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27-28 de octubre de 2035

Calella de Palafrugell

Ángela leyó las profecías de su madre hasta que los primeros rayos solares empezaron a trepar por el horizonte. Cada palabra la convencía más de que sus peores pesadillas estaban a punto de hacerse realidad; sabía que llegaba el momento de mirar a la cara a todas las dudas y los recelos que la habían mantenido alejada de esa realidad durante demasiado tiempo, pero no se sentía preparada para afrontarlo.

El asesinato de su padrastro Mick y de su madre se cometió dos días atrás. Ella fue quien encontró los cuerpos sin vida acostados en la cama de matrimonio, con una sonrisa en los labios, abrazados, muertos a la vez. Enfrentarse a aquella pesadilla que la perseguía desde la infancia la dejó sin aliento. Siempre se iniciaba con Mick y su madre de ancianos abrazándose en su roca de Calella de Palafrugell, frente a la casa de veraneo de la familia. En las imágenes, Marta recorría la distancia desde las rocas hasta la casa con un marcado dolor en las articulaciones, y recuperaba los ajados documentos del escondrijo. Mick la esperaba de pie en la calle adoquinada con maleta preparada para emprender el viaje de retorno a Barcelona donde verían a Ángela. La muerte los acechaba. No los dejaría en paz. Al llegar a la librería familiar se acercaron a su hija con un brillo especial en los ojos y le dieron los documentos sin pronunciar palabra, y Ángela entendió que era el momento del relevo. Se quedó unos minutos hojeando las profecías, hasta que el estallido de las balas la obligó a subir al piso de arriba, a la vivienda familiar, para enfrentarse con la imagen final.

Se levantó despacio, sacudiéndose la pena y la apatía que arrastraba, y se quedó unos segundos mirando el cielo rojizo que empezaba a teñir la oscuridad de la noche. Acarició el libro de su madre, el legado que se negó a recibir cuando Marta vivía, y suspiró, con un suspiro largo y profundo que ahondaba en las verdades que debía pensar.

Marta se había sentado en esa misma roca de Calella treinta y un años atrás para llorar la pérdida de sus padres asesinados a manos de su marido, Ángel Ponsard, un hombre joven como ella en aquella época que se atrevió a secuestrar a su propia hija para perpetrar sus delirios. Y lo cierto era que Ángela jamás aceptó su papel en todo el plan macabro de su padre, por eso se despertaba en mitad de la noche atormentada por la culpa, deseando acabar con una vida cargada de reproches y penas.

La muerte de su padre la acercó a Mick, el hombre que se casó con su madre y la adoptó, regalándole el apellido Harris. Renunciar al pasado le pareció la mejor solución para afrontar lo sucedido; desterrar a los Ponsard de su vida y de su nombre fue un alivio para una niña traumatizada como ella.

Ángela se alejó de las rocas; dejó atrás la suave y ondulante superficie del mar, andando con dificultad por las rocas, parecía como si la gravedad se hubiera tornado densa y le impidiera recorrer con soltura la distancia hacia las escaleras con soltura. Se agarró a la pared para subir hasta la casa, con la terrible visión de los pasos de su madre dos días atrás, cuando sabía que se acercaba la hora de su muerte y necesitaba rescatar las profecías para pasarle el testigo.

Cuatro lágrimas rebeldes se deslizaron por sus mejillas hasta humedecer unos labios agrietados que no paraban de moverse al ritmo de los tembleques que la invadían lentamente. Abrió la puerta con la sensación de estar a punto de iniciar algo de lo que algún día se arrepentiría y avanzó hasta el salón sin dejar de sollozar.

—¿Dónde te has metido?

Agustí, en ese momento, se sentaba en el sofá con la mirada fija en el balcón cerrado.

—Estaba en la roca.

En los treinta años transcurridos desde la muerte de su padre su carácter había sufrido cambios inevitables. Aquel muchacho disperso, con dificultad para los estudios y una curiosidad innata que lo impulsaba a correr aventuras para descubrir los secretos de la gente, se convirtió en un reputado ingeniero. Era el responsable de la creación de los nuevos motores a reacción impulsados por combustible mineral. Agustí inventó una máquina capaz de convertir las piedras en una substancia líquida que producía energía al introducirla en una especie de catalizador. Así, el mundo de la mecánica encontró una energía alternativa de la mano de un científico español. Era un hombre felizmente casado con Ingrid Stein, una física sueca con un alto coeficiente intelectual que le aportó unas cuantas ideas para desarrollar el primer modelo de su invento y siguió a su lado en todo momento.

Ángela se sentó al lado de su hermano y escrutó su rostro descompuesto. Agustí estaba muy unido a Marta y a Mick, más de lo que él mismo se atrevía a aceptar, y era incapaz de encajar la desaparición de ambos con dignidad. Llevaba dos días con unas ojeras que casi tocaban el suelo y un humor agriado que hería constantemente a su familia, como si gritar y enfadarse con los demás pudiera devolverles la vida a sus progenitores.

