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8 de diciembre de 2035

Selva Africana

El día amaneció húmedo y caluroso. Mar y Cristina se sentaban en uno de los sofás floreados del salón, con el portátil abierto en la mesa de centro y la mirada fija en la pantalla donde la fotografía que Ingrid colgó esa misma madrugada en la Web corporativa de la Ryan les mostraba a Ron estirado boca arriba en una cama de una habitación blanca, sin luz natural, con los monitores indicando sus constantes y el equipamiento médico necesario para mantenerlo con vida. Debajo de la imagen rezaba la siguiente amenaza: «8 de diciembre de 2035. A Ron le quedan 18 días para morir si no me entregáis a Ángela, a Ray, a George y a Agustí. Firmado: Ingrid»

Mar reconocía que había sido una temeridad dejarle solo en el hospital de Estocolmo, a cargo de una unidad del FBI, mientras ella viajaba con Cristina a un lugar seguro, pero en ese momento le pareció la única alternativa viable; el estado de su marido tras la explosión en casa de los supuestos padres de Ingrid requería de una unidad hospitalaria especializada y los médicos desaconsejaron los traslados mientras el coma no remitiera. Y ella creía que sus hombres lo protegerían.

Desde que Ron desapareciera del hospital el día anterior y los analistas de la agencia federal estadounidense, en colaboración con la policía local, hubieran llegado a la conclusión de que en el equipo de vigilancia se había infiltrado un enemigo, Mar se daba cuenta de su error. Le costó un esfuerzo creer que uno de sus hombres hubiera ayudado a Ingrid a raptar a Ron, pero debía tomarse en serio las conclusiones de su gente e investigar a los agentes del FBI asignados al caso.

Sobre la mesa de centro, al lado del ordenador, tenían las carpetas con todos los informes del caso. La mente analítica de Cristina era perfecta para encontrar cabos sueltos o indicios de algo fuera de lugar. La chica alargó la mano para alcanzar las carpetas y estudió su contenido con minuciosidad, en absoluto silencio. Los horarios de los agentes cuadraban y los movimientos del personal sanitario estaban escrupulosamente recogidos en los folios sin error aparente.

—Aquí no hay nada sospechoso, tus hombres parecen limpios. —Cristina levantó la cabeza de los papeles y miró a su madre—. No entiendo cómo lo han hecho. El doctor Kokkonen entró en la habitación a las 10:08 para su habitual visita diaria. Según la agente al mando, Ronda Stuart, el médico solo permaneció cinco minutos dentro. Al salir le indicó que no había obserado ningún cambio en el paciente y siguió con su ronda habitual.

Mar estaba totalmente desencajada. Unas bolsas amoratadas deslucían el brillo de sus pupilas, apretaba la mandíbula agrietando las arrugas del labio superior y fruncía el ceño.

—Así que a las 10:13 de la mañana todavía no lo habían secuestrado. —razonó Mar.

—He fijado la hora de la desaparición entre las 10:13 y las 10:45, hora en la que la enfermera asignada a papá se encontró la habitación vacía.

—No debería costarnos tanto encontrar una explicación a lo sucedido. ¡Es imposible llevarse a alguien con tres agentes en el hospital colocados en sitios estratégicos! ¿Cómo lo hicieron? Era un cuarto piso y tu padre necesita un traslado especial. ¡Está en coma! No pudieron llevárselo por la ventana, pero tampoco salieron por la puerta, alguien les habría visto.

Cristina esgrimió una mueca de contrariedad al encontrarse con tanta turbación en la cara de su madre, una persona cuyo apodo era «la mujer de hierro». Mar nunca perdía la compostura, era conocida por su capacidad de dominar las emociones y ocultarlas a sus interlocutores, pero tantos descalabros en poco tiempo la habían desestabilizado.

—La verdad es que esta desaparición es desconcertante —inquirió—. ¡Ha de existir otra salida que desconocemos! es la única explicación lógica a lo sucedido.

Tres golpes firmes en la puerta precedieron la entrada de la agente Alice Montgomery.

—Disculpe, directora Jons —le dijo a Mar—. Su cuñada Gladys acaba de enviar unas imágenes por email. He hablado con ella y dice que son importantes, que la señorita Cristina debería analizarlas.

—¿Por qué no me ha llamado directamente? —exclamó Cristina.

—No pueden utilizar sus móviles, están intervenidos. —Alice permaneció de pie ante la puerta—. El señor Ray Jons capturó a la informática de la señora Ingrid Stein, una tal Elena Guix. Es un coco, ¿saben? Hasta su suegro está impresionado con las habilidades de la chica —dijo, dirigiendo sus palabras exclusivamente a Mar—. En el momento de la captura llevaba un ordenador de altas prestaciones. El señor Jons se dedicó a diseccionar su contenido en busca de cualquier indicio de localización del enemigo. Una de las cosas que encontró fue la intervención de sus teléfonos vía satélite.

—Si eso fuera cierto, ya nos habían localizado —razonó Cristina.

—La intervención es demasiado reciente. La señorita Guix la realizó cuando asaltó la casa de Ray Jons en Bali, media hora antes de que fuera capturada por un equipo de los nuestros. Consiguió sus números insertando un programa especial en el ordenador central de la compañía. No sabemos si tuvo tiempo de transmitir los datos a su jefa, pero deberíamos actuar con cautela. También intentó localizar las comunicaciones vía email entre todos los miembros de la familia, ¡suerte que el señor Jons lo tenía todo protegido con protocolos de seguridad invulnerables!

Cristina tomó las riendas. Se adelantó cuatro pasos, dio vida a la pantalla del ordenador tocando una tecla y se sentó mientras sus dedos pasaban de una pantalla táctil a otra para comprobar las imágenes captadas por las cámaras de seguridad durante la media hora del secuestro.

—Aquí no hay nada raro —admitió la analista derrotada—. Es exactamente lo que pone en los informes. Las cámaras del pasillo grabaron la salida del doctor a las 10:13. —Señaló la hora en la esquina superior derecha—. Y hasta la entrada de la enfermera a las 10:45 no hay movimientos en el pasillo. —Se mordió el labio inferior en un gesto muy característico.

Mar se adelantó tres pasos, alejando de ella el nerviosismo.

—Pon el interior de la habitación —le pidió.

—Es extraño —inquirió Cristina al comprobar las imágenes grabadas por la cámara interior—. Según esto papá permaneció en la cama todo el rato, pero nosotros sabemos que en ese intervalo se lo llevaron.

De repente, la analista detuvo la proyección, justo en el momento en el que el doctor salía por la puerta.

—¿Qué has visto? —le preguntó Mar sin dejar de mirar cómo los dedos de su hija abrían dos ventanas paralelas donde se recogía el momento en el que el doctor abría la puerta desde la cámara interior y la exterior.

—¡Manipularon las imágenes! —Alice se colocó a la espalda de Cristina para ver con claridad la pantalla. Se fijó al instante en el cambio de peinado del doctor Kokkonen en ambas instantáneas—. No contaron con ese corte de pelo. ¡Ha de haber algo en el interior de la habitación que nos explique el rapto! ¡Las imágenes son falsas! ¡Las han manipulado!

El secreto de los cristales
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