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Los asientos del taxi eran fríos y duros, pero su viejo Volvo, tras dos días parado en la nieve, se había negado a mostrar cualquier señal de vida. Mientras observaba desde el asiento trasero como las calles cuadriculadas de Oak Park se abrían ante él y el conductor (parapetado tras la mampara de seguridad) conversaba por la radio en hindi, Thomas no pudo evitar sentirse como si lo hubieran detenido. Todavía quedaba nieve en el suelo, de unos cuantos centímetros de espesor, pero aquellas calles y carreteras plagadas de baches estaban limpias, por lo que la impresión general era la de un trabajo a medio hacer. Eran calles de viviendas unifamiliares que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y las nimias diferencias entre ellas no hacían sino reforzar su uniformidad. La rectoría, si es que esa era la palabra adecuada, era diferente en la forma, pero no en el aspecto.
Estaba unida a una iglesia de ladrillo en estado ruinoso (mucho más pequeña de lo que Thomas recordaba) que pedía a gritos una reparación; el techo tenía varios parches provisionales, las paredes estaban manchadas y a punto de venirse abajo, y la franja de esmalte azul estaba podrida y comenzaba a descascarillarse. «Parroquia de San Antonio», rezaba el letrero, con letras doradas resquebrajadas. Thomas se apostaría una importante cantidad de dinero a que aquel lugar solo llenaba un cuarto de su capacidad los domingos y mucho menos todavía el resto de la semana. Era una iglesia como aquella a la que él acudía de niño, un edificio que de alguna manera estaba desapareciendo, parte de un mundo pasado. No lo suficientemente viejo como para resultar pintoresco, pero tampoco lo suficientemente espléndido como para inspirar respeto; un edificio construido sobre la expectativa de un futuro abundante, ahora oscuro, cuya impronta iba perdiendo relevancia cada día…
Déjalo.
Thomas hizo caso omiso de su estado de ánimo, dejó en el suelo el maletín vacío que había llevado consigo para recoger las cosas de Ed y llamó al timbre. Se escuchó un sonido metálico y monótono en la distancia. Y a continuación, nada salvo el viento. Thomas se parapetó tras su abrigo con pesar. Observó un Honda de color blanco deslavado que había en la calle. Era lo suficientemente antiguo como para tener aquellos ángulos tan cuadrados y la carrocería estaba carcomida por el frío de Chicago y (peor todavía) la sal que echaban en las calles y carreteras.
La puerta se abrió y tras ella apareció un hombre que llevaba en la mano un sándwich a medio comer. Tendría unos cincuenta años, era delgado y calvo, y estaba masticando. Le hizo una seña con el sándwich y se echó a un lado, dejando que Thomas entrara. Cuando la puerta se cerró de golpe tras ellos, el viento cortante amainó, pero el pasillo no era mucho más cálido. También estaba oscuro, y olía a humedad y moho.
—¿Una taza de té? —dijo el hombre mientras seguía masticando su sándwich y avanzaba rápidamente por el pasillo.
—Eh… sí —dijo Thomas. Siguió la estela del enjuto hombre y se apresuró tras él, percibiendo el aroma a mantequilla de cacahuete que dejaba tras de sí.
—Hace frío hoy, ¿eh? —dijo el hombre cuando entraron a una cocina austera y desvaída.
—Empeorará antes de mejorar —dijo Thomas.
—Le daré algo para ahora y veré si puedo llamar a algún refugio —dijo el hombre mientras hurgaba entre una pila desnivelada de papeles. La habitación parecía hacer las veces de cocina y despacho, insuficiente en ambos casos—. Pero suelen quedarse cortos de camas en esta época del año —dijo sin levantar la vista.
—Perdone —dijo Thomas—, mi nombre es Thomas Knight.
—Jim —dijo el hombre mientras alzaba la vista y asentía con la cabeza. Tenía acento irlandés, o quizá escocés. Siguió rebuscando por entre los papeles, descartando los que consideraba que no le eran de utilidad, con la mirada totalmente concentrada en la tarea.
—Ed Knight era mi hermano —dijo Thomas.
Quizá le llevara medio segundo, pero a continuación el hombre que había dicho llamarse Jim se quedó inmóvil, se irguió lentamente y dejó escapar un largo y vocalizado suspiro, en parte por haber caído finalmente en la cuenta y en parte en reprobación a sí mismo.
—Sí —dijo—. Lo siento. Pensé…
—Pensó que era un vagabundo —dijo Thomas. Para su sorpresa, se percató de que estaba sonriendo.
—Es la maleta —dijo Jim señalando con la cabeza hacia su estropeado equipaje—. Y la costumbre.
—No hay problema —dijo Thomas mientras pensaba que, en otras circunstancias, también él podría haber tomado a aquel hombre por un vagabundo—. ¿Y usted es…?
—Jim —dijo Jim—. Perdone, creía que se lo había dicho.
—Así es —dijo Thomas—. Me refería a si es el encargado de la casa o el jardinero…
—¿Acaso ha visto algún jardín? Aquí no hay ningún maldito jardinero. No, soy el sacerdote de la parroquia. El padre Jim Gornall. Encantado de conocerlo. Su hermano fue enviado aquí a echar una mano. Era un buen hombre.
Un buen hombre. No enfatizó el «buen», como si estuviera haciendo una afirmación acerca de la piedad o la moral de Ed. Lo dijo como un soldado habla de un compañero caído en la batalla.
Thomas dudó un instante demasiado largo mientras procesaba la idea de que aquel irlandés despeinado y desgarbado fuera sacerdote, y Jim se encogió de hombros sin mostrar vergüenza ni indignación. No le importaba, y a Thomas inmediatamente le resultó simpático.
