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13 de abril de 2036

Barcelona

La tormenta arreció en las últimas horas. Una cortina de agua impedía la visibilidad, la capital catalana se encontraba sumida en un estado de tristeza que presagiaba el fin de una era. Las calles aparecían desiertas de transeúntes, las tiendas aguardaban cerradas a que sus dueños decidieran si abrirlas al público o resignarlas al ostracismo de permanecer enclaustradas en un nuevo día oscuro y lúgubre.

Dentro de un tanque de las fuerzas armadas un regimiento de soldados se adentró en la ciudad para escoltar a Inés, a Hans Orsson y a Guillermo, el hijo de Agustí e Ingrid, hasta la casa que se encontraba sobre la librería Noguera. El silencio tenso que se respiraba dentro del vehículo era desgarrador, como si todos intuyeran el sentido de las palabras no pronunciadas. Llevaban veinticuatro horas de viaje desde que los rescataron del refugio gracias a los localizadores de Elena y Ray.

Se apearon frente a la librería, ayudados en todo momento por dos fornidos soldados. La copiosa lluvia les mojó los pies y algunas partes del chubasquero. Guillermo se abrazó a su padre al llegar al rellano donde lo esperaba con los brazos abiertos, junto a Elena; Hans Orsson se unió a su familia; Inés, medio tullida debido a los efectos del nanovirus, suplicó clemencia a su marido y a sus hijos en un acto emotivo, pero Ángel se reservó el perdón para un día en el que la traición no le pesara.

—¿Vamos? —dijo Ángela, pasados unos segundos.

Inspiró profundamente antes de abrazar a los miembros de su familia. No faltaron lágrimas ni palabras de aliento en una despedida que podría prolongarse hasta el infinito, porque nadie conocía con certeza el destino que les esperaba tras la cueva de la laguna.

Ángela, George, Mick e Inés se alejaron escaleras abajo, arrastrando el peso de la responsabilidad que debían encarar. Entraron en el tanque moderno del ejército. Era un vehículo enorme, con las ruedas típicas y dotado con los sistemas más avanzados que le permitían transitar a pesar de las adversidades climáticas.

Durante el trayecto, y gracias a las explicaciones de Mick, Inés comprendió su papel en la cueva de la laguna.

Llegaron ante la Roca dels Moros a las doce en punto del mediodía, envueltos en el inicio de un huracán que se ensañaba con aquellos parajes azotados por un débil temblor de tierra y una lluvia abundante. A lo lejos se divisaban las llamas de un incendio que ardía en un espeso bosque.

Los soldados, siguiendo sus indicaciones, se retiraron a esperarlos en el pueblo, resignados a no intervenir en algo que no acababan de entender. Así que estaban solos los cuatro, unidos por las manos entrelazadas que se apretaban con fuerza para apartar el miedo.

Cuando se plantaron ante los frescos de la cueva, Ángela conectó con el pasado, como si sus ojos vacíos se llenaran con la presencia de Eva a la edad de trece años, justo el día en que se perdió. Ángela persiguió a la silueta traslúcida hacia el exterior, escoltada por sus compañeros silenciosos. Eva desafiaba los bucles del viento en medio de una tormenta, envuelta en una piel de animal, temblorosa, muerta de miedo. Ángela apretó el paso para no perderla de vista, ignorando las ráfagas cargadas de lluvia que arremetían contra ella. Caminaron durante diez minutos, capeando las sacudidas de tierra que aumentaban de intensidad, hasta llegar ante una gruta escondida.

—¡Dolly ha llegado antes! —exclamó George.

Las rocas que obstruían la entrada mostraban los signos inequívocos del fuego.

—Pero no ha logrado entrar. —Inés lo examinó con cuidado—. No es fácil destruir la piedra con fuego.

Ángela se quedó quieta a un lado, con un presentimiento estrujándole las entrañas.

