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—Le estoy muy agradecido —aseguró Thomas.
—No hay de qué —contestó Matsuhashi. Parecía más tranquilo, más seguro, ahora que la historia de Watanabe parecía haberse calmado. Sus colegas, incluso los catedráticos que dirigían su trabajo, lo trataban con cierta deferencia y, a pesar de que esto en parte se debiera a la cautela política de ciertas personas que habían apostado por el caballo equivocado, en la mayoría de los casos era simple y llana admiración. Se había enfrentado al sistema, y no solo había salido indemne, sino que parecía una estrella en ciernes cuyo trabajo solo podía rivalizar con su sentido de la ética.
Pero, si iba camino de convertirse en una celebridad, Thomas descubrió que lo estaba manejando de una manera bastante diferente a la de su antiguo mentor. Parecía más seguro de sí mismo y más contento de lo que había estado en un principio, pero no había ni rastro de la forma de ser de Watanabe, de su menosprecio, del placer que le proporcionaba ser el centro de atención para los medios. Matsuhashi había madurado y, a pesar de que la prensa lo admiraba a él y lo que había hecho, estaban perdiendo interés en él como icono. Thomas pensó que era lo mejor.
Aun así, en el Instituto Arqueológico de Yamanashi, Matsuhashi podía abrir puertas que para otros estudiantes universitarios permanecerían cerradas, y las trabas que Thomas y él se hubiesen encontrado al solicitar ver los registros informáticos acerca de lo que había estado trabajando Ed durante su estancia desaparecieron por completo. Las organizaciones japonesas tenían protocolos interminables que frustrarían cualquier solicitud que se saliera de lo habitual, sobre todo si resultaba inconveniente o embarazosa para otras personas, pero con Matsuhashi de su lado no había nada que no le pudieran conceder.
—¿Estuvo trabajando aquí durante dos días? —preguntó Thomas.
—Aparte de las comidas y un par de reuniones con Watanabe-san, estuvo aquí casi todo el tiempo. Debería poder sacar todo lo que estuvo mirando con el sistema por satélite de la universidad a menos que él purgara la caché por completo.
—¿Qué le hace pensar que estaba usando eso? —indagó Thomas—. ¿No pudo haberse metido sin más en Internet o quizá escribir algún documento?
—Pudo haberlo hecho —dijo Matsuhashi mientras sus dedos tecleaban a gran velocidad—, pero le pidió a Watanabe-san la contraseña para tener acceso a los datos por satélite.
—¿Para qué lo usan?
—El equipo se montó para realizar exploraciones y escáneres topográficos así como para detectar túmulos funerarios en todo el país.
—¿Mediante imágenes por satélite?
—Sí —contestó Matsuhashi—. Al igual que ocurrió con el yacimiento arqueológico que excavamos, la parte visible del túmulo solo era una fracción del enterramiento. Estamos intentando emplear un Radar de Apertura Sintética (SAR) para detectar formas bajo la tierra.
—¿Es eso posible?
—Oh, sí. Es sensible a las características lineales y geométricas del terreno, especialmente cuando se emplean combinaciones de datos verticales y horizontales, y ondas de radar distintas.
Thomas lo miró desconcertado.
—Perdone —dijo Matsuhashi. Apartó la vista del teclado—. La cuestión es que funciona. El SAR emite ondas de energía al terreno y registra la energía reflejada. Ni siquiera se trata de nueva tecnología. En 1982, el radar de un transbordador espacial reveló el curso de aguas antiguas bajo la arena del desierto de Sudán. El radar aerotransportado se ha empleado para rastrear senderos prehistóricos en Costa Rica.
Se detuvo y frunció el ceño cuando una nueva página de datos apareció en la pantalla.
—¿Qué? —quiso saber Thomas.
—Estas coordinadas son muy raras —respondió Matsuhashi—. No son de Japón.
Thomas sintió cómo se le aceleraba el pulso.
—¿De dónde son?
El estudiante mostró una imagen tras otra y su ceño pareció fruncirse todavía más. Las imágenes mostraban lo que parecían crenulaciones irregulares de costas, blancas, frente a un fondo oscuro, con importantes áreas de la imagen en vivos colores: verdes que se tornaban en amarillo, naranja, rojo, magenta y marrón. Cada imagen tenía una fecha y una hora, y el archivo tenía por título: «Producción de clorofila (sensor SeaWiSF) y campos de viento (SAR)».