Permanecieron los dos en silencio, como si las palabras fueran un sacrilegio a la memoria de sus seres queridos y pronunciarlas equivaliera a emborronar su memoria. Ángela no dejaba de llorar desconsolada, en ese instante Agustí aguantaba su pena con el ceño fruncido, la mandíbula apretada y los ojos fijos en la ventana mientras pasaba el brazo por el hombro de su hermana y le daba una palmadita de aliento.

Un cuarto de hora más tarde, cuando el sol poblaba una franja más alejada del horizonte, Ángel apareció por la puerta con rastros de sueño en la cara. El mayor de los tres hermanos era un hombre alto y espigado, los rizos dorados que le legó su padre los llevaba siempre sujetos en una cola y su mirada de ojos verdes refulgía en su equilibrada manera de ver la vida.

—¿Qué hacéis aquí? —dijo Ángel cuando se acercó—. Creía que quedamos en intentar dormir, tenemos un día muy largo por delante.

Ángel también conservaba el vívido recuerdo del secuestro de Ángela, de cómo su padre la utilizó para enardecer la naturaleza y de los sentimientos encontrados a los que se enfrentó entonces, cuando era demasiado inmaduro para ayudar a su madre de una manera contundente; la prueba estaba en que aceptó formar parte de Los Visionarios del Tercer Milenio, una organización terrorista con ideas apocalípticas liderada por su padre, durante un par de años antes del asesinato de sus abuelos. ¡Y fue su propio padre quien los lanzó por la barandilla! La odisea a la que se enfrentó su familia en el transcurso del año siguiente cambió la visión de la vida que Ángel tenía y lo obligó a madurar a marchas forzadas.

Tras el duelo entre sus padres Marta pasó unos días en prisión acusada del asesinato de Ángel Ponsard, hasta que se demostró que actuó en legítima defensa. Luego la familia se enfrentó durante meses al acoso de la prensa y a los titulares que clamaban a gritos la vinculación de su padre con la organización terrorista Al Qaeda.

Pasar por ese infierno fue el detonante para que Ángel abandonara la carrera de farmacia y dedicara su energía a estudiar medicina, convirtiéndose en un médico de cabecera con una sensibilidad especial por sus pacientes. En su fuero interno sentía como si sanando a los demás purgara la culpa de que su hermana fuera la causante de tantas muertes.

—No podía conciliar el sueño —le contestó Agustí de mala gana—. Llevo demasiadas horas esperando a que Ángela empiece a hablar de una vez, porque al fin y al cabo fue ella la que dejó que mataran a mamá y a Mick.

—¡Yo no dejé que los mataran! —gritó Ángela poniéndose en pie.

—¡Tú eres la que tiene premoniciones! —Agustí levantó el dedo índice en un gesto amenazante. Ángela se dejó caer en el sofá y ocultó la cara entre sus manos—. Mamá te dio sus escritos unos minutos antes de subir a casa y ser asesinada. ¿Vas a decirme que no sabías nada? No insultes mi inteligencia.

—De algún modo yo lo sabía... ¡Está bien! Yo sabía lo que pasaría a continuación —admitió con un hilo de voz—. Llevo años con un sueño recurrente sobre el suceso, pero cuando mamá apareció en la librería con sus profecías me quedé petrificada. No sé exactamente qué me pasó, fue como si mi cuerpo y mi mente fueran entes separados que no se conectaban entre sí.

—¡Deberías haberlos seguido! —Ángel se sentó en el sillón adyacente. No hablaba con tanto resentimiento, pero se lo notaba alterado—. ¡Se lo debías a mamá y a Mick! ¡Ellos te salvaron! ¡Siempre han velado por ti y por tu hijo!

—¡No podía seguirlos! —las lágrimas saltaron de sus ojos con fiereza—. Mamá me lo advirtió en infinidad de ocasiones de manera contundente. ¡Ella sabía lo que pasaría! ¡Y lo aceptó! Nosotros deberíamos hacer lo mismo.

—Y no subiste hasta que fue demasiado tarde... —Agustí la taladró con la mirada.

—Sólo tardé unos minutos, el tiempo necesario para serenarme. Justo cuando el ascensor empezaba a subir escuché los dos tiros. ¡Ese cabrón! Se escapó escaleras abajo y no le pude identificar —Sollozó—. Lo siento, lo siento...

La mirada de Ángela se enturbió de repente con una bruma opaca que precedía a sus desmayos. No tardó en sentir cómo su consciencia se alejaba poco a poco de Calella para llevarla a un lugar etéreo donde la voz de su madre la guió entre la nada.

- Ángela, inicia tu ciclo, no tengas miedo —las palabras de su madre, las mismas que oyó la noche anterior junto al mar, le llegaban en medio de una especie de duermevela—. Ha llegado la hora de pasar el ritual. Despierta a tus poderes dormidos.

