Venga. Rece por mí.
—No —dijo Thomas, rechazando la invitación de mal talante. No estaba de humor para ramas de olivo, sobre todo después del uso que «Roberta» había hecho de la misma artimaña en el Vesubio.
—Solo media hora —dijo el sacerdote.
O bien el sacerdote iba a emplear una liturgia abreviada o tenía pensado decirla rápidamente. Pero no habría nadie allí ni tampoco habría cánticos. Eso haría que fuera más corta. No le había invitado a una misa programada. Solo serían ellos dos.
Puedes ir. Sentarte al fondo. Escuchar, como solías hacer.
No.
—Vaya empezando —dijo Thomas—. Estaré allí para cuando haya acabado.
—De acuerdo —dijo el sacerdote, cediendo finalmente. Se cortó la comunicación.
Thomas cogió un taxi ya pasado el museo y atravesó un laberinto de calles cada vez más caóticas. Allí, como en cualquier otro lugar de la ciudad, las iglesias estaban unidas a los edificios adyacentes y, puesto que carecían de chapiteles, solo se podían identificar por sus puertas ornamentadas y las inscripciones tiznadas que tenían encima. Thomas miró a través de la ventanilla para intentar divisar la iglesia Santa Maria del Carmine conforme las calles se hacían más estrechas y pobres, a pesar de que los edificios habían sido opulentos en otros tiempos. El tráfico allí era más denso, había más coches pequeños y scooters, a menudo sobrecargadas con niños que no dejaban de reír y gritarse entre sí.
Las carreteras adoquinadas de Sanita estaban atestadas también de coches y se estaban recogiendo los mercados provisionales dispuestos en las intersecciones, donde la gente estaba deshaciéndose de bandejas de almejas, cangrejos y mejillones. El taxista se detuvo dos veces para asomarse por la ventanilla y preguntar la dirección. Una joven con una camiseta rosa y gafas de sol de diseño le señaló la calle sin hablar y a continuación se marchó entre bocinazos de coches como si no pudiera verlos o, más probablemente, como si no merecieran su consideración. Los coches se echaron a un lado como si del mar Rojo se tratara y ella bajó por una calle en la que la ropa tendida conformaba una especie de arco del triunfo.
Thomas le pagó diez euros al taxista y este se marchó, aparentemente contento de regresar a barrios más conocidos. Thomas no podía culparle. Nunca se había sentido tan fuera de lugar desde que había llegado a Italia, quizá desde hacía años.
Desde Japón.
No había turistas en esa zona. Se encontraba en el corazón de una comunidad en la que él era una curiosidad. Hasta el momento no había sido testigo de los delitos callejeros de Nápoles, pero de noche y en un lugar como ese se sentía como si llevara un cartel alrededor del cuello. Notó los ojos sinceros, interesados y ligeramente divertidos de la gente fijos en él mientras caminaba por el lugar en el que ellos trabajaban, jugaban y vivían, y se sintió como si debiera disculparse por ello. Lo único que necesitaba ya era que Pietro lo echara de una patada a la calle y entonces quizá sí necesitaría algo más que disculpas para salir de una pieza de aquel lugar.
Estaba completamente oscuro. Las calles no tenían luz.
Genial.
Sintió el peso de la pistola en el bolsillo de su chaqueta.
—¡Hola! —dijo un niño sin camiseta montado en una bici—. ¡Hola, americano!
Tendría unos ocho años quizá. Sus amigos rieron sonoramente y repitieron el saludo. Alguien gritó «Coca-Cola» y volvieron a reír antes de salir corriendo y desaparecer en la noche.
Santa Maria del Carmine era una iglesia de color amarillo claro, adornada con piedra gris. Estaba bien conservada y, si bien era antigua, no era monumental. Vio que la calle se llamaba Via Fontanelle alla Sanita y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se acercó a la puerta de la iglesia y cogió el pomo. Lo giró y la puerta se abrió.