—¿Qué demonios es eso? —exclamó Thomas.
—No tengo ni idea —dijo Matsuhashi—. Pero no son túmulos funerarios.
Las siguientes imágenes parecían de nuevo mostrar la costa, rodeada por aguas azuladas y verdes y unos cuantos puntos de color magenta irisado tirando a blanco. El archivo se titulaba: «AVHRR: combinación infrarrojos térmica, cercana y visible». A continuación había una serie de tablas con números, gráficos y montones de coordinadas.
—¿Podría tratarse de una medición de cuevas submarinas? —se aventuró Thomas.
Matsuhashi negó con la cabeza.
—Estos datos parecen centrarse en la superficie —comentó—. Puede penetrar unos metros, pero no más. Y la medición de cuevas no requeriría tantos pasos. ¿Ve? Tenemos una serie de imágenes del mismo lugar tomadas durante varios días. Las cuevas no se modifican a menos que haya una actividad sísmica importante. Entonces, ¿por qué repetir las imágenes? Y este grupo de imágenes parecen tener en cuenta la dirección del viento, que no sería relevante para estructuras que se encuentran bajo el mar.
—¿Qué hay de la referencia a la clorofila? —preguntó Thomas—. Se refiere a las plantas, ¿no?
—Es lo que las plantas usan para realizar la fotosíntesis, sí.
—No lo entiendo —dijo Thomas.
—Yo tampoco —reveló Matsuhashi, menos seguro de sí mismo—. Esto se aleja mucho de la arqueología. Deje que haga una llamada. Ahora mismo soy muy popular en la NHK —añadió con una sonrisa compungida.
Imprimieron una selección de las imágenes y se dirigieron en coche hasta la cadena de televisión. Thomas permaneció en un segundo plano mientras el personal adulaba a su héroe local, pero asumió las riendas cuando se sentaron con la persona al frente de la sección de meteorología de la cadena, un hombre con aspecto de intelectual, cabello canoso y bigote muy arreglado que parecía ser la única persona de la cadena no impresionada por el estatus de celebridad de Matsuhashi. Este le aseguró a Thomas que era un experto en imágenes por satélite, sobre todo si tenían que ver con las condiciones climáticas, como todo apuntaba que era el caso en esas imágenes.
Estudió las imágenes, asintió con seriedad y murmuró su opinión en japonés.
Thomas intentó seguirlo todo lo mejor que pudo, pero el hombre bien podría estar quejándose de las ofertas del restaurante, pues no entendía nada de lo que decía.
—¿Qué está diciendo? —preguntó.
—Dice que esa es la razón por la que no ha podido comer sushi por segunda vez en este año —aclaró Matsuhashi, divertido y desconcertado a partes iguales.
—Habzu —dijo el meteorólogo a Thomas.
—¿Disculpe? —dijo Thomas.
El meteorólogo cogió un bolígrafo de su escritorio y escribió en un bloc: HABS. Repitió las letras con cuidado.
—No sé qué significa —declaró Thomas.
El meteorólogo habló con rapidez. Matsuhashi tuvo que acelerar su traducción para poder seguirle el ritmo.
—Pequeñas plantas en las aguas —explicó mientras tecleaba en un buscador HABS—. Peligrosas. Contaminan todo el pescado. —El meteorólogo señaló la pantalla del ordenador—. Habzu —repitió pareciendo decirle: «Se lo dije».
La imagen mostraba una playa soleada, idílica salvo por algo extraño que presentaba de manera sesgada la realidad y lo hacía parecer sacado de un sueño. El mar se había convertido en sangre.
—HABS: siglas en inglés para floraciones de algas nocivas —leyó Matsuhashi—. También conocidas como…
—Akashio —completó el meteorólogo.
Thomas no necesitó que se lo tradujeran.
—Mareas rojas —susurró.
Era como si al girar la llave, esta no solo hubiera funcionado, sino que hubiese abierto doce cerraduras más. De repente la cabeza de Thomas resonó con el sonido de doce puertas al abrirse.