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13 de abril de 2028

Barcelona

Ángela se levantó de la cama a las seis y media de la mañana y se encaminó a la habitación de su hijo para verle dormir. Era una insólita costumbre que la llenaba de paz y ternura.

Mick estaba recostado sobre el lado izquierdo, con una manita bajo la almohada y la otra tendida sobre el cuerpo arrebujado entre las sábanas revueltas. «¡Los años pasan muy deprisa!», se dijo Ángela mientras contemplaba a Mick dormido en su cama. El amor que le despertaba su hijo se llevó la tristeza y parte de sus miedos, pero no logró disipar el recelo a aceptar sus poderes.

Marta entró por la puerta entreabierta y le pasó un brazo por encima del hombro. Se quedaron un buen rato en silencio, sin dejar de observar la respiración acompasada del niño que dormía plácidamente. Ángela se dejó reconfortar por la proximidad de su madre. Tener a Mick le sirvió para acercarse a ella y vencer las rencillas del pasado.

Lo único en lo que Ángela no cedió era en la decisión de no bloquear las visiones. Seguía empeñada en impedirles la entrada, a pesar del riesgo que ello suponía. Tenía un hijo al que no podía cuidar sola, porque no se podía arriesgar a desmayarse en cualquier momento y exponer a Mick. Pero ella no podía aceptar sin más esa parte de su realidad, sería como acatar ese pasado doloroso del que había estado huyendo toda su vida.

Salieron de la habitación unidas. Ángela comprendió qué era el amor de madre al convertirse ella en una, y no podía dejar de admirar a la suya; a pesar de los años en los que ella aseguró odiarla, Marta siempre permaneció a su lado. Por eso la quería cada día un poquito más y la convirtió en su aliada a la hora de criar a Mick.

- Esta tarde le prepararemos una gran fiesta de cumpleaños —le dijo Marta—. ¡Cinco años no se cumplen cada día!

- Será genial, mamá.

Mick, su padre adoptivo, apareció por el pasillo.

- ¿Todavía no estáis preparadas? —Levantó las manos en un gesto de reproche—. El avión sale de aquí a dos horas.

Ángela repasó a su madre de arriba abajo sin acabar de entender qué estaba sucediendo. Resopló, cruzó los brazos sobre el pecho y se encaró a ella.

- ¿Me vas a decir de qué se trata esta vez?

Marta se la quedó mirando un segundo antes de esbozar una gran sonrisa conciliadora.

- No va a ser nada complicado, cielo. —Le colocó bien un mechón de pelo rebelde que se emperraba en caerle sobre el ojo—. Es un viaje relámpago a Zúrich. En cinco horas estaremos de vuelta.

- Yo me voy a quedar con el niño —apuntó Mick—. Es un viaje necesario.

- ¡Ya estamos otra vez! —Ángela no pudo reprimir una voz airada—. Quedamos en que me ibais a dejar en paz con estos temas.

- Llevamos años sin agobiarte —replicó Marta—. Y esto es lo último que te vamos a pedir hasta que estés preparada.

Ángela exhaló un profundo suspiro, descruzó los brazos y relajó la expresión. Marta y Mick tenían razón, durante los últimos años ella había recibido todo su cariño y apoyo. ¡Les debía tanto! En esos momentos le tocaba a ella ceder, a pesar de que no iba a aceptar su don ni su pasado tormentoso por mucho que insistieran. Pero ellos no tenían por qué saberlo, y si así les hacía felices...

- Está bien —dijo al fin en tono complaciente—. En diez minutos estoy lista.

En las últimas décadas el aeropuerto del Prat había cambiado mucho para adaptarse a las nuevas tecnologías. Las ventanillas con personal cualificado de las compañías aéreas se convirtieron en máquinas que se tragaban los billetes electrónicos, poseían cintas especiales para facturar las maletas y asignaban los asientos sin necesidad de presencia humana. Marta y Ángela introdujeron su billete y el pasaporte electrónico en la ranura antes de someterse al escáner general que se asentaba en la entrada a la zona de embarque.

- ¡Has utilizado un nombre falso! —se alarmó Ángela al descubrir los datos que figuraban en la pantalla—. ¿Qué pasa, mamá? Llevas una hora esquivando mis preguntas.

Marta se llevó el dedo índice a los labios, agarró a Ángela por el brazo con delicadeza y la llevó a un lugar apartado de miradas indiscretas.

- No sabía si el coche o la casa eran seguros —dijo Marta, sin dejar de observar en todas direcciones—. Y es importante mantener totalmente en secreto este viaje.

Ángela chasqueó la lengua y negó con la cabeza.

- Pareces una paranoica —se exasperó—. ¿Por qué no es seguro tu coche?

Durante unos segundos Marta permaneció muda. Mantenía una expresión seria, con los labios apretados, los músculos contraídos y el semblante tenso. Al final, retrocedió un poco hasta encontrar unos asientos apartados de la muchedumbre.

- Nunca has querido involucrarte en nada relacionado con Los Visionarios —inquirió con la mirada perdida en el exterior—, y, muy a mi pesar, he acabado respetando tu decisión.

- ¿Insinúas que esto tiene algo que ver con ellos?

- Los Visionarios del Tercer Milenio que conociste están extinguidos, pero Mick y yo nos tememos que tarde o temprano resurjan de otra manera. —Suspiró—. Sé que todo lo que pasó no fue más que una nimiedad comparado con lo que nos depara el futuro, y que debo prepararte para encararlo lo mejor posible.

Con una clara mueca de indignación, Ángela hizo ademán de levantarse.

- Siéntate —le pidió Marta—. No tengo intención de hablar del tema, ya conozco tu opinión. Lo único que quiero es llevarte a un banco suizo y dejar una serie de documentos y dinero escondidos en una caja de seguridad a nombre de la mujer de tu pasaporte.

- ¡No lo necesito! —objetó Ángela volviendo a sentarse.

- Llegará en día en el que me lo agradecerás.

El secreto de los cristales
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