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6 de noviembre de 2035

Barcelona

Llegaron a casa envueltos en la tormenta. Mick estaba asustado, muy asustado. De momento no presentaba ningún síntoma alarmante, solo estaba un poco fatigado, pero saber que estaba condenado lo angustiaba. En el día y medio que pasó en el hospital se sucedieron las pruebas y las caras desconcertadas de los médicos que le realizaban los exámenes tres veces para cerciorarse de la veracidad de los resultados.

Entró en su habitación acompañado por sus padres y Ray. Los cuatro acordaron no hablar sobre el nanovirus que lo estaba matando lentamente, como si no pronunciar la realidad en voz alta fuera a desintegrarla. Pero Mick sabía que estaba maldito y que su madre no podía salvarlo sin condenar al resto de la humanidad, y él no quería ser la causa del triunfo del mal.

El cuarto estaba igual que lo dejara cuatro noches atrás, cuando huyó con su madre de la amenaza de Ingrid. ¿Cómo era posible que su tía lo odiara tanto? La noche que le inyectó el nanovirus no mostró el más mínimo arrepentimiento, como si matar a su sobrino de doce años fuera algo que hiciera todos los días.

Durante los minutos que su madre lo dejó solo se dedicó a hacer la cama y a ordenar un poco la ropa que aparecía tirada debajo de la mesa. Cada movimiento que realizaba le costaba un esfuerzo mayor, como si se fuera debilitando por segundos.

De repente, sintió una parálisis en la mano izquierda. Intentó mover los dedos sin éxito. Parecía como si las falanges se hubieran tornado de hierro en una posición agarrotada. Agitó la mano tres veces para recuperar la movilidad, pero los dedos siguieron inertes.

—¡Socorro! —gritó desesperado—. No puedo mover los dedos, están paralizados. ¡Mamá, papá! ¡No puedo moverlos!

Ángela lo abrazó tras entrar corriendo en la habitación. Mick estaba muy nervioso, no podía controlar el pánico que se apoderaba de cada átomo de su cerebro.

—¡Llama a una ambulancia! —le pidió Ángela a George.

Sentó a Mick en la cama e intentó calmarlo con palabras suaves.

—No llames a una ambulancia, papá —sollozó Mick—. Los médicos no saben cómo curarme. ¿No lo ves? No va a servir de nada volver al hospital, de nada.

—Quizás te puedan administrar algún medicamento para parar este síntoma.

Mick aspiró aire por la nariz y lo soltó despacio por la boca. Repitió la operación tres veces para serenarse.

—Mamá, lo único que podemos hacer es intentar que tía Ingrid crea que le haces caso. —Se secó una lágrima—. Tío Ángel y tío Agustí han prometido estudiar el nanovirus con los mejores especialistas del mundo, quizás encuentren el remedio. Mientras tanto deberíamos averiguar todo lo posible acerca de los cristales y los puntos de energía. —Desvió la mirada hacia la pared donde una fotografía de su madre y él le sonreía—. Debemos salvar a la humanidad.

—No a costa de tu vida. —Ángela se tapó la cara con las manos en un intento de reprimir las lágrimas que empezaban a cuajar en sus ojos—. No puedo dejarte morir, eres lo más importante de mi vida. ¿No ves que después no podría vivir?

Ray apareció en ese instante por la puerta con el teléfono inalámbrico pegado a la oreja. Su cara denotaba un creciente malestar.

—Ángel dice que es la primera vez que se topa con un agente patológico tan agresivo —dijo, una vez cortó la comunicación—. No tienen ni idea de cómo lo ha creado Ingrid, lo único que tienen claro es que es de origen químico. —Se sentó junto a su bisnieto, le agarró la mano agarrotada y la acarició con una única y cristalina lágrima resbalando impasible por la mejilla—. No sabe cómo ayudarte, esa es la pura verdad.

—Mar y Ron han iniciado una investigación sobre la doble vida de Ingrid. —Ángela recuperó el aplomo perdido en los últimos días—. Debemos darles un voto de confianza y creer que entre ellos y mis hermanos encontrarán la manera de desarrollar el antídoto.

—¿Insinúas que lo olvidemos? —George enarcó una ceja con un rictus de enfado—. ¿Que dejemos morir a nuestro hijo?

—Debemos encontrar esos cristales y los puntos de energía antes que nadie. Estoy convencida de que esa es nuestra única salida.

Pasaron la hora siguiente discutiendo las posibles vías de actuación con las que contaban. La rigidez de la mano izquierda de Mick no remitió, pero él empezó a aceptar esa discapacidad con entereza, como si estuviera dispuesto a sacrificarse por un bien mayor. Su padre estaba en contra de esa postura, se mostraba totalmente exacerbado, irritado y dolido. En realidad, George no podía resignarse a perder a su hijo recién descubierto ni a aceptar que su hermana era la culpable de esa sentencia de muerte.

Ray contactó con su hija Gladys, la directora de la Ryan y gran tecnóloga, para pedirle que se pusiera en contacto con su hermano Ron. La Ryan debía prestar apoyo logístico a la investigación sobre Ingrid en todo momento.

Debido a su edad, Ray no podría acompañar a la expedición que Ángela, George y Mick decidieron emprender en busca de la verdad, así que se resignó a volver a su refugio de Bali para ayudarlos en la distancia.

El secreto de los cristales
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