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16 de febrero de 2036

Colombia

El cuerpo de Ángel permanecía en el suelo del lavabo. Inés observaba las imágenes que le devolvía el espejo, unas imágenes que empezaron con el reflejo de su tía y se convirtieron en una puerta al lugar donde se ocultaba su marido. Su tía traspasó la puerta convertida en una serpiente tricéfala que atacó a Ángel.

Rocío estaba en trance. Con los ojos vítreos y las manos levantadas hacia delante, no cesaba de salmodiar con un rostro inexpresivo. Parecía una estatua parlante que emitía rayos rojizos a través de las yemas de sus dedos para llegar a otro lugar.

Los sentimientos de Inés estaban revolucionados. Era como si toda una vida de engaños y traiciones acabara de atraparla en un torbellino de emociones que la ahogaban. Mientras sus ojos recorrían la escena que se desarrollaba en algún lugar indeterminado, su corazón se desgarraba de dolor. Era como si un vacío intenso se propagara por su cuerpo y le arrebatara la convicción de actuar correctamente en su vida.

Ángel seguía estirado en el suelo, con la boca abierta y los ojos entrecerrados. Los labios se le tornaron morados, del color de la muerte, y su rostro mostraba una palidez extrema, con un tono grisáceo que le apagaba. Mientras la serpiente se introducía por su oreja derecha el cuerpo de Ángel se contorsionaba al son de los espasmos que sacudían los músculos de manera implacable. Parecía como si una corriente eléctrica invadiera su interior y lo obligara a danzar a su ritmo.

Durante cerca de cinco minutos, la víbora se apoderó de la consciencia de Ángel. Inés presenció la posesión con un nudo en el estómago, como si cada segundo que avanzaba en el reloj le estrujara un poco más las vísceras y no pudiera reprimir las ganas de vomitar que la acosaban. Era como si el corazón se le rompiera en mil pedazos y, por primera vez en su vida, pudiera sentir algo más que odio y maldad.

El espejo funcionaba como una pantalla de televisor. Ángel se puso en pie con la mirada corrompida, como si sus ojos empequeñecidos gritaran el cambio de dominio al que Rocío había sometido a su cerebro. Inés pudo descubrir los gestos viciados por su tía, un cambio de actitud casi imperceptible que se insinuaba en cada uno de sus movimientos.

—Ahora necesito que prestes atención. —le dijo Rocío con voz de ultratumba y sin variar ni un ápice su postura—. Si Ángel realiza cualquier movimiento en falso, nos descubrirán, quiero que me guíes a la hora de comunicarme con los miembros de la familia Noguera.

Inés asintió con la cabeza sin llegar a decidirse sobre su próxima actuación. La tensión de lidiar con los sentimientos encontrados que la sacudían no la dejaba respirar. Por un lado, la abnegación de toda una vida a la causa liderada por su tía la obligaba a ayudarla a lanzar el asteroide contra la Tierra; por otro, el comportamiento duro e insensible que Rocío mostraba últimamente había aflorado el amor que le profesaba a su marido y a sus hijos.

Ángel recorría un pasillo blanco con las paredes de metal y varias puertas diseminadas en toda su extensión. Caminaba con la mirada hacia delante y una actitud un tanto fría para él. Mantenía la mandíbula apretada y el ceño fruncido y sus pasos eran demasiado rápidos y contundentes.

—Se comporta con demasiada frialdad — dijo Inés, más para ella misma que para su tía—. Ángel es dulce, cariñoso, de buen corazón. —Y esas palabras resonaron en su interior como un mantra que se extendía por los recuerdos.

Rocío realizó un sobreesfuerzo al intentar mostrar una actitud más afable en su posesión, pero no lograba encontrar la manera de dulcificar sus propios sentimientos. Se encontraba con varios problemas: el primero era su propio carácter insensible y, el más grave, que Ángel mostraba un rechazo férreo a las órdenes que ella dictaba a su cerebro, y le costaba mucho mantenerse firme en sus propósitos.

Al llegar al final del pasillo, Ángel abrió una puerta que daba a algún balcón exterior donde un cielo azul les saludó. Los rayos del sol acariciaban la cubierta de un barco que surcaba un mar sereno con el zumbido lejano del motor a poca potencia. El médico contrajo todos los músculos del cuerpo mientras avanzaba dificultosamente hacia la barandilla abierta al océano. Rocío escuchaba con claridad sus pensamientos deseosos de lanzarse al vacío y no quería proporcionar ninguna información útil a sus adversarios. Rocío aumentó la presión a la que sometía a su cerebro y los pasos de Ángel se redujeron. Era como si un bloque de acero espesara su sangre e impidiera que la pierna se moviera de manera satisfactoria.

—¿Qué pasa? —gritó Inés.

—Está luchando contra mí —le contestó su tía—. Está realizando un esfuerzo sobrehumano para tirarse por la borda y acabar con la posesión. —Aspiró aire por la nariz con fuerza—. Necesito toda mi concentración para dominarlo.

Rocío empezó a salmodiar de nuevo y una serie de llamaradas se escaparon de sus manos hasta cruzar al otro lado del espejo. Ángel redujo la distancia hasta la barandilla de manera drástica, solo necesitaba dar un paso más y alcanzaría la meta. Levantó la pierna derecha sudando a mares y se agarró a la balaustrada con las manos. En ese instante sintió cómo le alcanzaba el fuego en su cerebro. Fue como si todos sus circuitos neuronales ardieran. Se agarró la cabeza por las sienes gritando de dolor. No podía soportar aquella presión en el cerebro, era como si estuviera a punto de reventar.

La escena arrancó varias lágrimas a Inés, quien no podía controlar las náuseas. Se hincó de rodillas en el váter para expulsar el padecimiento por la boca, como si con aquel acto pudiera vaciar su consciencia. Su marido se retorcía de dolor, gritaba con un lamento agudo, como el de un animal herido de muerte. Luego volvió a desmayarse en el suelo, con un reguero de sangre brotando de su oreja derecha y unos espasmos grotescos sacudiendo su cuerpo empapado en sudor.

—¡Ya eres mío! —vociferó Rocío con júbilo—. Ahora te vas a levantar y vas a obedecerme si no quieres probar un poco más de mi fuego.

Las carcajadas de su tía penetraron por los pabellones auditivos de Inés y le proporcionaron el empuje suficiente para levantarse. Sabía que Rocío torturaba a su marido en la distancia, que lo obligaba a doblegarse ante ella.

Se acercó a su tía con una mirada de determinación que helaría la sangre de cualquiera. Era como si Inés se hubiera vaciado de sentimientos y nada más que un odio visceral hacia su tía la dirigiera.

En el espejo Inés vio a su propia hija encontrando a Ángel en el suelo, justo cuando él abría los ojos. La niña estaba asustada e intentaba por todos los medios ayudar a su padre a levantarse. Él la miraba con los ojos de Rocío, con maldad dentro de las pupilas que esgrimían un brillo rojizo.

Fue en ese instante en el que Inés no logró reprimir más su dolor. La mano derecha actuó de manera independiente al resto del cuerpo y bajó hasta la cintura donde se asentaba la pistola que llevaba últimamente para protegerse de posibles peligros. Sintió el frío tacto de la culata cuando rescató el arma del cinto y la empuñó con rapidez. Cerró los ojos, apuntó a la sien de su tía y disparó.

El secreto de los cristales
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