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3 de noviembre de 2035

México

Rocío Ortiz, la máxima autoridad en una organización conocedora de un secreto antiquísimo que podía declinar la balanza de la supervivencia humana, se removía inquieta entre las sábanas. Los últimos acontecimientos la tenían tan preocupada que no era capaz de conciliar el sueño. El despertador marcaba las 2:30 de la noche y, por mucho empeño que le pusiera, no lograba calmar la angustia que la obligaba a dar vueltas a la situación. Necesitaba encontrar la manera de deshacerse de la ansiedad y dormir unas horas, a su edad ya no podía permitirse el lujo de pasar una noche en vela.

Abrió el cajón de la mesilla en busca de un somnífero de última generación que se reservaba para ocasiones como aquella, pero una vez tuvo el comprimido entre las manos lo volvió a dejar en su sitio; si llamaban con noticias quería oír el teléfono. Se levantó con cuidado de no despertar a su marido y se fue a caminar por el salón a oscuras.

La gran pantalla polivalente que ocupaba toda una pared frente a los sofás todavía mostraba la imagen de las profecías escritas por Marta Noguera que su contacto en Barcelona le remitiera el día anterior.

—¡Mierda! —renegó Rocío en voz alta— ¡Esa imbécil me la jugó!

En esas profecías no había encontrado rastro de la realidad que ella orquestaba para el futuro ni ninguna pista acerca del paradero de los cristales o de los puntos de energía tan necesarios para llevar su plan a buen término.

Ordenar el asesinato de Marta y de Mick le pareció una buena idea al principio, ambos conocían el destino de Ángela y no estaba dispuesta a que la chica se enterara de él. Sin embargo, no contaba con esa falta de información en las profecías ni con la certeza que poco a poco se abría camino en su mente, una certeza que la llevaba a desestimar las profecías de Marta como algo de valor. ¡Estaba segura de que eran una cortina de humo! Y se daba cuenta de que ese asesinato fue un gran error, uno de los muchos cometidos últimamente.

Anduvo en la penumbra hacia el porche, donde la recibió la noche estrellada. El bofetón del calor le enganchó el camisón de seda al cuerpo, que no tardó en exudar la humedad del ambiente por todos los poros de su piel. La frondosa naturaleza que rodeaba la finca de los Ortiz le regaló una explosión de fragancias. Aquella noche no soplaba ni una brizna de aire en aquel solitario paraje de México.

Rocío caminó por el sendero que llevaba a su oasis privado: una pequeña extensión de terreno con flores cultivadas por ella.

¿Dónde estaba George? Era la primera vez que desaparecía sin dejar rastro. Un sexto sentido la avisaba de la realidad, pero se negaba a aceptarla. ¿Podía George traicionarla? Lo cierto era que desde su temporada en Princeton algo había cambiado en él, como si se hubiera enamorado locamente de alguien imposible. Durante varios años intentó sonsacarle al respecto, incluso recurrió a uno de los detectives de la organización para descubrir lo sucedido, pero no encontró ninguna explicación a esa frialdad que le mostraba ni a la melancolía invariable en la que vivía el cantante.

«Los años pesan cada vez más», pensó mientras se sentaba en el banco de piedra y escuchaba el crujido de sus huesos envejecidos y corroídos por la humedad de la zona. En veinticinco años que llevaba viviendo allí nunca se había llegado a aclimatarse al lugar.

Repasó una vez más la secuencia de los hechos que la llevaron a huir de la cárcel para convertirse en otra persona. Todo era culpa de Marta, de esa arpía que fue capaz de matar a su propio marido con la vara de Nostradamus; una mosquita muerta a la que todo el mundo consideraba una santa. ¿Quién se creía para enviarla a prisión? Profirió una sonora carcajada al pensar que todos la daban por muerta.

Rocío fue una de las condenadas a prisión cuando Marta Noguera descubrió al mundo la existencia de Los Visionarios del Tercer Milenio. Pasó una buena temporada entre rejas, hasta que su posición en la organización le valió para preparar una fuga magistral. Simuló su muerte en el interior de la cárcel federal estadounidense y escapó de aquel infierno para iniciar una nueva vida.

Frunció el ceño mientras descargaba un puñetazo sobre el banco. Cada vez que recordaba el cautiverio aumentaba su rencor hacia la familia Noguera.

Los primeros meses en libertad los aprovechó para cambiar sus rasgos faciales sometiéndose a varias operaciones de cirugía estética. Rejuveneció su aspecto, mejoró el tabique nasal, agrandó las cuencas de los ojos, le dio volumen a sus labios y se tiñó la larga melena rubia de castaño. El único recuerdo de su antiguo yo eran las azulinas pupilas que refulgían a la luz de la luna.

Cambió su nombre real por el de Rocío Ortiz, pero nunca perdió el contacto con sus familiares ni con los adeptos a su credo. Los Visionarios no se habían debilitado tanto como las autoridades pensaban. Muerto Ángel Ponsard, se eligió a un nuevo líder, Roberto Encino, un hombre de ideales firmes y una idea muy clara de la necesidad de esperar el momento justo para hacer visible la presencia de la organización en el mundo.

En poco tiempo Rocío se convirtió en la mano derecha de Roberto gracias a una serie de ideas brillantes que demostraron su felina inteligencia. Y cuando el momento fue propicio, la visionaria se deshizo de la competencia dispuesta a ocupar el lugar que deseaba. Asesinó a Roberto con una dosis indetectable de veneno que le ocasionó un ataque cardíaco en cuestión de segundos.

Así se alzó con el liderato de la organización y se trasladó a vivir a una zona poco poblada de México, donde conoció a su actual marido y rehízo su vida sentimental, sin olvidar nunca el amor que sintiera en su juventud por el padre de sus hijos.

Suspiró al recordarle, agarró el teléfono fuertemente con la mano derecha, miró al cielo estrellado y se rindió a la evidencia: aquella noche no iba a conciliar el sueño.

Mick fue lo único auténtico de su vida, la única persona a la que amó sin reservas y por quien hubiera dado gustosa su vida. Ella era muy joven cuando lo conoció, apenas sabía nada de la vida ni de los visionarios ni del extraño amor que unía a Mick y a Marta más allá del tiempo y del espacio. Consagró esos primeros años en el FBI a Mick, a quererle, a serle fiel, a amarle más que a su propia vida. ¿Y cómo se lo pagó Mick? ¡Abandonándola para casarse con otra mujer! ¡Con su acérrima enemiga! ¡Marta Noguera!

Por eso le ocultó la existencia de dos criaturas creciendo en su vientre y envió a los gemelos a vivir con su hermana tras el parto. El rencor y la sed de venganza dirigieron sus decisiones, marcaron el rumbo de su existencia y la alejaron de sus hijos, a quienes siempre trató con despotismo. Se convirtió en una madre ausente la mayor parte del tiempo y demasiado exigente cada vez que estaba cerca de los gemelos. Pocas veces les regalaba una sonrisa, una caricia o un beso.

Arrugó el mentón en un claro gesto airado, marcó el número en el inalámbrico y esperó a que la voz de George le llegara clara desde algún lugar del planeta. La necesidad de conocer su paradero se unía a la ansiedad de lograr su objetivo. El momento de Apophis se acercaba y su cometido era crucial.

El secreto de los cristales
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