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Jim estaba esperando en un Toyota sedán blanco en la carretera que había en el exterior de la excavación. La prensa se estaba marchando y solo quedaban unos pocos admiradores del arqueólogo.

—¿Está Watanabe aquí? —preguntó Thomas.

—Las chicas creen que sí —respondió Jim—. Supongo que ellas lo sabrán mejor.

—Su ayudante, Matsuhashi, dijo que estaba en el laboratorio en Kofu. No quería que lo viera.

—Puede que sepa por qué —dijo Jim.

—¿Ed vino a Kofu? ¡Oh, mi alma profética!

—Estuvo durante al menos dos días —afirmó Jim—. Unos diez días antes de morir. Se presentó en la iglesia local, comió con ellos, dijo misa al menos una vez y se quedó a pasar la noche.

—Así que no vino exactamente de visita secreta —concluyó Thomas—. ¿Qué demonios estaba haciendo?

—Vendría a este lugar.

—Eso parece —dijo Thomas—, pero no había tal emplazamiento entonces. El descubrimiento se hizo después de que muriera. ¿Qué lo trajo aquí?

—Ahí me ha pillado —confesó Jim—. Entonces, ¿qué hacemos ahora?

—Esperaremos —propuso Thomas—. Vigilaremos de cerca al estimado arqueólogo.

Se produjo un largo silencio.

—En Chicago me dijo que usted era un misionero —dijo Thomas.

—¿Y?

—¿Por qué Estados Unidos necesita un misionero?

—Los católicos estadounidenses ponen demasiada fe en la fe.

Thomas frunció el ceño.

—No se trata solo de lo que uno cree —le explicó Jim—. Tiene que ver con cómo uno actúa, cómo vive el Evangelio, y no me refiero a la forma como se supervisa la moralidad de los demás. Ed también lo veía así. Algunos sacerdotes pueden ser grandes tipos desde la barrera, pero tan pronto como la religión sale a relucir se ponen la sotana. Lo único que ofrecen son normas y tópicos moralistas. Ed no. Ed lo entendía.

—¿Entender el qué?

Jim se quedó pensativo durante un instante.

—Ser cristiano significa estar con los pobres y los oprimidos. Compartimos sus cuerpos como Cristo compartió el suyo. Participamos en sus vidas, en sus condiciones sociales, en su entorno político y económico.

Thomas lo miró. Recordó lo que Hayes le había dicho acerca de un desahucio y se preguntó si los principios de Jim se habrían visto recientemente puestos a prueba. Quería preguntarle, pero otras preocupaciones más inmediatas le presionaban.

—Mire —le indicó Jim.

Estaba comenzando a oscurecer. El último de los periodistas había salido, y la traductora (la señorita Iwamato), estaba abriendo la puerta de su coche blanco, observando con la mirada perdida a tres mujeres que esperaban rezagadas (y esperanzadas) en aquella cerca que había sido levantada a toda prisa. Matsuhashi había salido de la caravana y estaba hablando con el guardia de seguridad del turno de noche, que asentía como si estuviera recibiendo órdenes. A continuación las chicas fueron conducidas fuera del complejo hasta la carretera. Todas parecían desconsoladas. Todas menos una.

—Supongo que alguien ha tenido suerte después de todo —murmuró Thomas con cansancio y desagrado.

Matsuhashi abrió la puerta de la caravana y la mujer que se había quedado, una japonesa esbelta que llevaba un traje negro de cóctel y el pelo suelto, inclinó levemente la cabeza y entró al rectángulo de luz proveniente de la entrada. Matsuhashi, que había cumplido con su última tarea del día, asintió con la cabeza para despedirse del guardia de seguridad y caminó hasta el único coche que quedaba en la entrada de grava. La mujer entró y solo se volvió para cerrar la puerta tras de ella.

Era Kumi.

Thomas se pegó a la puerta del coche, a punto de soltar una sarta de improperios, pero Jim le agarró para que no lo hiciera.

—¿Lo sabía? —exclamó Thomas—. ¿Sabía que era ella? ¿Lo que estaba haciendo?

—Me dijo que no se lo dijera —adujo Jim.

—Sí, ya veo, eso es más ético que cualquier otra preocupación moral —gritó Thomas—. ¡Es mi mujer!

—Ex mujer —puntualizó Jim.

—Oh, entonces si es así no importa, ¿no, padre?

—Lo está haciendo por usted —le explicó Jim—. Y, como ella bien dice, puede cuidar de sí misma. No hará nada… sucio.

—¿Sucio? —gritó Thomas—. Todo este asunto es sucio.

—Va a ver si puede lograr que le muestre algo…

—Creo que eso es obvio, ¿no le parece, padre?

—Información —dijo Jim—. Y, mientras esté allí, él estará convenientemente ocupado. Así que voy a llevarle hasta el laboratorio en Kofu para que tenga la posibilidad de fisgonear un poco por allí. Regresaré aquí. Kumi compró dos móviles de prepago. Aquí tengo uno. Ya está programado. Puede llamarnos si nos necesita.

—¿E irrumpirá como la caballería, provisto de su maldito alzacuellos?

—Esperemos que no esté maldito —respondió Jim. Encendió el coche—. ¿De acuerdo?

