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5 de noviembre de 2035

Hospital Clínic, Barcelona

Varios agentes de policía la custodiaban la habitación de hospital donde toda la familia esperaba angustiada los resultados del chequeo al que estaban sometiendo a Mick.

Tras la huida de Ingrid los facultativos del hospital se volcaron en descubrir qué clase de agente tóxico corría por las venas del chico.

Ángela se había pasado la noche en vela, sentada al lado de Mick, con la angustia como compañera, vigilando sus reacciones. Ahora estaba en el sofá, al lado de George, apoyada contra su hombro. No sabía cómo descifrar la ubicación de esos cristales que todos buscaban ni cómo ayudar a su hijo. Y esa realidad la desquiciaba.

George se sentía como si le acabaran de robar las fuerzas y su cuerpo se hubiera convertido en un amasijo de carne y huesos que apenas lo sostenía. Abrazaba a Ángela con la mirada perdida en la lejanía y sus pensamientos circulando por los últimos acontecimientos. La resurrección de su hermana lo había encontrado desprevenido, al igual que sus palabras envenenadas de odio y la máscara de maldad que cubría su cara cuando le inyectó el líquido a Mick. ¡Él quiso con locura a Dolly a pesar de sus pullas! ¡Y no podía imaginar qué la había convertido en una persona sin sentimientos, alguien capaz de abandonar a su familia e infectar a su sobrino con algún agente patológico desconocido! A esos pensamientos se les sumaba la reciente desaparición de su madre del hospital donde fue trasladada tras el infarto, una desaparición que le confirmó Domingo unas horas atrás.

En las dos sillas ergonómicas estaban Mar y Ron. La agente del FBI intentaba racionalizar la situación sin éxito. Los golpes se sumaban lentamente, llevándose su entereza. Conocer la relación familiar entre su sobrino Mick y su suegro, Ray, la descolocó, pero la reaparición en escena de Nicole, reconvertida en Rocío Ortiz, como líder de Los Visionarios había sido la gota que colmara el vaso. Observó a su marido con el rabillo del ojo, Ron navegaba con su móvil en busca de información reciente a acerca de Los Visionarios.

El desasosiego de Agustí contrastaba con la cara de abatimiento de sus dos hijos adolescentes, que no acababan de creerse la implicación de su madre en todas aquellas muertes ni en la posible enfermedad de Mick. Se sentaban los tres en el suelo, apoyados con la espalda en la pared, junto a Ángel y sus hijos.

Eran las doce menos cuarto del mediodía cuando el doctor entró en la habitación. Estaba nervioso, desviaba la mirada constantemente hacia todos los presentes y retorcía las manos a medida que se formaba un corro a su alrededor. Carraspeó ente la expectación de la familia y luego se centró en Ángela.

—Siento informarles de que el líquido que le inyectó la señora Stein al chico contenía una fuerte dosis de algún nanovirus muy agresivo que desconocemos por completo. —Desvió la mirada hacia Ángel—. Por lo que han podido ver nuestros biólogos, se trata de un nanovirus que ataca al cerebro y produce una degeneración progresiva de todos los músculos.

—¿Cuánto tiempo le queda? —Ángel consiguió dominar el pánico que le abrasaba la garganta.

—No puedo calcularlo con certeza, solo sé que una vez llegue al músculo pericárdico el corazón dejará de latir.

Ángela sintió una punzada en el vientre, como si un puñal acabara de atravesarle la carne para clavarse directamente en él. Resolló varias veces por la nariz, medio envuelta en una sensación de vértigo que la atenazaba. La habitación empezó a dar vueltas. La bilis escaló el esófago en dirección a la boca.

Los doce círculos de luz brillaban en el universo. En el centro podía ver con claridad cómo las gemas en forma piramidal pasaban de una mano a otra, iluminando cada uno de los círculos en cada traspaso, como si hubiera doce cambios de manos importantes y cada uno de ellos iniciara un ciclo de ciclos. Sus manos fueron las últimas de la cadena. Cuando tocó los cristales sintió una corriente eléctrica que penetraba por su epidermis y recorría el sistema sanguíneo.

Caminó por un páramo que apareció de repente. Miraba constantemente al cielo para localizar los lugares preparados para albergar los rubíes en sus vértices. Eran lugares conectados con el cielo, porque el universo poseía la llave de todas las fuerzas energéticas que dominaban la naturaleza.

Abrió los ojos a la vez que una bocanada de aire fresco reiniciaba su sistema respiratorio. Se sentó de golpe, con la mirada enturbiada por un millar de lucecitas blancas que parpadeaban ante sus ojos y difuminaban la habitación del hospital. Estaba toda húmeda por las gotas de sudor que su cuerpo exudara en un intento desesperado de hacerla regresar del trance.

Poco a poco consiguió enfocar a las personas de su familia que montaban guardia a su alrededor, con los rostros circunspectos ante aquel repentino desmayo.

—Acabas de sufrir una crisis de ansiedad —diagnosticó Ángel—. Ahora mismo te tomas este comprimido que te ayudará a relajarte. Mick te necesita entera.

—¿Qué le voy a decir a Ingrid? ¿Cómo voy a ayudar a Mick? —Ángela apoyó el codo en las piernas y se aguantó la frente con las manos—. No sé dónde están los cristales que nos ha pedido ni cómo localizarlos. ¡Ni siquiera sé si ella tiene el antídoto o va a dejar morir a mi hijo!

George se levantó, caminó hasta Ángela y se arrodilló a su lado. Se fundieron en un abrazo que pregonaba a gritos su desesperación. Durante unos largos minutos ambos lloraron desconsolados antes de transmitirse, sin necesidad de palabras, su mutuo desconsuelo. Se despegaron lentamente, sin soltarse del todo. Ángela apoyó la cabeza en el hombro de George y suspiró, con un suspiro hondo y profundo, como si aquel gesto pudiera aniquilar la realidad.

—Debemos encontrar los cristales y localizar los puntos energéticos de los que hablaba mi hermana —sentenció George al fin.

—¡Imposible! —Agustí caminó por la habitación para destensar los músculos—. ¡Si se los damos lanzará un asteroide contra la Tierra! Entonces moriremos todos.

—¿Quieres que deje morir a Mick? —Ángela se levantó de un impulso, con el dolor impreso en sus palabras—. Es mi hijo, mi único hijo. ¿No entiendes que debo salvarlo?

Caminó a grandes zancadas hasta situarse a la altura de su hermano y lo amenazó con el puño cerrado.

—Detente. —Mar la abrazó por la espalda—. Con violencia no solucionaremos el problema. Agustí tiene razón. ¿De qué sirve salvar a Mick si es toda la humanidad la que peligra? ¿No te das cuenta de que, si Apophis cae, Mick morirá de todas formas?

Ángela se derrumbó. Fue como si los hilos invisibles que la mantenían erguida acabaran de sesgarse y todo su cuerpo se desplomara sobre el suelo de baldosa envuelto en la desolación de reconocer la derrota. No podía salvar a su hijo por mucho que ella lo deseara.

El secreto de los cristales
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