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Deborah se había sorprendido de que Cerniga la llamara tan pronto, sobre todo porque parecía inusitadamente tenso. La sorpresa se había tornado en alarma cuando él le había dicho que se dirigía al museo y que estaría allí en menos de media hora.

Le resultaba raro verlo de nuevo, sobre todo en su despacho, pero no había tiempo para recuerdos ni para ponerse al día. Parecía serio, nervioso.

—El trece de marzo se produjo un ataque antiterrorista aéreo en dos series de coordenadas en las islas del suroeste de las Filipinas —explicó—. Fue orquestada no por militares sino por la CIA. Uno de los lugares era una base de operaciones y adiestramiento de Abu Sayyaf. El otro, la playa de tus imágenes por satélite, era una aldea de pescadores. Hasta donde yo sé, no tenía ninguna relación con actividades terroristas previamente al ataque.

—¿Crees que los del Servicio de Inteligencia Especial tenían información acerca de la aldea? —preguntó Deborah.

—No —dijo Cerniga en voz muy baja—. Por eso he venido. Creo que algo salió mal.

—¿Qué quieres decir?

Sacó algunos documentos fotocopiados a toda prisa, muchos de los cuales habían sido censurados.

—El ataque a Abu Sayyaf había sido programado con una semana de antelación, pero aquí no dice nada acerca del otro lugar antes del despegue. Tras el lanzamiento, dos aviones se separaron de la formación para realizar un ataque sobre la isla.

—¿Entonces?

—Entonces —dijo con una mirada significativa—, no veo pruebas de órdenes que les encomendaran hacer eso y, cuando regresaron, se produjo el caos. La base fue cerrada y el personal de emergencia fue desplazado a la isla para recoger a los supervivientes y, al parecer, correr un tupido velo mediático en la zona. El objetivo está casi en la selva, así que dudo que fuera difícil hacerlo.

—¿Y qué hay de los pilotos de los aviones? —preguntó Deborah—. Si estás sugiriendo que actuaron por su cuenta, deben haber sido interrogados o algo, ¿no?

Cerniga sonrió y sacó otra hoja que contenía una lista de especificaciones técnicas y una fotografía de un avión un tanto extraño: largo, estrecho, morro protuberante, un ala descendente y dos alas ascendentes e inclinadas en la cola.

—Te presento al MQ-9A Predator B —dijo Cerniga—. Un avión espía teledirigido.

—¿Teledirigido?

—Sin piloto —confirmó Cerniga—. Se activa por control remoto desde tierra.

Deborah resopló.

—Exacto —dijo Cerniga—. Puede transportar hasta catorce misiles Hellfire y otros pertrechos como bombas GBU-12 guiadas por láser. Tiene un radar de apertura sintética Lynx II y un MTS

—En cristiano, por favor —pidió Deborah.

—Sí, perdona —declaró Cerniga—. Puede encontrar, rastrear y fijar objetivos él solo en tiempo real. Es descendiente del RQ Predator I, que se ha estado empleando como avión de combate desde 2002. En 2003, uno de ellos (bajo el control de la CIA) mató por accidente a un hombre y nueve niños en Afganistán mientras intentaba dar caza a partidarios de los talibanes, y lo hizo lanzando solo dos misiles Hellfire. La nueva versión es mucho más grande, rápida y letal.

—Entonces, ¿cómo demonios se desviaron esos dos aviones de su rumbo y atacaron el lugar equivocado? —preguntó.

—No lo hicieron —respondió Cerniga—. El ataque afgano no fue un accidente en cuanto a que impactara en el objetivo equivocado. Impactó en el objetivo correcto, pero la información de inteligencia era incorrecta. Se trata de un sistema de armas muy sofisticado y, cuando algo sale mal, es generalmente porque alguien hizo alguna tontería.

—O de manera malintencionada —dijo Deborah.

Cerniga frunció el ceño, no quería aceptar esa posibilidad.

—Venga, Chris —le indicó—. Tú mismo lo has dicho.

—Alguien pudo equivocarse con las coordenadas —dijo sin convicción alguna.

—¿Ha habido alguna investigación interna? —preguntó ella.

—Por supuesto —dijo Cerniga—, pero las conclusiones se guardan bajo llave.

—Pero no han despedido a nadie por su incompetencia, ¿verdad?

—Aún no.

—Así que alguien ha ocultado el rastro —discurrió Deborah—. Lo que significa…

—Que pueden hacerlo de nuevo —dijo Cerniga, completando a su pesar el pensamiento de Deborah.