Thomas suspiró.

—Luego regrese aquí rápido —dijo.

Kumi había investigado. Las chicas que había fuera eran más jóvenes que ella, pero eran demasiado obvias y soeces con aquellos vestidos y modales como para tener alguna posibilidad. Se había pasado una o dos horas leyendo sobre su célebre objetivo en Shukan Shincho, Shukan Bunshun, y otros tabloides semanales. A Watanabe le gustaba un toque de clase, o al menos que lo pareciera, y también le gustaban los retos, que su inevitable conquista apelara a su vanidad. No había rumores de que él forzara la máquina si no conseguía lo que deseaba, aunque Kumi sospechaba que eso rara vez ocurría.

Llevaba unos vaqueros negros ceñidos y un cinturón con una hebilla de plata con un diseño navajo, botas de cocodrilo y una camisa de seda blanca sin cuello con un par de botones desabrochados y las mangas remangadas hasta los codos. También llevaba unas gafas con cristales azules y fumaba con estudiada afectación mientras observaba la entrada de Kumi. No era necesario que la mirara con demasiado detenimiento. Matsuhashi había hecho la invitación, pero había sido Watanabe quien había hecho la elección.

Kumi entró con cautela. Optó por movimientos más cortos y gráciles de lo que era habitual en ella, dejando que sus ojos se posaran en la sorprendentemente lujosa caravana con una estudiada y cuidada mezcla de timidez y coquetería. Todo aquello era ajeno a su carácter, pero estaba acostumbrada a desempeñar distintos papeles en su línea de trabajo, si bien no de una manera tan grotesca, pues los extranjeros (especialmente las extranjeras) estaban obligados a ello si querían triunfar entre los ejecutivos japoneses.

Watanabe inclinó la cabeza y murmuró un saludo y unos cumplidos carentes de ingenio con una torpeza que le resultó casi simpática. Para ser una estrella, cortejaba del mismo modo que la mayoría de los japoneses que había conocido, con una torpeza infantil que invitaba a bajar la guardia. Él le ofreció un cigarrillo, que Kumi declinó, y champán, que sí aceptó.

Hablaron en japonés. Ella no tenía intención alguna de revelarle sus orígenes y hablaba el japonés con fluidez suficiente como para ocultárselo. No podría emplear de forma convincente un dialecto regional, pero la mujer a la que estaba interpretando haría todo lo que estuviera en su mano para eliminar tan ordinaria limitación, por lo que se imaginó que no supondría ningún problema. Era una estilosa mujer de Tokio visitando a un colega que trabajaba para la NHK. Lo había visto en la conferencia de prensa y había quedado… intrigada. Él sonrió, complacido, y dijo que no recordaba haberla visto allí.

—No quería que me viera hasta que hubiese decidido qué iba a hacer —mintió con facilidad.

—¿Y qué va a hacer? —preguntó él, disfrutando del juego.

—Tomar una copa —respondió sin revelar nada, pero mirando fijamente a aquellos ojos ocultos tras las gafas.

Watanabe, encantado, chocó su copa contra la de ella y bebió.

Durante diez minutos fue ella quien habló, dejando que él incrementara su flirteo mientras mantenía las distancias (físicamente hablando), una reserva muy japonesa que le permitía no tener que pararle los pies con brusquedad. Entonces comenzó a conducir la conversación hacia la excavación, remarcando lo interesada que estaba en ella, lo admirable e impresionante que le parecía. Ella no lo elogiaría de manera directa, pero elogiar su trabajo también funcionaría. Él no quería desviarse del tema, pero pareció reconocer que ese era el camino hacia una mayor intimidad, y comenzó a hablarle del emplazamiento, de cómo dio con los primeros objetos, de qué le llamó la atención acerca de los huesos…

Con cautela, discretamente, sin despojarse de su calculada moderación, Kumi fingió estar entusiasmada, y premió su vanagloria rozándole la mano.

—¿Qué hay del resto de su equipo? —dijo—. ¿Trabajan también o tan solo le organizan la agenda de admiradoras?

Watanabe rió ante su franqueza.

—Matsuhashi es estudiante mío —dijo—. No es un gran arqueólogo, pero es muy leal. Los científicos no tienen guardaespaldas, pero él hace el trabajo bastante bien.

—Impresiona —dijo Kumi.

—Y no sabe ni la mitad —le confió Watanabe mientras volvía a llenarle la copa—. Es cinturón negro noveno dan de taekwondo y shim soo do. Es una técnica coreana de manejo de la espada. Estuvo un tiempo en la cárcel antes de dedicarse a la arqueología.

Alzó los brazos de repente, a medio camino entre la imitación y la parodia, y chilló como Bruce Lee antes de romper a reír sin poder contenerse.

—¿Le protege? —presionó Kumi—. ¿Se asegura de que nadie se interponga en su camino?

—No lo necesito para eso —dijo Watanabe. Cada vez era más obvio que el alcohol estaba haciendo mella en él—. Puedo cuidar de mí mismo. Y tengo otros amigos. Gente poderosa.

—Estoy segura de ello —dijo.

—Eso está bien —dijo mientras se quitaba las gafas y se inclinaba hacia ella, mirándola a los ojos con deseo y un cierto deje intimidatorio.