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2 de noviembre de 2035

Barcelona

Ángel llevaba dos horas intentando encontrar a Mick y a Ángela. ¿Dónde estaban? Eran las diez de la mañana y no respondían a ninguna de sus llamadas telefónicas. Cuando no se presentaron en la comisaría a las nueve se temió lo peor. Su hermano Agustí se encontraba en la misma tesitura, lo sabía porque acababa de hablar con él por videoconferencia.

Subió al coche maldiciendo en voz baja. Los últimos acontecimientos le aguijoneaban el cerebro. ¿Acaso el asesino había ido a por su hermana otra vez? ¿Cómo pudo dejarlos solos después del primer disparo? ¡Él los hubiera protegido!

El tráfico era infernal a esas horas. Durante los últimos veinte años había aumentado de manera considerable el parque móvil de la ciudad y el caos circulatorio imposibilitaba los desplazamientos rápidos en horario de oficina. Tocó la bocina un par de veces mientras intentaba sortear el atasco cerca de la Diagonal y se insultó en voz alta por permitir que su hermana se saliera con la suya la noche anterior. ¡Ángela siempre conseguía sacarlo de sus casillas! Esperaba que esta vez su tozudez no hubiera resultado fatal.

Media hora después, estacionó el coche en el parking de la Plaça Catalunya y enfiló la calle Santa Anna a pie, rumbo a la casa de su hermana. Se encontraba en un estado de nerviosismo tan intenso que, cuando Agustí lo alcanzó y le puso la mano sobre el hombro a modo de saludo, dio un brinco.

—¡Joder! ¡Qué susto!

—Yo también estoy muy preocupado —admitió Agustí a modo de disculpa—. ¿No los encontraremos muertos, verdad?

Los dos apretaron el paso.

En cinco minutos recorrieron la distancia hasta el portal de la casa de sus padres, que colindaba con la librería. Saludaron a su primo Cristian, quien estaba abriendo la verja, antes de introducirse en la portería y subir las escaleras de cuatro en cuatro. Era tal su estado de angustia que no pudieron esperar al ascensor. Llegaron resollando al primer piso.

La casa estaba desierta. Caminaron por el pasillo tras inspeccionar la vacuidad del salón y de la cocina.

—¿Ángela? ¿Mick? —gritó Ángel con un nudo en la garganta mientras abría la puerta de la habitación de Mick—. ¿Estáis aquí?

La persiana estaba cerrada, lo que condenaba al cuarto a la oscuridad. Agustí accionó el interruptor de la luz. La cama estaba desecha, con signos de que Mick había dormido en ella, pero nadie la ocupaba. El móvil de su sobrino estaba sobre el soporte de carga.

—Mick nunca sale de casa sin el móvil. Esto es muy extraño —inquirió Ángel—. Vamos a ver si están en la habitación de Ángela.

Pero allí se encontraron el mismo panorama: la persiana bajada, la cama desecha y el teléfono de su hermana en el soporte de carga. Además, el bolso de Ángela estaba colgado del perchero que ella tenía al lado del escritorio.

—¡Aquí hay un disparo! —exclamó Agustí señalando un agujero en la cama de su hermana—. ¡Alguien ha disparado en el lugar donde debía estar la pierna de Ángela!

—¿Hay sangre? —Ángel se llevó los brazos a la cabeza en un gesto de espanto.

—No —lo calmó Agustí—. Quienquiera que haya disparado no ha alcanzado su objetivo.

Acabaron de inspeccionar el resto de habitaciones antes de regresar al recibidor.

—No se han llevado los abrigos —dijo Agustí, abriendo el armario ropero de la entrada.

—El manojo de llaves de Ángela no está en su sitio —contestó su hermano—. Esto es rarísimo. La puerta de la calle estaba sin doble llave, como ella la deja siempre que se va. ¿Y a quién se le ocurre irse a la calle sin los abrigos con el frío que hace?

—La única explicación lógica es que salieron corriendo de casa. —Agustí mantenía un rictus de absoluta preocupación—. Quizás sorprendieron al asesino y lograron escapar.

—Vamos a la librería. —Agustí abrió la puerta con apremio—. Es el único sitio donde pudieron ir sin abrigos.

Ambos llevaban horas con la inquietante sensación de que algo malo les había ocurrido a su hermana y a su sobrino. Ahora estaban convencidos de que así era.

Bajaron en el ascensor sin atreverse a pronunciar palabra, como si el sonido de cualquier frase pudiera corroborar aquel presentimiento negro que tenían. En el rellano, justo antes de apearse del ascensor, los gritos de su primo Cristian los alcanzaron. Varios gemidos se escaparon de sus gargantas resecas. Los corazones aporrearon las cajas torácicas mientras los pasos frenéticos hacia la librería retumbaban por el vestíbulo.

El pulso de Ángel se interpuso en su intención de abrir la cerradura. Estaba tan nervioso que no lograba encajar la llave. Un sudor frío se apoderó de todo su cuerpo, empapándolo. Agustí le arrebató el llavero antes de que se le cayera al suelo y consiguió abrir la puerta.

Cristian caminaba por la trastienda sin dejar de soltar improperios. Todo estaba desordenado, tirado de cualquier manera, mostrando una intrusión nocturna. Los anaqueles habían cediedo los unos sobre los otros como fichas de dominó hasta apoyarse sobre la última estantería, la extensa colección de libros antiguos que almacenaban se extendía sobre el suelo sin orden, los cuadros arrancados de la pared aparecían lanzados sobre las baldosas y la mesa, junto a las sillas, estaba volcada.

Ángel y Agustí se quedaron quietos en la entrada, envueltos en una inmovilidad repentina. ¿Qué sucedió durante la noche? Cristian les dedicó una mirada circunspecta y abrió los brazos en un gesto de incredulidad.

—Ya he llamado a la policía —dijo, gesticulando exageradamente con las manos—. No entiendo quién ha podido destrozarlo todo así. La puerta no estaba forzada y la verja estaba cerrada como siempre. ¡Quien haya sido tenía una llave!

—¿Has visto a Ángela o a Mick? —Agustí recuperó la compostura y se adelantó cuatro pasos para estudiar la escena con detenimiento.

—No. —Su primo se agachó para acariciar un libro muy antiguo medio abierto sobre las hojas—. La policía me ha dicho que no toque nada, pero es un crimen dejar estas obras de arte tiradas como si fueran colillas.

—Cristian, escúchame bien. —Ángel le puso las manos sobre los hombros, lo levantó y empezó a zarandearlo fuera de sí—. Quien haya hecho esto iba tras Mick y Ángela. Necesito saber que están bien.

—¡Suéltame! —gritó su primo—. ¿Acaso te has vuelto loco?

Agustí se abstrajo de la escena con la mirada fija en un pequeño botón rojo que acababa de descubrir en la pared. Caminó tres pasos hasta llegar a su altura, y lo pulsó. Justo al lado de Cristian y Ángel se escuchó un chirrido. Cuatro losas se abrieron hacia abajo para mostrar la entrada al estudio secreto.

Bajaron los peldaños en fila hasta llegar a una sala desierta donde reinaba la misma desolación que en la trastienda. Se quedaron estupefactos al descubrir aquel estudio secreto con una alfombra de papeles y libros sobre un suelo de mármol beige y un único escritorio en el centro. Pero el mayor impacto se lo llevaron al descubrir un reguero de sangre y varios agujeros de bala en la pared.

El secreto de los cristales
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