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7 de noviembre de 2035

Barcelona

El aroma a café se entremezclaba con el olor de los croissants recién horneados que a Mick tanto le gustaban y que su madre compraba en una famosa tienda de congelados de la ciudad. Ángela no logró reprimir la angustia durante el desayuno y apenas probó bocado, pero el chico dio buena cuenta de él.

Mick amaneció fatigado, como si el nanovirus afectara a su capacidad de descanso nocturno. Las ojeras le empalidecían la mirada y la mano agarrotada anunciaba a gritos la realidad: un ente extraño lo mataba lentamente. Y a Ángela la degradación física de su hijo le robaba el apetito y la serenidad.

—Ángela, deberías comer algo —la alentó George—. Casi no has dormido esta noche, si sigues así no vas a ayudar a Mick.

La mesa del comedor era una plancha de cristal en forma romboide que se sujetaba mediante un largo pie de mármol blanco. Ángela se levantó sin contestar, apartó un poco el mantel y extendió los dibujos que pintara durante su infancia.

—No puedo pensar en otra cosa que en esos dichosos cristales —dijo con la voz crispada—. ¡Y sé que en estos dibujos está la clave para encontrarlos!

—¿Cómo puedes estar tan segura? —Mick ayudó a su padre a apartar los últimos restos del desayuno.

—Lo siento así, es como si mi cuerpo estuviera absolutamente seguro de ello.

—Entonces deberíamos descubrir qué esconden. —George los alcanzó y los colocó sobre la mesa—. ¿Nos sentamos?

Perdieron media hora clasificando los dibujos por la fecha de realización, en un intento de crear una lógica entre las representaciones proféticas que Ángela había reprimido durante años. En el pasado ella se limitó a datarlas sin ahondar en su significado, en esos instantes sentía que era de vital importancia estudiarlos.

—¡Increíble! —Ángela sujetaba una pintura que mostraba un sinfín de brochazos carmín emanando de unas manos anónimas. En el centro exacto del lienzo sobresalía una serpiente dentro de un rombo.

La astrofísica miró la acuarela con intensidad, recorriendo los trazos con la mirada, como si fuera un imán que magnetizara sus ojos. Sentía como si a través de las pinceladas se pudiera dilucidar una pieza oculta del puzzle que intentaba reconstruir. Acercó su mano temblorosa al lienzo, con la sensación de que su cabeza estaba entrando en los trazos y sus pensamientos se confundían con los de una mujer de un pasado muy remoto.

El salón se oscureció de repente, como si un eclipse acabara de apresar el sol.

Ángela inició los salmos mientras un flujo rojizo se apoderaba de sus manos, que no cesaban en el empeño de acariciar la pintura, con aquellas chispas carmesí que saltaban desde lo más remoto del pasado para internarla en una fábula olvidada. Parecía poseída por una fuerza extraña que aumentaba el volumen de las palabras bisílabas y la obligaba a contorsionarse al son de los cánticos, mientras cada vocablo silbaba entre sus labios trémulos, con una entonación parecida al llanto. Mick y George se quedaron inmóviles, anclados por el latido frenético de sus corazones. Era como si pudieran ver y oír, pero todos los músculos de su cuerpo se hubieran convertido en piedra y les impidieran moverse. Ambos se miraron con incredulidad, sin aceptar que aquello era real y no un espejismo proyectado por unas mentes enfermas.

Pasados unos minutos la luz regresó, a la vez que Ángela se desplomaba sobre la mesa. George comprobó asustado que no tenía apenas pulso.

—¡Llama a una ambulancia! —Mick estaba al borde de un colapso nervioso. Sabía que su madre era distinta, incluso aceptaba sus conductas extrañas, pero los últimos acontecimientos se salían de toda lógica—. ¿Está muerta?

—No estoy seguro.

George negó con la cabeza. Dos lágrimas rebeldes se escaparon de sus ojos húmedos mientras acariciaba un mechón de cabello de Ángela que se desparramaba sobre la mesa del comedor, justo encima de los símbolos de la esquina del dibujo. No podía resignarse a perderla cuando la acababa de recuperar. Le dedicó una lánguida mirada a su hijo, con un nudo oprimiéndole el estómago, negándose a aceptar que Mick también estuviera condenado a muerte y que nada podría devolverle la serenidad una vez se quedara solo. La pantalla plana que adornaba la pared del salón reescribía su estado anímico con un negro carbón.

Mick se acercó a su madre con el corazón compungido y la miró como si sus ojos pudieran devolverle la vida. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron, la mandíbula se apretó, el corazón bombeó el doble de sangre de la habitual, la mano agarrotada tembló y sus ojos lanzaron chispas de cólera.

Se acercó al cuerpo inerte de su madre, le levantó la cabeza con un movimiento brusco, apartó la silla hacia atrás, dejando el torso al descubierto, y empezó a golpearla compulsivamente en el pecho, sin dejar de llorar y gemir, suplicándole que volviera a la vida.

El secreto de los cristales
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