Se despertó horas más tarde en su cama, la misma de la que su padre la secuestró treinta y un años atrás, cuando todavía era una niña inocente, sin ostentar un poder capaz de enfurecer a la naturaleza. Cuando regresó con su familia a Barcelona, tras presenciar cómo su madre mataba a su padre poseída por el espíritu de todos cuantos ella había ayudado a matar, empezó a luchar contra la locura y su vida se convirtió en un pozo negro lleno de angustias y amarguras.

La habitación de Mick estaba toda patas arriba, como siempre su hijo prefería pasar las horas frente a la pantalla del ordenador que hacer la cama o guardar la ropa que tiraba al suelo al sacársela por la noche. Ángela se paró unos instantes en el umbral para mirarlo. Él era sin duda el gran logro de su vida y, a pesar del riesgo inherente a la decisión de tenerlo y al miedo de que cuando supiera la verdad pudiera perderlo, lo amaba más que a nada en este mundo.

Caminó silenciosa hasta su hijo de doce años y le acarició los cabellos que caían sueltos hasta fundirse con los hombros. La mayoría de muchachos se pelearían por una melena como la de Mick, ese era el peinado de moda entre los adolescentes que poblaban la acera con pantalones pitillo hasta los tobillos, botines de media caña de cuero marrón y camisetas ceñidas con el mensaje más in de la época: «Soy adolescente, cuidado conmigo». Hacía un par de años que una agencia publicitaria lanzó al mercado ese eslogan ligado al nuevo producto que deseaban comercializar: el ElecBook, un libro electrónico que ofrecía unas prestaciones muy novedosas: conseguía canalizar las sensaciones del lector a través de unas ondas electromagnéticas que traspasaba a la pantalla y creaba unos gráficos de colores según su estado de ánimo. La intención inicial de la campaña fue captar la atención del público adolescente con las camisetas que se regalaban junto al aparato y las vallas publicitarias donde los gráficos de colores eran el reclamo para que los chicos se sintieran rebeldes, distintos y, en definitiva, adolescentes. La realidad fue que creó beneficios alternativos, porque a la larga otros grupos de edad se apuntaron a la moda del ElecBook, la lectura se puso de moda y las camisetas empezaron a comercializarse en los diferentes colores de los gráficos; así, los chicos demostraban su estado anímico según el color que eligieran ese día.

Mick llevaba la camiseta de color negro para demostrar su duelo. Estaba muy unido a Marta y a su abuelo Mick. Había crecido junto a ellos y su madre en la casa familiar situada sobre la librería Noguera, y su abuela substituía a Ángela cuando ésta era presa de uno de sus vahídos repentinos. Ángela era una madre cariñosa, paciente y dulce, pero sus continuos desvanecimientos imposibilitaban que se encargara sola de la crianza de su hijo.

—¡Mamá! —Mick se apartó del teclado y la miró de hito en hito—. Esta vez solo te ha durado una hora. ¡Qué raro!

—Esta vez ha sido diferente.

Ángela se sentó en el borde de la cama y contempló en silencio los rasgos de su hijo antes de lanzarse a decir lo que la quemaba por dentro. ¡Le recordaba tanto a Ángel Ponsard! No quería admitirlo, pero Mick había heredado aquel aire de Adonis que irradiaba su padre biológico. Tenía las mismas cejas frondosas, el mismo cabello, incluso la nariz aguileña asomaba por debajo de los ojos cuyo color difería del original. En contra de todo pronóstico, las pupilas de Mick se tiñeron de verde esmeralda a los seis meses y ya nada alejó ese color de ellas.

—¿Vas a soltarlo o esperarás a que yo lo adivine?

Mick enarcó una ceja en un gesto característico. Con su madre siempre andaba a tientas, los continuos desmayos con los que le obsequiaba le habían parecido terribles de bebé, molestos de niño y preocupantes desde hacía unos meses, cuando la abuela Marta le reveló parte de la historia del secuestro de su madre; además, lo habían obligado a madurar a una velocidad distinta a sus compañeros de clase, porque sabía por Marta el momento exacto en el que tendría que enfrentarse al destino y el papel que iba a jugar en él, y que ese momento estaba a punto de llegar.

Ángela se quedó callada, con las palabras atropelladas en la garganta, sin capacidad de admitir la verdad que la abocaría a un viaje sin retorno para el que no estaba mentalmente preparada. De repente, toda la angustia se transformó en un llanto sonoro e histérico, un llanto que convulsionaba su cuerpo con espasmos desmesurados, como si acabara de poner las manos en un enchufe y la electricidad fluyera por sus venas, se fundiera con el torrente sanguíneo y lanzara las chispas a través de los nervios.

Su hijo, con ademán resignado, la envolvió entre sus brazos para consolarla como a una niña pequeña. Parecía como si el mundo acabara de darse la vuelta y los papeles se invirtieran. La arrulló como a un bebé, la acarició y la meció hasta que se calmó. Entonces se quedaron un buen rato abrazados en silencio, sintiendo el peso de la responsabilidad que acababan de comunicarse sin palabras, aceptando el destino de su estirpe.

El secreto de los cristales
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