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23 de enero de 2036
La tormenta no se disolvió del todo. El sol brillaba entre las nubes oscuras, los truenos retumbaban y la lluvia amenazaba con volver a ensañarse con el mar.
Elena salió a pasear por cubierta para deshacerse de la inquietud que la acompañaba desde que apresaron a Isaac. No podía olvidar la lealtad que la unió a él durante años, pero tampoco la realidad que entendió con los Noguera: si seguía ayudando a Ingrid un asteroide de colosales dimensiones impactaría contra la Tierra provocando el equivalente a 40.000 bombas atómicas. El asteroide medía 300 metros. Si caía en el mar, este se enardecería con varios tsunamis de tal magnitud que barrerían tierra firme. Si, por el contrario, el impacto fuera en lugar de secano, se crearía un gran cráter que engulliría todo rastro de vida conocida. Pero esto no era lo peor. Las secuelas a posteriori crearían una gran nube de humo que envolvería la atmósfera impidiendo la llegada de los rayos solares tan necesarios para la vida en nuestro planeta.
El viento aullaba y la temperatura descendía drásticamente. Caminó abrigada con un forro polar por la cubierta hasta apoyarse en una de las barandillas abiertas al mar encabritado por olas de espuma que amenazaban con volver a crecer.
—Llevo un rato buscándote. —Agustí se acercó por detrás dándole un buen susto. La suela de goma de sus deportivas amortiguaba el ruido de las pisadas sobre la madera.
—He salido a pensar. —Elena levantó la mirada hasta encontrarse con sus ojos, consciente de su presencia—. Todo esto es demasiado para mí. Sé que estoy haciendo lo correcto, pero no hace ni dos meses que Isaac y yo éramos amigos. —De repente, toda la tensión por los últimos sucesos explosionó—. Dolly, o Ingrid, como prefieras llamarla, era mi jefa. —Suspiró. Tenerle a dos palmos le erizaba el pelo de nuca—. Y tu mujer.
Agustí le apartó un mechón de pelo cobrizo que caía rebelde sobre su rostro.
—Ha permitido que un nanovirus de su invención mate lentamente a nuestra hija. —Elena le acarició la mano que se quedó rezagada en su mejilla—. No, Elena, ella no se puede considerar mi mujer. Al menos no para mí. —Respondió al gesto con una sonrisa mellada en sus labios—. Quiere destruir a la humanidad y jugar a ser un dios. Te aseguro que todo mi amor hacia Ingrid se ha convertido en asco y rencor. —Dio un paso hacia ella—. Si yo he podido olvidar tantos años de matrimonio en pocos meses, tú serás capaz de encontrar el camino para deshacerte de la culpa. Estás haciendo lo correcto.
Elena podía sentir la respiración de Agustí acariciándole la mejilla. El vello de todo su cuerpo se erizó mientras una exhalación, cálida y fresca a la vez, rozó cada centímetro de su piel.
—Isaac me lo ha contado todo. —El corazón le latía desenfrenado, apenas podía concentrarse en las palabras que salían atropelladas por su boca—. La ubicación de los refugios, dónde encontrar la lista de los elegidos, los planes de Ingrid y de Rocío, el porqué de su obsesión por el doctor Orsson y su trabajo...
—Es una información de vital importancia. —Le costaba vocalizar sin delatar el leve temblor que le recorría el cuerpo—. Si encontramos a todos los adeptos y les contamos la verdad debilitaremos de manera significativa su estructura.
—Agustí. —Elena mantuvo sus ojos chispeantes en los de él, sin atreverse a preguntar lo que le quemaba por dentro—. Desde que Ingrid está a bordo no has ido a verla ni una vez. Ella me ha preguntado por ti y por vuestros hijos. ¡Lo que sea que le está haciendo su madre es horrible! La mantiene encerrada en ella misma, sin ver más que una serpiente en pesadillas, como si todo su mundo se redujera a eso. —Suspiró—. Todo el tiempo que invertimos en ablandarla no ha servido de nada, es como si viviera dentro de sus alucinaciones.
Agustí meneó la cabeza con saña, como si quisiera desembarazarse de esa realidad. Su mujer estaba muerta para él, ya no era más que un recuerdo lejano y doloroso. Fijó de nuevo los ojos en Elena, la mujer que ahora ocupaba sus sueños, y se desembarazó del dolor que le producía ahondar en el pasado.
—¡Olvídalo! Cristina encontrará al doctor Orsson, estoy seguro. Conseguiremos curar a Carla y a Mick y erradicaremos a esos locos, te lo prometo.
Las mejillas de Elena se arrebolaron como muestra del deseo que le recorría cada parte del cuerpo. Sentía cosquillas en la boca del estómago, acompañadas de un hormigueo en las partes íntimas. Cerró los ojos un instante para alejar de ella las sensaciones que Agustí era capaz de despertar con solo mirarla.
—También deberíamos cerrar el internado en el que me crié. —En vez de amortiguar los efectos de tenerle cerca, la voz de Elena se tornó suave, sensual, casi jadeante—. No quiero que ningún otro niño tenga que pasar lo mismo que yo.
Agustí también sentía el hechizo del momento. Los truenos aumentaron su viveza, no paraban de estremecer el cielo encapotado con sus gritos de guerra, como si fueran el preludio de la tempestad que asolaba los pensamientos de ambos. Eran capaces de percibir el deseo en los ojos del otro sin necesidad de verbalizarlo. Los labios les temblaban un poco. Elena abrió la boca húmeda, jadeante, expectante.
—Te prometo que nadie más va a estudiar en ese colegio —susurró Agustí—. Evitaremos la colisión de Apophis y destruiremos a Los Visionarios.
Cuatro rayos iluminaron el cielo antes de dejar caer las primeras gotas. Era una fría llovizna que repicaba contra el suelo de la embarcación y les mojaba el pelo y las chaquetas. Sin embargo, nada parecía perturbar el silencio repentinamente instalado entre los dos. Era como si las palabras hubieran perdido todo significado y nada importara más que sentirse cerca.
Fue Agustí el primero en adelantar su cabeza unos milímetros, con los labios casi rozando los de Elena, que temblaban de emoción.