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13 de abril de 2590 a.C.

Meseta de Gizeh

Piros se sentó en la ribera del Nilo a contemplar las obras que albergarían el monumento al fuego. El lugar elegido para la futura tumba de su amante era sin duda un enclave importante en la geografía terrestre. Contenía un flujo energético en sus entrañas, un fuego eterno que algún día se alzaría para restablecer el equilibrio cósmico.

Keops era un faraón despótico y egocéntrico que basaba todo su reinado en su tránsito al más allá. Tras la muerte de su padre, el faraón Knuumun-Khufwi (conocido como Khufu y traducido al griego, Keops) accedió al trono y utilizó ese poder con marcada crueldad en un estado estructurado en distritos administrativos que dirigían los miembros de la familia real.

El futuro de la humanidad dependía de la construcción de aquella pirámide que inflaba las ansias de poder de Keops, y Piros se aprovechó de las circunstancias para adaptar las aspiraciones del faraón a las suyas propias. Lo hechizó con su cuerpo perfecto y se las ingenió para llegar a ser su amante. Al amparo de las noches compartidas, le susurró sueños de grandeza a sus oídos sedientos y consiguió modificar los planos originales de la pirámide para adecuarla a las medidas que la visitaban en sueños.

Ella era una muchacha de inteligencia excepcional, descendiente de la primera Piros, una mujer que apareció en tierras egipcias muchas generaciones atrás porque sintió la llamada del fuego. Tenía una marca de nacimiento en el lugar exacto donde moría la espalda, un rombo que le ardía cada vez que se acercaba al centro exacto de la pirámide, al lugar donde se concentraba la energía.

Los conocimientos de Piros sobre el futuro eran limitados. Ella no poseía el don de la profecía que despertaría en las generaciones futuras, pero en sus noches bajo las estrellas podía descubrir la esencia de su destino. Entre tinieblas discernió la necesidad de erigir un monumento que perdurara en el tiempo, un lugar cargado de misterio e intrigas que despertara la curiosidad de las civilizaciones venideras y que no se destruyera.

Por eso utilizó sus conocimientos matemáticos, geográficos y astronómicos para diseñar la Gran Pirámide, y sedujo al faraón. Renunció a ser reconocida como la artífice de la tumba, dejando que los arquitectos reales pensaran que todas las ideas nacían de Keops, a quien ella se las sugería consiguiendo que él se creyera que eran suyas. Y así consiguió trazar los planos de una obra arquitectónica de dimensiones colosales, alineada con los cuatro puntos cardinales para marcar los lugares para emplazar los cristales.

Los ingenieros acababan de limpiar y nivelar la planicie para fijar con precisión los bloques que delimitarían las esquinas de la base de la futura pirámide. Piros convenció a Keops de la importancia de darle unas medidas simbólicas y la pirámide se proyectó de manera que el área de la base, dividida por el doble de su altura, resultara una cifra sagrada: 3,14159, Pi, el número del cosmos. Además, el perímetro de base era cien veces el número de días del año, y la altura se correspondía con una milmillonésima parte de la distancia de la Tierra al sol.

Piros se quedó sentada durante horas, con la sensación de entrar en un trance único, en una comunión entre presente y futuro, como si un gran agujero negro se acercara para comunicarla con otra mujer que habitaría miles de años después. Necesitaba transmitirle la visión de la pirámide, darle los conocimientos técnicos de la obra que concibió para que ella pudiera despertar al fuego que poblaba las entrañas de aquel suelo yermo donde se construía la Gran Pirámide de Giza.

La presencia de Ángela no le era del todo ajena. Era una muchacha de rasgos caucásicos que se introdujo en sus pensamientos para fusionarse con ellos. Piros sintió una descarga en su torrente sanguíneo que la revitalizó. Fue como si los poderes de Ángela la llenaran de una luz distinta.

Cuando el cielo se tiñó de negro y las estrellas parpadearon impunes en un universo plácido, Piros se levantó. Sus pies la condujeron al centro geodésico que contenía el fuego, al lugar del que en un futuro muy lejano iban a resurgir las llamas de ese elemento.

Levantó las manos hacia el cielo, acompañada por la presencia del futuro. Los salmos envolvieron la planicie con sílabas de consonantes, deteniendo el tiempo, permitiendo que todos los poderes de la estirpe fundada por Eva se desataran. A su alrededor se formaron doce círculos de luz para enmarcar la escena. Doce circunferencias planas que delimitaban el espacio que contendría el monumento.

Y el dibujo de la pirámide surgió de un flujo carmesí que encerraba sus manos, delineando cada pequeño recoveco, explayándose en cada rincón escondido, plasmando la manera en la que se iba a permitir la salida del fuego que quemaba bajo sus pies.

Durante unos momentos mágicos, la linealidad del tiempo se doblegó y Ángela descubrió el avance de la construcción, los miles de obreros obligados a transportar las piedras locales una vez las desprendían de las paredes; cómo las colocaban formando las caras de la pirámide, utilizando unas rampas de madera que los ayudaban a subirlas a peso. A final, cuando la última losa se erigió, las paredes fueron recubiertas de piedra caliza blanca y la punta se llenó con oro para representar los rayos del sol.

El secreto de los cristales
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