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30 de noviembre de 2035

Isla del Océano Pacífico

El día iniciaba su andadura en la superficie. Las criaturas marinas deambulaban cerca del cristal del salón y lo aporreaban con las colas y los morros, como si presintieran el estado anímico de los que desayunaban en absoluto silencio alrededor de la mesa. Los últimos cuatro días fueron difíciles de afrontar, sobre todo para Agustí.

Después de que el pasado 26 de noviembre Carla destrozara el laboratorio, necesitaron un día entero para calmarla. Parecía como si un ente extraño se hubiera apoderado de su persona y la hubiera convertido en un animal rabioso. La chica se pasó cuatro horas encerrada en el interior del laboratorio, acabando de destrozar con el puño cerrado lo poco que quedaba en pie, sin atender a las heridas que dejaban un reguero de sangre.

Cuando Carla por fin desatrancó la puerta, convertida de nuevo en la chica tierna que era, la invadió un ataque de nervios. El llanto se descontroló al son de los espasmos nerviosos que recorrían su cuerpo.

—¡No he sido yo! —chilló, totalmente fuera de sí—. ¡La serpiente me ha obligado a hacerlo! —Aporreó el pecho de su padre, quien intentaba calmarla—. ¡Sácala de mi cabeza! ¡Sácamela, papá!

Durante las veinticuatro horas siguientes Carla no dejó de suplicar que le arrancaran la serpiente, que aniquilaran al animal que se había metido en su cerebro y la acosaba.

La llevaron a su habitación entre todos, venciendo la resistencia de la chica. Parecía como si estuviera bajo los efectos de un alucinógeno. Agustí la veló durante la noche, con un nudo en la garganta cada vez que su hija se levantaba de la cama y se acurrucaba en una esquina chillándole a la nada, como si realmente hubiera una serpiente reptando cerca de ella.

El amanecer siguiente Carla despertó con una mueca de terror contrayendo su rostro. Se levantó de la cama, elevó las manos hacia el techo y susurró palabras en un extraño idioma silbante durante cerca de diez minutos. Tenía los ojos en blanco y todo el cuerpo rígido, como si fuera una estatua.

Cuando el último sonido se apagó en su boca, la rigidez de sus músculos desapareció de golpe, convirtiéndola en un cuerpo flácido que se desplomó en el suelo. Mantenía los ojos abiertos, con la mirada perdida en la lejanía, en un estado catatónico, sin hablar, sin moverse, sin reaccionar a las preguntas con las que su padre y su tío la bombardeaban.

Los tres días siguientes demostraron la existencia del nanovirus en el organismo de Carla, pero eso no explicaba el estado en el que se encontraba. Seguía con la mirada perdida, los músculos flácidos y sin reaccionar a los estímulos. Era capaz de alimentarse, caminar y realizar las funciones básicas del ser humano, pero no se relacionaba con los demás.

Ángel, Agustí y Roger trabajaban a contrarreloj en el laboratorio para sintetizar algún antídoto.

El secreto de los cristales
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