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11 de febrero de 2036
Colombia
Los pulmones de Rocío se reiniciaron con una inspiración profunda. Fue como si el aire acabara de descubrir el conducto olvidado hasta los pulmones y llenara la tráquea por primera vez. La Visionaria se incorporó de repente, a la vez que comenzó a respirar. Primero retraídamente; después, poco a poco, con más intensidad; y, por fin, aceleró el ritmo hasta sentir que recuperaba del todo la regularidad.
Apoyada sobre los codos, acabó de levantarse. La cabeza le lanzaba intensos calambres a través de la espina dorsal. Tenía el estómago paralizado y los oídos le zumbaban, produciendo un agudo silbido que aumentó la jaqueca que la atenazaba.
Bajó de la cama tambaleándose, con tembleques en las piernas que apenas la sostenían. Era como si todo su cuerpo se hubiera debilitado en el último período de inconsciencia y le costara mantener la verticalidad. Fue dando tumbos hasta el baño, con las manos apoyadas en la pared para no caerse de bruces contra el suelo.
Ante la pila, aguantándose con la mano izquierda, formó un cuenco con la derecha y se mojó la cabeza con abundante agua fría. Se veía reflejada en el espejo con la cara chorreante y una piel enfermiza, con un color amarillento que palidecía sus facciones. Bajo los ojos tenía unas bolsas grisáceas.
El estómago se contrajo varias veces seguidas impulsando arcadas a través del tubo gástrico. Parecía como si estuviera bajo los efectos de alguna enfermedad indeterminada. Los espasmos fueron en aumento hasta que la obligaron a acuclillarse frente al lavabo y dejar escapar la bilis que había escalado hasta la boca.
Se quedó sentada en el suelo, sin ser capaz de levantarse, como si su cuerpo se hubiera rebelado contra ella y dejándola tullida.
—¡Rocío! —Los gritos de Domingo desde la habitación la hicieron reaccionar—. ¡Rocío!
La mujer antiguamente conocida como Nicole Cooper se arrastró por el suelo hasta la puerta entrecerrada del baño y la abrió con el pie.
—Estoy aquí —dijo con un hilo de voz.
Su marido le pasó el brazo por la cintura y la ayudó a levantarse.
—¿Qué te ha pasado? —La arrastró hasta la cama—. ¡Llevas cinco días inconsciente! Suerte que pudimos administrarte comida intravenosa a través de este catéter. —Señaló la cánula que se mantenía clavada en la mano izquierda de Rocío—. Tres veces al día te hemos alimentado, pero veo que todavía necesitas más vitaminas. ¡Estás muy pálida!
Domingo la dejó en la cama y llamó a Inés a través del intercomunicador que llevaba instalado en el cinturón.
—Tu tía se ha despertado y necesita alimentarse —le dijo.
Rocío intentó por todos los medios aguantarse erguida, pero la cabeza casi le colgaba sobre los hombros, así que se apoyó en el dosel con la mirada perdida en el techo.
—Cada vez que utilizo mis poderes me debilito más —dijo, mientras Domingo le colocaba un cojín en la espalda para permitirle adoptar una postura más cómoda—. Necesito encontrar a mis hijos y arrebatarles su parte del fuego.
Inés entró en esos momentos en la habitación, tras anunciar su presencia con tres golpecitos suaves en la puerta.
—No entiendo a qué extraño fenómeno responde esa subdivisión de Apophis —dijo Inés con los ojos fijos en su tía—. Lo normal sería que la serpiente tuviera una sola cabeza y en ella residiera toda la fuerza, ¿no?
Avanzó hasta situarse a la altura del matrimonio y le ofreció una bandeja llena de alimentos frescos a Rocío.
—La verdad es que yo tampoco lo entiendo —aseguró Rocío, hincando el diente a una fruta tropical muy dulce—. Es como si el equilibrio de las cosas se hubiera trastocado de manera extraña. —Bebió un sorbo del zumo de naranja recién exprimido que le traía su sobrina—. Lo único que tengo claro es que si no nos deshacemos de las otras dos cabezas yo no podré asumir la totalidad de mi poder.
Los ojos de Inés se agrandaron, a la vez que las mandíbulas se abrieron hasta quedarse con la boca totalmente abierta.
—¡Son tus hijos!
Una risotada gutural se escapó de la garganta de su tía, que estaba recuperando el color a medida que engullía comida sólida.
—En la futura raza que vamos a crear no valdrán los parentescos —su voz se moduló en un tono grotesco—. Es más importante la causa que unos hijos que me han traicionado.
Inés respiró hondo para adaptar su rictus a la sumisión que no acababa de encontrar y asintió con la cabeza mientras se retiraba hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —bramó su tía—. Necesito que me hagas un resumen del carácter de tu marido y que me ayudes a poseerlo de la manera menos traumática posible. Si logro dominar sus acciones durante un tiempo razonable podré averiguar el paradero de George y de Dolly para deshacerme de ellos cuanto antes.
Las náuseas de Rocío remitieron, pero la jaqueca no se amilanaba. Se tragó un comprimido de ibuprofeno y esgrimió un gesto de impaciencia ante el silencio de su sobrina.
—¿A qué esperas para hablar? —le espetó—. No tengo todo el día.
—Ángel es un hombre de hábitos sencillos —dijo Inés con un nudo en la garganta que rebajaba su tono de voz—. Acostumbra seguir una rutina diaria. Le gusta hacer footing antes de desayunar, así que siempre se despierta temprano. —Se detuvo para recomponer sus recuerdos—. Luego se va a la consulta a visitar a sus pacientes, tiene muchos, ¿sabes? Muchas veces llega muy tarde a comer, incluso hay días que solo tiene tiempo para un tentempié en el despacho, para él lo primero son los pacientes. —Los recuerdos le golpearon el corazón—. Cada noche, después de acostar a los niños, me explicaba algunos de los casos que más le preocupaban y nos quedábamos charlando en el salón hasta la hora de irnos a la cama.
Inés tragó saliva para intentar frenar el acceso de nostalgia que la embargaba.
—¡Eso no me sirve! —la increpó Rocío—. Necesito saber cómo es su relación con los otros miembros de la familia para intentar aparentar normalidad.
Inés sonrió con amargura.
—Es una persona completamente distinta a nosotros —dijo—. Es amable, cordial, trabajador y cargado de buenos sentimientos. ¡No sé si serás capaz de imitarlo!
Si las miradas fueran un cuchillo, Inés habría quedado partida en dos ante los ojos de su tía.
—En cuanto me reponga del todo, me vas a ayudar —bramó, apuntándola con el dedo índice—. Deshazte de esos sentimentalismos baratos si no quieres acabar fuera de mi lista.