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1 de diciembre de 2035

Bali

Las computadoras del estudio de Ray rastreaban los posibles ataques a la morada cada seis segundos. Comprobaban si los movimientos exteriores correspondían a la pauta de un animal, de un fenómeno meteorológico, de un humano despistado... o de un depredador capaz de asaltar la fortaleza. Sus sistemas de seguridad eran los mejores, sin embargo no captaron los pasos seguros de Elena gracias a un virus que la informática introdujo en el ordenador central dos días atrás, antes de emprender el viaje desde Sevilla hasta Bali.

Elena era una joven de veintinueve años con una mente ágil. Desde pequeña se sintió atraída por la electrónica, se pasaba las horas muertas construyendo aparatos con las prestaciones más extravagantes que se le pasaban por la cabeza. Con los años aprendió a canalizar esa habilidad hacia cosas útiles y la combinó con el estudio de la informática.

Llevaba la larga y ondulada melena caoba recogida con una pinza marrón sobre la nuca. Sus ojos negros brillaban en la oscuridad mientras se acercaba a la alambrada que rodeaba un perímetro de bosque en cuyas profundidades se encontraba la guarida de Ray Jons. Conocía la ubicación exacta y las medidas de seguridad del antiguo marine gracias a los datos que Inés les había proporcionado en el pasado, de cuando acompañó a Marta Noguera en la búsqueda de su hija.

Los treinta años transcurridos desde que Inés se refugió allí con la familia de Ángela apenas habían cambiado la fisionomía del lugar. Elena no tardó en encontrar la muesca en el alambre y el árbol donde se escondía la entrada al bunker subterráneo.

«Estoy a punto de entrar. En una hora informo» tecleó en el mini ordenador blando que llevaba colgado del cuello. Era una invención de principios de los años treinta, cuando una joven sudafricana consiguió aplicar la nanotecnología a los componentes informáticos. A partir de unos chips minúsculos se dedicó a emplazar las piezas necesarias para fabricar una computadora con un material de plástico lo suficientemente grueso para proteger los chips y, a la vez, lo suficientemente blando como para doblarse y no ser pesado. El resultado era la nueva generación de ordenadores, llamados Nadia, que dejaron obsoletos a los portátiles duros.

Elena tardó unos diez minutos en encontrar la manera de descifrar el código de apertura de la puerta que se abrió en la corteza del árbol. La siguiente fase del plan era la más complicada. Una vez dentro del tronco, debía bajar en el ascensor sin ser detectada. No cejó en su empeño de vencer las barreras de seguridad de Ray y consiguió descender en el aparato silencioso.

El siguiente obstáculo era la puerta blindada que daba acceso al refugio. Se apeó del ascensor con los oídos agudizados. Suspiró, nadie la detectaba todavía. Con una linterna que llevaba asida en la solapa iluminaba parcialmente el corredor que desembocaba en la puerta de acero con cerradura electrónica.

Conectó un par de cables al escáner de la entrada y enchufó el otro extremo al portátil. Pulsó unos comandos a velocidad de vértigo e inició cuatro programas criptográficos a la vez. Necesitaba encontrar las claves de acceso. Mientras se ejecutaban los programas, se puso unas lentillas con una copia de las retinas de Ray y unos guantes con sus huellas dactilares que Ingrid había obtenido durante su matrimonio con Agustí. También ocultó su rostro con una careta especial que conseguiría engañar al escáner total situado ante la puerta; mediante unos rayos láser, que se proyectaban desde el techo, se comprobaba la identidad de los visitantes.

Un pitido la avisó de que los programas ya tenían las claves para inutilizar parcialmente el escáner. Un segundo pitido la informó de que se tenía la clave de acceso. El tercer programa pirateó la base de datos para cambiar momentáneamente el ADN de Ray por el de Elena. Desenchufó los cables, dobló el ordenador, lo guardó en la mochila y se situó debajo del aparato que debía reconocer a Ray.

La puerta se abrió.

Elena entró en un recibidor angosto con las paredes de metal. Caminaba con pasos lentos y silenciosos, arrastrando las bambas para no delatarse. Palpando con las manos la pared, avanzó hasta el interior de la guarida por una puerta de acero que chirrió un poco al abrirse. El corazón le funcionaba a toda velocidad, sentía el bombeo de sangre en las sienes mientras proyectaba mentalmente los planos que se sabía de memoria. Según la información que tenían registrada en la computadora, la habitación de Ray estaba al final del pasillo que se iniciaba a la derecha.

Llegó sin problemas a la puerta del dormitorio. Elena se sentía a punto de explotar de ansiedad. Era su primera misión a las órdenes de Ingrid y su primer asesinato. Una cosa era piratear la red, crear artefactos para matar o ayudar a realizar las misiones; otra muy distinta era apretar el gatillo.

La mano de Elena se alargó hasta el picaporte. Era redondo, de metal brillante. Lo giró despacio mientras empujaba la puerta hacia adentro aguantando la respiración.

Entró en una habitación rectangular envuelta en la más absoluta oscuridad. Arrastró los pies lentamente, accionó las lentillas de visión nocturna que llevaba puestas y descolgó la mochila del hombro izquierdo.

El tacto del metal en la mano la hizo estremecerse cuando encontró la pistola. La empuñó con las dos manos presas de tembleques, apuntó a uno de los cuerpos de la cama y sacó el seguro.

El secreto de los cristales
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