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12 de abril de 2036

Barcelona

Un temblor de tierra de baja intensidad azotaba la capital barcelonesa. Hacía un frío glacial que contrastaba con el fuego interno que poseía a Ingrid en su camino hacia el coche. Desoyó todos los consejos de prudencia de los noticieros. Se sentía tan segura de su triunfo sobre la raza humana que se arriesgaba a desafiar a las inclemencias que la proximidad del asteroide desataban sobre la faz de la Tierra.

Con el mando a distancia abrió las puertas del todoterreno. Las cuatro luces chispearon en mitad de la lluvia que se ensañaba con el exterior, acompañada de ráfagas de viento huracanado. El suelo se estremeció en el momento en el que el motor del coche lanzó el primer rugido.

En el navegador escribió las señas de la Roca dels Moros, la localización que extrajo de su viaje al pasado familiar. Sabía que la cueva de la laguna se encontraba en los alrededores y quería ser la primera en llegar para alzarse con el triunfo.

Ingrid ya no era la mujer que sufría por su cometido. Ya no sentía nada por su familia, el amor hacia su marido y sus hijos se desleía en virtud de un único sentimiento que dominaba su determinación: convertirse en la líder de un nuevo orden de criaturas que se asentarían en el planeta.

Contempló la pantalla del ordenador instalado en el navegador que reproducía las imágenes que se desarrollaban en el refugio preparado para albergar a los primeros vástagos de la nueva raza. Encontrarse con el rostro aterrorizado de su hijo Guillermo no le despertó el menor remordimiento. Él era sangre de su sangre, el futuro procreador de la familia dirigente de ese mundo nuevo que ella crearía. Poco podía imaginarse que aquellas imágenes habían sido programadas por Ray para que se repitieran cada doce horas, de manera que ella no pudiera ser testigo de lo que realmente se fraguaba entre esas paredes rocosas bajo tierra.

El coche traqueteó sobre las grietas creadas por el último terremoto. Los estremecimientos del cielo precedieron a una tormenta de granizo que impactó contra el parabrisas, originando un sonido ensordecedor. Durante cerca de media hora Ingrid se resignó a mantenerse quieta en la carretera que iniciaba el recorrido hacia la provincia de Lleida, justo donde se encontraba el abrigo del Cogul.

Cuando los últimos proyectiles de hielo se convirtieron de nuevo en las gotas que despeñaban el cielo sobre la tierra, Ingrid reinició la marcha hacia su destino, el único capaz de concederle el triunfo.

Llegó en poco más de tres horas. Debido al azote de la tempestad, tardó más de lo previsto. Las últimas luces del día se escapaban entre la negrura que amenazaba con instalarse en aquel recodo del mundo donde los apagones fortuitos se ensañaron con las farolas que señalizaban la calzada.

Armada con una linterna, Ingrid se apeó del coche, se cubrió con el impermeable y se internó en la búsqueda de la cueva de la laguna, siguiendo las pistas de Ruth, rastreando el último enclave de una historia iniciada en los albores de este ciclo de ciclos.

El secreto de los cristales
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