—¿Sigue queriendo un té? —dijo Jim.
—Estaría bien.
—La costumbre de nuevo —dijo el irlandés—. Cuando se necesita entrar en calor, ser acogido o algo de consuelo, el té es generalmente la primera línea de ataque.
—A menos que se pueda pasar directamente al güisqui.
—Exacto —dijo el sacerdote con una sonrisa repentina que le iluminó todo el rostro—. El vicio católico obligatorio. ¿Le gustaría tomar uno?
—Un poco pronto para mí —dijo Thomas, añadiendo después a modo de disculpa conforme la mentira iba haciendo mella en él—: Hoy no.
—Bien —dijo el sacerdote—. Té entonces.
Bebieron de tazas pesadas, descascarilladas pero limpias, sentados a ambos lados de una insuficiente estufa eléctrica que estaba puesta en el modo más bajo.
—No vale para nada —dijo el sacerdote—. Si la subo más revientan todas las luces del edificio.
Thomas rió entre dientes.
—¿Y qué hace un genuino sacerdote irlandés en Chicago?
—Escasez de sacerdotes —dijo este—. Quería venir a Estados Unidos, así que solicité realizar mi seminario aquí en vez de en casa. Eso fue hace mucho tiempo. Me gusta pensar en mí mismo como una especie de misionero —dijo sonriendo de nuevo.
—¿No cree que Estados Unidos ya tiene suficiente religión? —dijo Thomas mirándolo a los ojos.
—Por eso necesitan un misionero —dijo Jim.
—Creo que no lo sigo —dijo Thomas.
—Olvídelo —dijo el sacerdote, haciendo caso omiso de su comentario—. Es una broma privada. Me resulta familiar. ¿Nos hemos visto antes?
—No lo creo. La gente dice que me parezco a Ed.
—Quizá sea por eso. ¿Cuándo quiere ocuparse de las pertenencias de Ed? —dijo el sacerdote—. No le llevará mucho tiempo. Aquí no hay demasiadas cosas.
—¿Qué hay de… dónde murió? —dijo Thomas—. No me lo dijeron. Me dijeron que había ocurrido en el extranjero, pero no dónde. —Dejó de hablar y el silencio pareció largo y cargado—. Supongo que debería haber preguntado —añadió de manera poco convincente.
El sacerdote torció el gesto.
—No tenía muchas cosas —dijo—. Nada más que un maletín o dos. Sus bienes materiales, los que sean, están aquí, y lo que no reclame irá a la orden.
—¿Qué estaba haciendo? —dijo Thomas—. No era misionero, ¿verdad?
—No —dijo Jim—. Al contrario que yo. Había sido enviado aquí para unos meses. Soy sacerdote diocesano. Él era un jesuita, un miembro de la Compañía de Jesús. Lo tenía, digamos, en préstamo para que me ayudara durante un tiempo. Cuando las cosas se calmaron, se marchó de retiro espiritual. Esperé su regreso durante un tiempo, pero probablemente habría sido enviado a otro sitio a finales de año. Se rumoreaba que podrían enviarle a dar clases en Loyola.
Thomas asintió, pero había algo en el sacerdote que le parecía cauteloso, evasivo incluso, a pesar de mostrarse alegre y simpático. Aquel sacerdote era muy ágil mentalmente y, si su aspecto disperso y despeinado no era una pose, realmente conducía a equívocos.
—Las cosas de Ed —dijo Thomas—. ¿Solo cojo lo que quiera y el resto lo tiro?
Aquello no había estado bien, había sido irrespetuoso.
—Por lo que tengo entendido, usted es más un albacea que un heredero —dijo el sacerdote—. Los jesuitas hacen un voto de pobreza, por lo que no poseen bienes como podemos poseerlos usted o yo. Van a mandar a un abogado para echar una mano. Técnicamente todo pertenece a la orden, pero estoy seguro de que respetarán sus deseos si hay cosas personales que desee quedarse.
—No creo que las haya —dijo Thomas con mayor brusquedad de la que había pretendido. El sacerdote asintió y Thomas apartó la vista. No quería llegar a una conversación acerca de por qué había perdido el contacto de esa manera con su único hermano.
—Entonces será una visita breve —dijo el sacerdote mientras le daba un sorbo al té y observaba a Thomas por encima del borde de la taza—. Pero puede pasar aquí la noche, si lo desea.
—No será necesario —dijo Thomas—. Vivo por la zona.
—¿Qué es «necesario»? —Jim se encogió de hombros—. Un poco de compañía no me vendría mal.
Thomas pensó con rapidez. No tenía ninguna prisa por llegar a casa y, por extraño que pareciera, la perspectiva de estar (aunque fuera durante un instante) en el espacio de su hermano, en lo que había sido su vida, le resultaba atractiva.
—De acuerdo —dijo—. Gracias.
—Puede ir a la habitación de Ed —dijo el sacerdote—. Al final de las escaleras, a la izquierda. Illinois juega esta noche. ¿Le gusta el baloncesto?
—Lo cierto es que no.
—Perfecto —dijo Jim—. A mí tampoco. Podemos pedir una pizza, un par de cervezas y ver a gente extrañamente alta corriendo sin razón aparente.
Aquel acto tan franco de generosidad cogió a Thomas desprevenido, así que transcurrió un instante hasta que el agradecimiento pudo abrirse paso hasta su rostro y voz.
—Eso estaría muy bien —dijo—. ¿Puedo subir?
—Por supuesto. Si no le importa, debo dejarle —dijo el sacerdote—. Tengo una reunión de dirección espiritual.
Thomas se echó a reír.
—Eso no me vendría mal —dijo mientras subía las escaleras, evitando la mirada del sacerdote.