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16 de marzo de 2036

Colombia

Domingo caminó por el salón. Estaba furioso. Los informes de sus hombres no contenían ningún dato relevante sobre el paradero de Inés y el tiempo se le agotaba. La muerte de Rocío lo había colocado al mando de una facción medio destruida. Los tres refugios que controlaba un mes atrás los había perdido a manos de los federales estadounidenses, muchos de los hombres leales a Rocío se pudrían en Arizona y desconocía el paradero de Ingrid.

—¡He sido un estúpido! —gritó dándole una patada a la mesa de centro.

Se había pasado el último mes obsesionado por encontrar a la asesina de su mujer, sin atender a los síntomas inequívocos de que la organización se desmoronaba. No se enteró del asalto a los refugios hasta el pasado 14 de marzo, día en el que finalizaba el éxodo de las personas apuntadas en las listas, justo cuando intentó establecer contacto con el interior para constatar que todo estaba en orden. Llamó por un sistema seguro al intercomunicador instalado en la sala de control de los tres refugios, que estaba preparado para mantener una conversación simultánea. La pantalla de recepción mostró tres caras anónimas que lo informaron de la situación y lo amenazaron con encontrarlo. Domingo sabía que no podían localizar la procedencia de la llamada, pero se quedó helado al comprobar la merma en sus filas.

Llevaba dos días sin dormir, sin comer, sin salir al exterior. El estómago se le convirtió en un amasijo de nervios que le regurgitaban ácidos al esófago. El sistema nervioso se declaró en alerta y no paraba de lanzarle olas de sudor frío en todos los poros, latidos cardíacos demasiado acelerados, jadeos involuntarios en mitad de la noche y un tic molesto que le obligaba a parpadear continuamente.

Cuarenta y ocho horas atrás, descubrió que solo contaba con los hombres que custodiaban la casa. Tras rastrear la red en busca de otros adeptos, se cercioró de que no había nadie más. Los que no cayeron en las garras de la ley en los refugios fueron capturados en sus casas o desertaron. Supuso que los caídos fueron sometidos con las drogas de la verdad y no tardaron en traicionar los secretos de la organización.

La única ventaja con la que contaba Domingo eran las medidas de seguridad que Rocío consideraba primordiales y él adoptó en el pasado. Su mujer había sido una persona muy desconfiada, tanto que creó un muro entre ella y sus subordinados, de manera que nadie ajeno a su círculo conociera su ubicación. Y su círculo se reducía a Domingo, Inés y sus hombres más cercanos.

Se dirigió a la sala de mandos con una idea fija en la cabeza: tragarse el orgullo y unirse a la otra facción de Los Visionarios. Era la única opción que le quedaba si pretendía salvarse de la hecatombe.

El ordenador ejecutaba los sistemas de rastreo de los alrededores. Domingo se había vuelto muy paranoico en cuanto a su seguridad. Instaló sensores y cámaras en un radio de trescientos metros a la redonda de la casa y se pasaba las horas contemplando los movimientos exteriores, como si temiera la aparición repentina de Inés, o de Ingrid, o de las fuerzas armadas.

Comprobó todas las cámaras conteniendo la respiración. Desde que envió un email desesperado a la dirección que Ingrid utilizaba en el pasado, la única de la que disponía, su paranoia se había elevado a la máxima potencia. Todo le parecía sospechoso, incluso el movimiento involuntario de una rama lo hacía estremecerse.

El correo electrónico parpadeaba. Era el primer email que recibía en el último mes, así que no tardó ni cuatro segundos en abrirlo con un ahogo casi total.

«La situación es precaria. Los refugios están en manos de las autoridades competentes en cada uno de los países donde están instalados. Sólo me quedan veintisiete hombres y estoy malherida. Me parece correcto el planteamiento de aunar fuerzas para rescatar a nuestros seguidores y llegar a la cueva a tiempo. Te estaré esperando en Arizona. Dolly.»

El secreto de los cristales
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