—¡Ha conseguido entrar! —susurró con un hilo de voz—. Existe otra entrada, una que nadie conoce. —Las imágenes del pasado se proyectaron en su mente como una película—. El día que Eva murió, Ruth se fue corriendo de la gruta después de quedarse con ocho cristales. Cerca de la entrada uno de los rubíes se le cayó y se fue rodando por un agujero que quedaba muy bien disimulado tras un recodo. Ruth se agachó a cuatro patas y entró en un corredor largo y oscuro que se adentraba en la montaña, tanteando por el suelo para encontrar el cristal. La chica tenía miedo, pero siguió adelante, sin ver dónde estaba, hasta que su mano alcanzó la gema tras recorrer unos doscientos metros. A corta distancia se divisaba una salida al exterior, regada por luz natural. Era una abertura de roca en mitad del bosque, tapada por la alfombra de arbustos que tapizaban el terreno.

Cuando calló, las manos de Ángela parecieron títeres en manos de un hechicero. Se elevaron hacia el cielo con una retahíla de salmos entre sus labios, llenándose de la energía rojiza que la caracterizaba. Sus ojos ciegos se llenaron del paisaje que la envolvía, como si durante unos segundos hubieran recuperado la visión.

Lanzó su energía contra las rocas que obstruían la entrada y estas se desintegraron en miles de piedras que restallaron en medio de la tormenta.

—Ha llegado la hora de entrar en la cueva de la laguna —dijo Ángela con voz de ultratumba antes de avanzar a tientas entre las rocas.

Al adentrarse en la cueva, les saludó el sonido gutural de la risa de Ingrid, quien los esperaba junto a la laguna, con los cuatro rubíes colocados en los vértices, preparados para activar los campos energéticos de la Tierra. Ángela volvía a nadar entre las tinieblas de la ceguera y esas carcajadas le helaron la sangre.

George fue el primero en plantarle cara, cargando su bola de fuego.

—¡Demasiado tarde! —bramó su hermana, asestándole una bala en el pecho.

Mick se percató de que ahí era donde su sueño profético se diluía en la incertidumbre y se dirigió a Inés con un contundente movimiento de cabeza, para indicarle que debía interceder. Ángela se arrodilló en el suelo junto a George, llorando desesperada, intentando averiguar su estado.

Inés recordó las instrucciones que el doctor Orsson le susurró en el refugio tras haber vencido al nanovirus gracias su antídoto: su deber consistía en distraer a su prima el tiempo necesario para que Ángela reaccionara. Sintió enseguida el fuego quemar en sus entrañas, como si la hoguera que Ingrid desató para impedirles llegar a la laguna la llenara con sus flamas, y se atrevió a traspasarla para iniciar una lucha física. Con una patada certera, logró derribar la pistola que su prima sostenía en la mano derecha. Fue como si todos los efectos dañinos del nanovirus se fundieran de repente y sus músculos recibieran una descarga de agilidad.

—Mamá, debes apagar el fuego. —Mick se agachó a la altura de sus padres para ayudar a Ángela a enderezarse.

—Pero tu padre. —Ella se resistía a abandonar a su gran amor—. ¡No puedo dejarlo así!

Mientras Inés lanzaba derechazos contra la mandíbula a una sorprendida Ingrid, Ángela fue consciente de la necesidad de actuar y se levantó. En la pared de enfrente se abrió una especie de agujero temporal que le permitía visionar la escena que le tocó vivir a Eva. Era como si su ceguera revertiera en momentos puntuales para dejarle ver lo necesario.

Ingrid inició una combustión en todo su cuerpo, convirtiéndolo en una hoguera. Inés se ocultó en un recodo de la cueva medio vencida por la superioridad de su prima, y otra vez aquella risa maléfica despertó el eco del lugar.

Ángela se apartó de George, quien empezaba a reaccionar. Con un flujo rojizo emitiendo destellos en sus manos, la astrofísica empezó a salmodiar con una voz silbante y firme. Inés, Mick y George se unieron a sus cánticos.

—Agua —gritó Ángela poseída por la fuerza de sus dones—. ¡El agua sofoca el fuego!

Un chorro de agua atravesó la cueva hasta apagar la última ascua del fuego que les retenía. Luego se ensañó con la hoguera en la que se había convirtido Ingrid. Fue en ese instante en el que George se sacó el traje antibalas que le proporcionaron los soldados para impedir que las premoniciones de Mick se cumplieran y se levantó ayudado por Inés, quien se había acercado a su posición.

George caminó zozobrando por la cueva, con la mirada moviéndose nerviosa entre su hermana gemela y la pistola tirada en el suelo. Las palabras que Ángela pronunció en Stonehenge resonaban en su cabeza aguijoneándole la determinación: «cuando llegue el momento, podrás apretar el gatillo».

