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—No me lo creo —dijo Devlin por el teléfono.

—Gracias, senador —dijo Thomas.

—No es solo un acto de fe, Thomas —dijo Devlin—. Su hermano era un buen hombre, pero no podría responder por usted en un asunto así sin nada en lo que basarme.

—Entonces, ¿por qué me cree?

—Es demasiada coincidencia. Ningún terrorista en su sano juicio dejaría ese material tirado por ahí mientras se va de vacaciones. No tiene sentido.

—Eso no es exactamente una prueba irrefutable, señor —dijo Thomas.

—¿Le han dicho que encontraron ejemplares del Corán y documentos bajados de la Red con escritos religiosos extremistas?

—No, señor.

—¿Entiende el árabe, Thomas?

—No, señor.

—Eso me figuraba.

—Le repito, señor, que esa no es prueba irrefutable…

—No soy solo yo —dijo Devlin—. Hasta los tipos de Seguridad Nacional se muestran escépticos. Algunos de ellos, al menos. Los que no están tan acostumbrados a la oscuridad y vacían el cargador disparando a todo lo que se mueve. Mire, está todo ese material impreso en árabe: libros, panfletos, listas de ordenador. Material que podría provenir de cualquier parte. Pero no hay ningún documento en árabe escrito a mano en todo el lugar. Los libros son todos nuevos, las armas apenas si han sido tocadas, del material para la fabricación de bombas faltan soportes físicos cruciales que pudieran indicar una conexión con Oriente Medio. Esto me huele a estafa.

—Entonces, ¿qué hago?

—Nada —dijo Devlin—. Quédese donde está. Si cree que puede averiguar algo de Ed, hágalo. Deje que examinen todo ese material que han encontrado y vean si pueden sacar algo más que pruebas circunstanciales.

—De acuerdo —dijo Thomas—. Gracias, senador.

—Quiero que entienda, Thomas, que si encuentran sus huellas en esas armas, yo mismo lo colgaré y haré todo lo que esté en mi mano para que sea severamente castigado. ¿Está claro?

—Sí, señor —dijo Thomas—. No se llegará a eso.

Colgó el teléfono y rogó a Dios por que fuera cierto.