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15 de diciembre de 2035

Una isla caribeña

Ron parpadeó cuatro veces antes de abrir completamente los ojos. No sabía cuánto tiempo llevaba en aquel lugar desconocido y oscuro. Experimentó continuos amagos de abandonar el coma de los que recordaba pequeños fragmentos, pero no acababa de formar la película de sucesos que lo habían llevado allí.

Cuando la bruma que emborronaba su mirada se disipó, como si una fuerte ráfaga de viento la hubiera barrido, la habitación cobró forma. Cuatro paredes blancas lo encerraban sin ventanas ni puertas visibles. No había iluminación artificial, solo un gajo de luz natural que se colaba por una rejilla de ventilación situada en una esquina del techo.

Miró en derredor con una insistente sensación de alerta. Era como si su mente lo advirtiera de que había algo extraño en la situación. Tenía varias zonas del cuerpo cubiertas con apósitos cremosos. La monitorización de sus constantes vitales aparecía en dos grandes pantallas situadas a un lado de la cama gracias a los parches con sensores que se distribuían por la piel, sobre los órganos principales.

Ron no lograba entender cómo había llegado allí. Su memoria se detenía cuando abrió la puerta de la casa de los supuestos padres de Ingrid en Estocolmo. Luego imperaba la más absoluta nada. Volvió a parpadear, como si con ese gesto fuera capaz de materializar a su mujer, a sus hijos o a alguien que le explicara dónde estaba y por qué se sentía en peligro.

En la pared de la izquierda de la cama se abrió de repente una puerta que debía estar oculta en la misma pared. Debido a la falta de luz, era muy difícil descubrirla. Un hombre moreno, de facciones indoamericanas y claramente fanático de los esteroides, entró en la habitación con una bata blanca. Rodeó el perímetro de la cama con pasos lentos, sin girar la cara ni un segundo, como si quisiera dar la espalda a alguien que se encontraba justo enfrente de Ron.

Con los ojos cerrados, Ron fingió dormir. Aquel hombre le producía una gran desconfianza.

Carlos se pasó unos minutos cambiando los apósitos y examinando las quemaduras del paciente. Estaban cicatrizando bien, en pocos días ya no necesitarían más cuidados. Revisó los monitores y no le dio importancia al aumento de actividad cardíaca de esa tarde. No era descabellado achacarla a algún tipo de sueño revuelto.

Ron necesitó recurrir a todos sus años de práctica de yoga para no disparar sus latidos durante la exploración. No conocía a ese hombre y algo le decía que no debía confiar en él, así que permaneció con los párpados enganchados y dominando las reacciones de su cuerpo para no delatarse. Carlos comprobó las bolsas de suero y medicamentos que le eran administrados a Ron a través de un catéter en la mano derecha y se fue sin dar la espalda ni un minuto al federal.

Cuando se quedó a solas de nuevo, Ron caviló un instante sobre el extraño comportamiento del doctor. En la pared de enfrente de la cama no había nada que le hiciera suponer la existencia de un cristal transparente al otro lado. Era claramente de yeso. ¿Entonces, de qué se protegía el hombre al caminar de espaldas?

Los ojos de Ron se enredaron en la rendija de ventilación que dominaba la esquina y no tardó en descubrir una diminuta cámara dirigida a la cama que sobresalía entre las láminas. Era un aparato altamente sofisticado: una circunferencia de cristal disimulada entre las placas de metal. Pero Ron podía reconocerla gracias a sus muchos años de servicio activo en el cuerpo federal de los Estados Unidos.

Apoyó los codos sobre la cama e intentó erguirse sin éxito. Sus músculos parecían inertes, como si la medicación que le distribuían los debilitara tanto que se hubieran desinflado y ya no le sostuvieran. Lo probó otra vez y otra y otra, esforzándose cada vez más, pero estaba postrado en la cama sin posibilidad de levantarse.

Con todos los sentidos alerta, intentó escuchar algún sonido que le ayudara a ubicarse, también olió la estancia en busca de un aroma característico, incluso palpó la pared. Estaba aislado, sin ruidos, olores ni ninguna conexión con el mundo exterior.

Los monitores empezaron a recoger el considerable aumento de su ritmo cardíaco y de su respiración. Si alguien los controlaba, no tardaría en entrar por la puerta oculta. Ron se percató del sudor que lo invadía. Necesitaba volver a relajarse. No podía arriesgarse a que el doctor, o quien fuera que lo estaba reteniendo, descubriera el cambio en su estado; no hasta que él estuviera al tanto de la situación.

En ese instante pasó algo muy extraño. A pesar de ser consciente de los jadeos que lanzaba, en la pantalla de la derecha se podía ver una línea sin pocas oscilaciones. Lo mismo sucedía con el monitor que reflejaba los latidos del corazón. Era como si alguien trastocara los gráficos a propósito.

La cámara fue alargándose desde la rendija hacia abajo. Estaba formada por un tubo en forma de gusano armado que descendió un metro. Ron lo miraba con terror. Cuando el tuvo inició los movimientos le arrancó un grito. Apenas podía reprimir la mueca de miedo que se instaló en su cara.

Los movimientos de la cámara seguían una pauta demasiado clara como para ignorarla. Respiró profundamente cuatro veces antes de asentir con la cabeza. Era un gesto inequívoco de que había reconocido el código; la única persona capaz de transmitir en él era Ray, su padre, un hombre versado en la codificación de mensajes que se inventó ese en concreto como medida de seguridad para permitir la entrada en su guarida de Bali.

Ron descifró el siguiente mensaje:

«Llevas casi un mes en coma, desde la explosión en Estocolmo. Ingrid te tiene prisionero en algún lugar que desconocemos. Hijo, si no te encontramos en diez días, te matará. De momento, he logrado hacerme con el control de la cámara y de los monitores gracias a la ayuda de una rehén, pero no logro saber dónde estás. ¿Te encuentras bien?»

A falta de otro artilugio, Ron contestó con parpadeos:

«No puedo moverme. Supongo que es debido a la medicación. ¿Y Mar?»

«Está bien, Cristina la está ayudando. Intenta fortalecer los músculos. Tarde o temprano encontraremos la manera de sacarte de aquí.»

El secreto de los cristales
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