Y el momento acababa de llegar.

En una décima de segundo George se rindió a la decisión que acababa de fraguarse en su interior. Se agachó, aguantándose sin atender a los gritos ahogados de tristeza e indecisión que lo asaltaban, y alcanzó la pistola. Su hermana se plantó ante él con una mueca burlona, sin dejar de reír.

—¿Vas a dispararme? —le espetó con ironía—. ¿A mí? ¿A tu hermana gemela? —Avanzó un paso con una enorme sonrisa en los labios—. No serás capaz. ¡El bueno de George! —Dio otro paso—. Siempre fuiste el preferido, el destinado a llegar hasta aquí con mamá y despertar el poder de los puntos energéticos. —Se adelantó un paso más—. ¡Ella creía que era importante que fuera un hombre! —Llegó a tres centímetros de su hermano y alargó la mano para intentar quitarle el arma—. Pero ahora mamá está muerta y decido yo.

Una bala latigueó el aire hasta introducirse en la caja torácica de Ingrid. La víbora agrandó los ojos en un rictus de sorpresa.

—Has sido capaz de disparar. —Su cuerpo se estiró en el suelo lentamente, como si fuera una marioneta a la que soltaran los hilos uno a uno—. Jamás creí que lo hicieras. —Fueron sus últimas palabras.

—Bien hecho —le felicitó Mick, abrazándole.

En ese instante se proyectó la serpiente tricéfala con una única cabeza activa, la de George. Él tiró el arma al suelo, sorteó el cadáver de la que un día fuera su hermana y se situó frente a la laguna, como si una musa oculta acabara de dictarle su cometido.

—Yo soy fuego —dijo, internándose en el agua—. Estoy dispuesto a despertar el punto energético.

Ángela despidió una ráfaga de energía rojiza sin dejar de salmodiar. El flujo se introdujo en el interior de Mick y de Inés, quien la miraba sin comprender.

—Cuatro cristales —explicó Ángela medio en trance—, cuatro elementos, cuatro personas deben restablecer el equilibrio: dos hombres y dos mujeres de una misma familia, dos serpientes y dos rombos emparentados. Cada uno deberá ostentar un elemento.

—Soy aire. —Inés entró en el agua y se abrazó a George, sintiendo la fuerza de su nuevo elemento—. Estoy dispuesta a despertar el flujo energético.

—Soy tierra. —Mick la imitó—. Estoy dispuesto a despertar el flujo energético.

—Soy agua. —Ángela fue la última en llegar al centro de la laguna, donde los salmos se iniciaron.

En el exterior se podía ver el acercamiento a la Tierra de un asteroide rodeado de fuego que amenazaba con destruir el planeta. Dentro de la laguna, envueltos en el rombo rojizo que unía los cristales en la oscuridad, los cuatro elementos se abrazaron.

En las llanuras de Salisbury la tierra se estremeció ante una fuerza implacable que estrujaba las placas tectónicas dentro de un círculo. Los cristales escondidos salieron a la superficie y se unieron en un rayo lineal, creando un rombo. Justo en el centro, donde antiguamente se erigía un altar, una columna vertical de arena se alzó hacia el lugar en el que se divisaba la amenaza.

La pirámide de Keops tembló por efecto del fuego que se exaltaba en el núcleo de la Tierra. El rugido de las llamas buscando el camino para elevarse hasta el cielo ocultó los sonidos de la naturaleza. Unas llamaradas compactas formaron una hoguera que se arrastró hasta la cámara del Rey y de la Reina y se escapó hacia Apophis a través de los conductos preparados para esa función.

Chichén Itzá fue testigo excepcional de un levantamiento de las aguas de sus cenotes, que se dragaron en pro de una trenza de colosales dimensiones que se dirigía hacia el firmamento a través de la pirámide de Kukulcán.

El obelisco del Machu Picchu recogió las arremetidas del aire y las unió en una única pilastra que se elevaba hacia arriba para unirse a la tierra, al fuego y al agua.

En la cueva de la laguna los cánticos envolvieron el planeta mientras la unión de los cuatro elementos producía un rayo lineal rojo que traspasó la pared e impactó contra el asteroide Apophis.

El tiempo se detuvo.

El secreto de los cristales
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