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1 de noviembre de 2035

Barcelona

Los recuerdos del pasado se fundieron lentamente para devolverla a su habitación con los muebles desvalijados, el suelo alfombrado con sus objetos personales y la caja fuerte abierta de par en par, vacía, sin las cuartetas de su madre. Acababa de verse a sí misma batallando contra las imágenes que luchaban por poseerla, lanzándolas fuera de ella con una coraza que diseñó a base de tesón y tozudez. Y ese acto le había costado un desmayo, el primero de una larga lista.

Ángela se levantó con una sensación de irrealidad acosándola. Se tragó un par de comprimidos que tenía en el bolso para apaciguar el dolor en el brazo, se atusó los pantalones, se secó las lágrimas y caminó por el pasillo rumbo al salón, donde el murmullo de la voz de sus hermanos se mezclaba con la de dos hombres desconocidos y la de Mick.

Los dos sofás de tela negra estaban ocupados por Ángel, Agustí, su hijo y dos policías uniformados que anotaban las respuestas de Mick en una libreta. El chico estaba claramente turbado, con el cejo fruncido, la mirada húmeda y los ojos enrojecidos. Contestaba al interrogatorio con monosílabos, sin acabar de profundizar en las preguntas de los agentes. Ángel y Agustí intentaban reconfortar a su sobrino con frases de ánimo, pero Mick no podía olvidar la sucesión de desgracias a las que se había enfrentado esos últimos dos días.

—¡Doctora Harris! —profirió uno de los agentes al verla aparecer por la puerta—. Espero que se encuentre mejor, su hijo me ha contado que acaban de regresar del hospital y que necesitaba descansar. ¡No le pegan a uno un tiro cada día!

—Estoy mejor, gracias —atinó a contestar Ángela mientras tomaba asiento en el sillón de su padre adoptivo—. ¿Han averiguado quién me disparó?

—Los inspectores que la interrogaron ayer en el hospital se encargan de los sucesos de esa índole —contestó el otro policía, claramente alterado—. Nosotros hemos venido por el allanamiento. ¿Ha comprobado si se han llevado joyas, dinero, tecnología o cualquier otra cosa de valor?

—Se han llevado los papeles de mi abuela que mamá guardaba en la caja fuerte —se apresuró a contestar Mick—. He revisado el resto de la casa y no falta nada más.

—Extraño. —El agente que había hablado primero se acarició el mentón—. Muy extraño. ¿Seguro que no falta nada de valor? —Arqueó las cejas para enfatizar la pregunta.

—Completamente seguro. —Mick empezó a recuperar el aplomo—. Durante la media hora que han tardado en venir he repasado toda la casa, solo se han llevado los papeles de la abuela.

—Deben contener información importantísima —apuntó el otro agente—. Han registrado la casa a fondo para encontrarlos.

Ángel carraspeó para captar la atención de los policías.

—Deberían relacionar el robo de esos papeles con el disparo a mi hermana, el asesinato de nuestro tío Martí este mediodía y el de nuestra madre y padrastro la semana pasada. Estoy seguro de que todo es obra de una misma persona.

—¿Qué había en esos papeles para provocar tantas muertes? —dijo uno de los policías con ironía.

—No tenemos ni idea —se apresuró a contestar Agustí—. Eran papeles que mamá guardaba en la caja fuerte de la habitación de Ángela, pero nunca nos comentó de qué trataban.

Mientras la conversación se arrastraba por el peso de los acontecimientos, Ángela se abstrajo para deslizarse por el pasadizo de evidencias que se abrían ante ella. Sabía con certeza que el 13 de abril era un día relevante, que algo había sucedido o iba a suceder en esa fecha. Las dos revelaciones que tuvo en el transcurso de las últimas horas apuntaban, sin lugar a dudas, a aquel día. Además, ahora que empezaba a ordenar la cronología de fechas importantes para ella, se daba perfecta cuenta de que la mayoría correspondían al 13 de abril: Mick nació ese día, su madre se casó con Mick Harris el 13 de abril de 2006, conoció al padre de su hijo un 13 de abril, y todos los años sentía los accesos de angustia más fuertes ese día.

En los dos viajes al pasado que había experimentado ese día se encontraban las claves para descifrar parte de la realidad a la que se enfrentaba. Porque de eso sí estaba segura: su mente funcionaba como una máquina del tiempo que le proyectaba la película de acontecimientos con una precisión casi inverosímil. Sabía que esa era una de las facultades de su madre, revivir el pasado y escrutar cada fotograma cuando necesitaba recuperar un detalle concreto. Y sabía que también ella poseía ese don.

No detuvo la película de sucesos para descubrir las claves que ignoró conscientemente en el pasado. Durante años, y a pesar de su bloqueo a las visiones, éstas consiguieron materializarse en los dibujos que plasmaba sobre cartulinas blancas. De hecho, ahora que lo analizaba, se daba perfecta cuenta de lo extraño de su proceder cuando se situaba delante del papel. Una vez su mano esgrimía el pincel sobre la blancura, era presa de la magia de la inspiración. Claro que nunca se planteó que esa inspiración pudiera ser fruto de sus facultades proféticas.

El momento álgido en su obcecación por eliminar cualquier atisbo de visión lo alcanzó el año en el que se negó a seguir pintando, justo aquel en el que los desvanecimientos se erigieron como la forma en la que su cuerpo se rebelaba contra el bloqueo. Con esa actitud, además, acabó por condenar a Marta y a Mick al ostracismo.

Ahora empezaba a entrever lo que Marta ya apuntó detrás de la puerta tantos años atrás: que había algo mucho más trascendente que el don profético, algo que tenía que ver con ella y los poderes que su padre despertó. Pero, ¿realmente no era el rey del terror como afirmaba su padre? ¿Y si eran necesarios esos dones para encarar la misión que el destino le encomendaba?

El secreto de los cristales
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