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23 de diciembre de 2035

Londres

El vuelo de Inés aterrizó en Londres a las 14:47 de la tarde. Llevaba los últimos días investigando una pista y esperaba que había acertado en la localización.

La nevada demoró la salida del vuelo y estaba exhausta por la espera. Acumulaba las horas pasadas en el aeropuerto al cansancio de aplicar la lógica a los movimientos de Ángela. Su necesidad de encontrarla la había llevado casi a la enfermedad. Se había pasado cinco días encerrada entre computadoras para rastrear la pista que intuyó su tía en el invernadero, y al final había logrado atisbarla.

Introdujo el identificador de sus maletas en la ranura y esperó a un lado a que la máquina las expulsara. El recuerdo de la noche anterior se perfiló despacio, como si una ráfaga de viento despejara la niebla de las horas pasadas desde entonces.

Encontró a Rocío sentada en la butaca del comedor con un libro abierto en el regazo. Llevaba una bata roja aterciopelada tan pasada de moda que a Inés le daba repelús, pero así era su tía, caprichosa, altiva, distinta. Se fijó en la expresión de su cara, desde que recobró la memoria se había endurecido, era como si la maldad latente en su corazón en el pasado se apoderara ahora de la totalidad de su cuerpo para convertirla en un ser incapaz de sentir calidez. Inés se estremeció al entrar en el salón.

—He descubierto algo —le dijo a Rocío, reuniendo el máximo aplomo—. He seguido tu pista sobre los obeliscos y la he cruzado con los datos que he logrado reunir sobre los pasos de Ángela.

Rocío se inclinó un poco hacia ella, dejó el libro sobre la mesa de centro y esbozó una sonrisa gélida mientras hojeaba los datos que le mostraba el iPad última generación donde Inés había guardado sus últimas pesquisas.

—Por lo que veo, has recurrido al pirateo de los informes almacenados en los aeropuertos sobre los viajeros. ¡Te has pasado muchas horas comprobando bases de datos!

—El primer destino que eligieron fue Estambul. —Inés se abstuvo de contestar a la provocación que su tía le lanzó con la mirada y el tono irónico de su comentario.

Rocío enarcó ambas cejas para instarla a continuar.

—En Estambul hay un obelisco egipcio en perfecto estado de conservación — prosiguió Inés con un torrente de voz cada vez más seguro—. Llamé a uno de nuestros infiltrados en Turquía y lo mandé con las fotos a investigar. George, Mick y Ángela estuvieron varias veces cerca de la plaza del Hipódromo donde está ese obelisco. —Le mostró una foto del monolito a su tía.

—Así que, tal y como sospechaba, viajan a ciudades que tienen obeliscos procedentes del antiguo Egipto.

Inés asintió con la cabeza a la vez que se deshacía del todo de su inseguridad. Su tía cambió de actitud, interesándose por sus investigaciones.

—Más o menos —contestó—. He tirado de varios hilos, pero solo uno me ha llevado a una conclusión a tomar en cuenta. En Roma hay más de un obelisco, y ellos visitaron solo el Laterano. ¿Por qué? Cuando me hice esa pregunta empecé a investigar esos dos obeliscos, el de Roma y el de Estambul, y descubrí que ambos fueron construidos durante el reinado de Tutmosis III.

—Un faraón egipcio al que le costó mucho hacerse con el trono —apostilló Rocío, totalmente interesada en las pesquisas de su sobrina.

—Cuando murió su padre, Tutmosis III era apenas un crío —aclaró Inés—. Su madrastra, Maatkara Hatshepsut, se proclamó faraón usurpándole el trono durante más de veinte años.

—Y cuando se convirtió por fin en faraón mandó construir esos dos obeliscos.

—En realidad levantó siete grandes obeliscos, coincidiendo con las fechas importantes de su reinado: La proclamación, su coronamiento, los festivales Sed y sus campañas y expediciones militares.

Rocío cambió de posición en el sillón.

—Así que Ángela está recorriendo las siete ciudades donde se instalaron esos obeliscos. Eso me sugiere que allí es donde una descendiente de María ocultó sus cristales.

—Solo se conservan cuatro en pie —la corrigió Inés—. El de Estambul procede del templo de Karnak, Teodosio ordenó su traslado en el 390 d.C. El de Roma fue el único obelisco puesto en Karnak sin pareja; Constantino quiso colocarlo en Constantinopla, hoy Estambul, pero murió antes de que el monolito dejara Egipto; fue redescubierto entre las ruinas del circo Máximo en el siglo XVI y acabó en la capital inglesa.

—Nos quedan dos —la alentó Rocío, claramente cautivada por el descubrimiento de su sobrina.

—Las agujas de Cleopatra —afirmó Inés—. Procedentes del templo de Heliópolis y trasladadas por los romanos a Alejandría. Uno de los obeliscos fue regalado por el jedive de Egipto a Estados Unidos y está instalado en el Central Park de Nueva York desde 1881. El otro obelisco se lo apropiaron los británicos en 1878 para instalarlo en Londres, cerca del río Támesis.

La máquina que debía entregarle las maletas pitaba para avisarle de que ya tenía su equipaje. Inés sacudió la cabeza para deshacerse de los recuerdos y centrarse en la misión. No sabía si Ángela estaba a Londres, pero valía la pena intentar descubrir dónde estaban escondidos los cristales y cómo recuperarlos.

El secreto de los cristales
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