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—¿Por qué? —preguntó Thomas. La afirmación de Parks acerca de que Ed había muerto por dinero había agudizado sus sentidos, aturdidos por tanta ingesta de cerveza—. ¿Quién daría un centavo por un pez cuya existencia nadie se ha molestado en constatar durante miles de años?

—¿Sabe lo que ocurrió cuando se descubrió el primer celacanto en las Comoras? —le respondió Parks—. Causó una gran conmoción en la comunidad científica. Todos los museos querían tener uno. Todos los acuarios querían tenerlo. Quién sabe cuántos de ellos murieron mientras intentaban sacarlos a la superficie con vida. A los isleños, que vivían con una miseria al mes, les ofrecieron recompensas de miles de dólares. Y estamos hablando en este caso de un interés legítimo. Los importadores chinos carentes de escrúpulos ofrecían millones por la médula espinal del celacanto. Quién sabe para qué demonios pensaban que podía valer, pero la esencia de un pez fósil tiene que valer más que el cuerno de rinoceronte, ¿no creen? ¿Qué no curaría? ¿Disfunción eréctil? ¿Cáncer? Es magia.

—Pongamos que todo esto es cierto —objetó Thomas, desviándose de una conversación que consideraba irrelevante—. ¿Por qué nos lo está contando? ¿Qué es lo que quiere?

—Lo que quiero —contestó Parks— es una alianza.

Thomas resopló.

—¡Tiene que estar bromeando!

—¿Por qué quiere una alianza con nosotros —argumentó Kumi—, si sabe lo mismo que nosotros, incluso más?

Thomas la miró brevemente cuando dijo «nosotros». Todavía no se había ido. Se sintió relajado, sorprendido de lo tenso que había estado hasta entonces.

—Necesito saber dónde murió su hermano —explicó Parks—. Tengo un barco, uno grande, cortesía del acuario de Kobe, en el cual he estado trabajando. En estos momentos está amarrado en la costa de Shizuoka. Ayúdeme a encontrar dónde murió Ed y podrá venir conmigo. O bien puede beberse una caja de cervezas, si lo prefiere.

—Ya hemos hablado de esto —precisó Thomas, haciendo caso omiso al último comentario—. Si recuerda su intento de cocerme a fuego lento, recordará también que le dije que Ed murió en algún lugar de Filipinas. Eso es todo lo que sé.

—Entonces tendremos que averiguar más —opinó Parks mientras hacía señas a una camarera con la carta y pedía sushi en un japonés bastante bueno.

La camarera se disculpó por la pobre variedad de sushi que tenían. Había escasez en todo el país, dijo. Parks pidió tonkatsu. Thomas se limitó a mirarlo.

—Sigo sin entenderlo —dijo Thomas—. ¿Cree que la gente pagará grandes cantidades de dinero por huesos de peces fosilizados?

—Los fósiles son valiosos, sin duda —aseguró Parks—, pero eso no es lo que estamos buscando.

—No es paleontólogo —recordó Kumi—. Es un biólogo. No está buscando fósiles.

Jim y Thomas la miraron.

—Premio para la señorita —entonó Parks—. Soy un biólogo marino y estoy buscando esto.

Se metió la mano que no tenía ocupada en la chaqueta y sacó una fotografía del tamaño de un libro de bolsillo que colocó en la mesa como un jugador de cartas coloca sus cuatro ases.

La foto mostraba un pez de un brillante color marrón, salvo que no era exactamente un pez, pues poseía las características propias de los Crocodilia presentes en el Tiktaalik roseae. Pero este no era una representación, un modelo. Estaba mojado y parecía pesado. Una parte de la cola estaba doblada hacia sí y estaba rodeado por otros peces (más pequeños y comunes), dispuestos sobre una tabla de madera cubierta de hielo.

Thomas miró la foto.

—¿Qué es lo que estoy mirando? —preguntó.

—Un pez tetrápodo no fosilizado, ni tampoco antiguo, que ha fallecido recientemente —contestó Parks con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Ha encontrado uno? —continuó Thomas.

—Yo no —dijo un poco compungido—. Ed.

—¿Ed encontró la criatura de la foto, la criatura de las mazmorras del castillo?

—No estoy seguro de si es el mismo animal —declaró Parks—. Pero se parece y mucho.

—¿Dónde? —dijo Thomas—. ¿Cómo?

—Ahí era donde esperaba que pudiera ayudarme usted —señaló Parks—. Por lo que ha dicho, creo que la foto fue tomada en Filipinas. El mismo lugar donde se fabricó esto.

Se metió la mano en otro bolsillo y puso el pez de plata en la mesa, entre los dos.

—Pero las Filipinas —comentó— son más de siete mil islas y no tengo idea alguna de por dónde empezar.

—Ni nosotros —dijo Thomas.

—No —convino Parks—. Pero Ed sí. No fue dando tumbos. Estuvo aquí en Japón, fue a Filipinas y en cuestión de días lo encontró. ¿Qué era lo que sabía? ¿Qué fue lo que averiguó que lo condujo hasta una criatura que nadie había encontrado a sabiendas?

—Parece un mercado de pescado —opinó Kumi, que todavía seguía mirando la foto.

—¡Bingo! —exclamó Parks—. Que, por cierto, así fue también como se encontró el celacanto indonesio. Algún biólogo que pasaba su luna de miel dio una vuelta por el mercado de la aldea y lo vio en un puesto. Lo había sacado un pescador y no sabía qué hacer con él, salvo venderlo en el mercado. Supongo que a alguien le ocurrió lo mismo con este.

—¿Dónde? —repitió Thomas—. ¿Cómo lo consiguió?

—Su hermano se lo envió a Satoh dos días antes de morir —explicó Parks—. Por correo electrónico. Intentamos rastrear el emplazamiento del ordenador desde el que se envió, pero no obtuvimos nada.

—¿Había un mensaje en el correo? —dijo Thomas con apremio.

—Dos palabras —precisó Parks—: «Lo encontré».

—Es increíble —soltó Kumi mientras estudiaba la foto, incapaz de disimular el tono sobrecogido de su voz.

—¿Sabe lo que me parece a mí? —preguntó Parks con la mirada encendida.

—¿Qué? —le instó Jim.

—La muerte de Dios —respondió—. Esta vez de verdad.