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4 de noviembre de 2035
Estavar
La serpiente seguía cruzando un universo lleno de astros brillantes. Ángela flotaba en medio de la inmensidad negruzca donde doce círculos de luz se unían en una gran circunferencia brillante. La víbora serpenteaba dejando una estela de chispas tras ella, acechando la posición de Ángela, persiguiéndola, acosándola.
Ángela se despertó en mitad de la noche con una extraña sensación en el estómago. Presentía que el cerco de la sombra se cerraba y que en unas horas ya no estarían seguros allí. Era como si pudiera oler su aliento y ver cómo su lengua bífida culebreaba en la cercanía.
El día anterior había sido uno de los más complicados de su vida. Averiguar la conexión familiar entre George y su padrastro la desencajaron, pero volver a tenerlo cerca tras trece años de ausencia fue el detonante para una crisis de ansiedad. Aquella descarga que se encendió en su corazón en el pasado prendió de sus cenizas como una corriente eléctrica que fue reiniciando los sistemas con chispazos para despertar de nuevo la pasión.
Cuando recuperó el aplomo y las confesiones de Ray, despejaron una mentira oculta durante demasiados años, Ángela se descubrió anhelando a George, con la adrenalina circulando por su organismo y el corazón palpitando desbocado. Intentó por todos los medios dominar sus sentimientos, sin embargo nada podía ocultar que seguía enamorada de él, que nunca llegó a olvidarlo.
Comieron en la cocina, la tensión dirigió el silencio instaurado entre los cuatro. George necesitaba tiempo para asentar las revelaciones, Mick no sabía cómo encarar la situación, Ray guardaba las distancias y Ángela se enfrentó a sus sentimientos y a las continuas miradas de reproche que su hijo no paraba de lanzarle de manera furtiva desde que descubriera la identidad de su padre.
La astrofísica no aguantó la tensión. Se levantó a media comida, enfiló las escaleras al piso superior sin proferir palabra, se encerró en su habitación y lloró desconsoladamente. Siempre intuyó que llegaría el momento de acatar sus decisiones del pasado, de hablar con Mick acerca de su padre, pero nunca imaginó que George volvería a su vida para desatar de nuevo ese amor pasional que la cegaba.
Tardó más de media hora en calmarse y darle vueltas a la última pesadilla para evitar que sus problemas personales la desestabilizaran. Sabía que esta vez su enemigo era fuerte, pero no acababa de entender las visiones del universo. ¿Era por su profesión? ¿O algo se le escapaba? Caminó durante un rato por la habitación a oscuras, recordando los detalles del sueño.
Había algo en sus pesadillas, algo que no llegaba a dilucidar, algo importante. La silueta negra se reveló como una serpiente ¿Por qué lo había olvidado durante tantos años? En esos instantes era capaz de verla como si nunca se hubiera borrado de sus sueños ¿Por qué siempre la veía en el espacio? Eso era muy curioso, lo más curioso de todas las revelaciones. Quizás solo era producto de su profesión, pero sabía que en esa visión en concreto se encontraba una clave, y estaba relacionada con un miedo ancestral que le oprimía el estómago cuando descubría la velocidad con la que la serpiente se acercaba a la Tierra.
¿Acaso les acechaba algún peligro que ella, una de las astrofísicas más destacadas de la época, no tenía presente? Sus últimas investigaciones profesionales se centraban en el asteroide Apophis, cuya órbita lo acercaba a la Tierra, temiéndose una colisión en un futuro no muy lejano. Y el significado de su nombre era demasiado importante para no prestarle atención.
El asteroide, denominado en un primer momento 2004 MN4 y numerado después 99942, llevaba el nombre griego de Apep, el dios egipcio en forma de serpiente que habita en la oscuridad eterna del Duat (inframundo) y que cada noche intenta destruir el Sol (el dios Ra).
¿Podía existir una conexión entre Apophis y la serpiente de sus sueños? No. Eso no tenía ningún sentido. Un par de semanas atrás ella misma había descartado por completo la colisión fechada para el 13 de abril de 2036.
De repente lo entendió. Fue como si un resorte invisible que bloqueaba su raciocinio se abriera. Se acercó corriendo al portátil que su hermano le envió a través de Ron para mantenerse conectados. Con unas pulsaciones aceleradas en los dedos navegó entre sus notas de la pantalla táctil, buscando la referencia al asteroide Apophis, aquel que sus colegas y ella misma habían desestimado como posible amenaza para la Tierra.
La fecha prevista para su llegada a la Tierra era determinante, tan determinante que no podía obviarla.
El mito egipcio de Apophis era una de las primeras teorías sobre la materia y la no materia, el bien y el mal, el yin y el yang,... ¡Existían tantas maneras de llamarlo! Era la base de sus estudios universitarios, lo que siempre la atrajo del universo: la necesidad de que existiera esa dualidad para que el firmamento fuera posible y, por lo tanto, para que el ser humano poblara una diminuta porción de aquel ente en constante crecimiento.
Los egipcios no conocían la mayor parte de los descubrimientos científicos en los que Ángela basaba sus investigaciones, pero fueron capaces de entender que el equilibrio de la creación se sustentaba en la manifestación de los contrarios: Apophis significaba la no existencia necesaria para que ellos existieran; gracias a la lucha diaria entre Apophis y Ra cada día salía el sol para alumbrarlos. Ra vencía a la serpiente decapitándola, pero cada noche Apophis la regeneraba, porque sin él no existiría el inframundo donde se inició el mundo, el único que persistiría cuando los dioses murieran.
Una de las teorías más aceptadas sobre el universo era que en él habitaban la energía positiva y la energía negativa, o energía oscura, y gracias a la fricción entre ambas se creaba la chispa necesaria para su crecimiento continuo. Sin embargo, nadie había sido capaz de imaginar qué era la nada; el lugar donde habita el universo actual tenía que ser esa nada antes, pero, ¿quién podía describirla?
Había otra cosa importante en sus últimas visiones: aparte de la serpiente y del universo, también podía ver con claridad los doce círculos entrelazados que presidían su habitación desde que regresara a Barcelona embarazada de Mick. Los había dibujado de pequeña, con unas manos en el centro, como símbolo de la culminación de esos doce ciclos.
Y doce eran los signos del zodiaco, los que poblaban el universo durante un año sideral: los 25.968 años que tardaba el sistema solar en atravesar el cinturón zodiacal. ¿Y no eran los gnósticos los que aseguraban que cada raza raíz de la Tierra solo podía durar ese tiempo? ¿No se podría dilucidar que Apophis venía a destruir la humanidad como otro meteorito destruyó la supremacía de los dinosaurios?