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El senador, según el periódico, formaba parte de una delegación comercial de buena voluntad compuesta por representantes de distintos estados que, con toda probabilidad, buscaban beneficiarse de un acuerdo para bajar los aranceles sobre el pescado importado del Noroeste Pacífico, y los granos y cereales no modificados genéticamente de Illinois. Iba a dar una rueda de prensa tras una serie de reuniones en el Keio Plaza Hotel de Shinjuku. Si se daban prisa, pensó Thomas, podían llegar al final de la rueda de prensa.
—Es una coincidencia —dijo Jim.
—Quizá —dijo Thomas.
Se miraron durante un instante, ambos con cara de póquer, buscando indicios de un posible farol.
—No confía del todo en mí, ¿no es cierto? —dijo Jim.
—Del todo no.
—Entonces, ¿por qué me lleva con usted?
Thomas se echó a reír, una risotada breve y triste, y dijo:
—Llámelo un acto de fe.
No volvieron a hablar hasta que llegaron al hotel.
—El promedio de los aranceles estadounidenses sobre la soja, el maíz y el trigo importado es de un doce por ciento —explicó Devlin mientras se recostaba en una butaca de cuero en el bar del hotel—. ¿Sabe cuál es el equivalente japonés?
Thomas negó con la cabeza.
—Cincuenta por ciento —dijo Devlin—. Y eso son solo los impuestos estándares. Hay setenta y dos tipos de impuestos que alcanzan un cien por ciento o más sobre las importaciones extranjeras. ¿Puede creerlo? Las importaciones de arroz se quedan en setecientas setenta mil toneladas, que es menos del diez por ciento de las necesidades del país. Estamos hablando de mercado libre, pero esto parece una broma, o lo parecería si no se mostraran tan vergonzosamente protectores de su inútil sistema agrícola. Esa es la razón por la que estoy aquí.
—¿Solo por eso? —preguntó Thomas mientras observaba a Hayes que, como siempre, permanecía a la sombra del senador con el rostro absorto, pendiente de cada una de sus palabras.
—Solo por eso —contestó Devlin—. Y esperaba, tras su último mensaje, toparme con usted —añadió a modo de concesión, sonriendo rápidamente. Sus dientes blancos y relucientes brillaron en su mandíbula cuadrada.
—¿Sabía que venía a Japón?
—Sabía que el padre Ed había estado aquí y que lo estaba siguiendo —dijo Devlin.
—¿Qué más sabe, senador? —preguntó Thomas.
Jim se revolvió en su butaca.
Devlin miró a su alrededor, pensando en qué decir, y a continuación se inclinó hacia delante.
—No dispongo de muchos detalles —respondió—, pero su hermano falleció durante una operación antiterrorista. Por eso nadie dice nada. Un número de grupos islamistas separatistas tienen su base en las Filipinas y en las zonas de alrededor. Uno de ellos parece haber sido el objetivo. Ahora bien, lo que no he conseguido averiguar es si el Departamento de Seguridad Nacional considera que el padre Ed estuvo implicado de algún modo o si se encontraba en el lugar equivocado y se vio en medio del fuego cruzado. De cualquier modo la situación es delicada. Si era un terrorista nacional, querrán averiguar todo lo que puedan de él antes de hacerlo público.
—¿Y si no lo era? —dijo Thomas.
—Entonces la han liado, y bien liada —dijo Devlin—. No solo han matado a un civil, sino a un sacerdote estadounidense. Imagínese lo que eso podría desencadenar, por el amor de Dios.
—¿Mala prensa? —se burló Thomas—. ¿Es eso lo que les preocupa?
—Esa es la mayor preocupación en Washington —dijo Devlin con una risotada amarga.
—¿Y cuánto empeño pondrían para silenciar la historia?
—Si se refiere a si intentarían acabar con usted para ocultar lo que ha ocurrido olvídese —dijo Devlin—. De ningún modo. Estamos hablando de Estados Unidos.
Thomas bajó la vista y no dijo nada.
Thomas hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta mientras caminaban hacia la estación de tren con su exiguo equipaje.
—¿Y bien? —preguntó Jim—. ¿Qué ha sacado de todo esto?
—No estoy muy seguro —dijo Thomas—. ¿Y usted?
—¡Políticos! —Jim se encogió de hombros—. ¿Quién demonios sabe lo que piensan realmente?
—¿Cree que mentía?
—Creo que hay cosas que no ha dicho —respondió Jim.
Thomas asintió y a continuación se detuvo.
—¿Qué ocurre? —dijo Jim.
Thomas parecía confuso. Sacó un trozo de papel no más grande que un sello de su bolsillo. Lo sostuvo como si fuera a tirarlo. Y entonces se lo quedó mirando.
—¿Le ha metido una nota? —dijo Jim, incrédulo.
—Él no —aclaró Thomas casi con la misma incredulidad—. Kumi.