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25 de enero de 2035
BASS
Las alucinaciones no acababan de remitir ni con la medicación que Ángel le había prescribito. Ingrid llegó a borde del Bass cinco días atrás aquejada de síntomas psicóticos. Creía ver una serpiente reptando por todos lados, acercándose a su oreja, como si sus pesadillas nocturnas estuvieran a punto de cumplirse.
No tenía consciencia de la realidad. Era como si viviera en un mundo paralelo donde se confundían las imágenes de su vida y las de la víbora tricéfala que luchaba por apoderarse de sus pensamientos. Tenía recuerdos fragmentarios y confusos de su pasado, destellos borrosos de personas, lugares y decisiones. En algunos momentos recordaba a su marido y a sus hijos con cariño, como si nunca los hubiera abandonado. En otros, se veía a ella misma cometiendo crímenes, sesgando vidas, apretando el gatillo. Era como vivir en un tiovivo emocional que la llevaba atrás y adelante en el tiempo, desde su infancia como Dolly hasta su madurez como Ingrid, separando ambas personalidades, como si cada una de ellas conviviera en un mismo cuerpo, pero fuera dominada por una mente distinta.
Las arremetidas de la serpiente eran cada vez más intensas. Ingrid acabó recluida en un rincón oscuro del camarote, menguada en una posición fetal, con las piernas recogidas por los brazos cerca del cuerpo, llorando desconsolada, aguantando la presión. En algún lugar de su cerebro ardía una pequeña llama que la ayudaba a mantener a la víbora alejada, pero el fuego se reducía cada día.
Cuando la llave giró en la cerradura un escalofrío la recorrió. Cada vez que la luz inundaba el camarote se sentía más vulnerable, como si la serpiente adquiriera fuerza a través de los aparatos eléctricos. Cerró los ojos con saña, sin atreverse a mirar a la persona que entraba, tal como llevaba haciendo los últimos días cada vez que le traían la comida, o la medicación, o intentaban que se aseara.
—No te asustes, tía Ingrid. —La voz de Mick le llegó distorsionada por los recuerdos de una tarde lejana, con la jeringuilla preparada, inyectándole un nanovirus mortal—. No voy a abrir la luz, sé que te molesta.
No contestó. Estaba aterrada al verlo caminar hacia ella cojeando, con todo un lado del cuerpo paralizado.
—No temas —dijo el chico con voz melosa—. No quiero hacerte daño, solo necesito hablar unos minutos contigo.
—¡Vete de aquí! —gritó sin dejar de removerse inquieta—. La serpiente te va a atrapar, ¿no la ves?
Mick se acercó a la cama tanteando el suelo con los pies para avanzar en la negrura. Llegó al catre donde su tía no paraba de moverse presa de los espasmos que recorrían su cuerpo.
—Tía Ingrid —la llamó en un susurro—. Sé que la serpiente viene a por ti, que quiere poseerte. Pero debes ser fuerte, aniquilar la posibilidad de que entre en tu mente, porque eso solo le dará más poder. El fuego se alimenta de fuego. Ese es tu elemento y no debes dárselo.
Ella lo buscó desconcertada, con los ojos saltando de un lugar a otro, como si las palabras del chico tuvieran un sentido que no acababa de descifrar.
—Una hoguera —dijo al fin—. Tengo una hoguera que quema dentro de mí, la veo en sueños, pero se está apagando.
El dolor de cabeza de Mick regresó de nuevo con mayor virulencia. Llevaba una semana con nuevos síntomas y las visiones que lo asaltaban con asiduidad aumentaban su sensación de malestar. Sin embargo, no podía renunciar a la lucha. Sabía que la única manera de ayudar a su tía era con los cristales, apartando a la serpiente para siempre de ella. Lo vio en las imágenes. Pero también vio la amenaza que supondría ella después del ritual.
Mick se quedó allí un rato, arrullando a Ingrid, indeciso, con los cristales quemando en su bolsillo. ¿Debía someter a Ingrid al ritual?