107
28 de febrero de 2036
Llanura de Salisbury
El coche escupía humo por el tubo de escape en su conducción por la autopista A303. La amplia silueta del monumento se distinguía como un grupo de protuberancias insignificantes que manchaban la visión de la planicie anodina que los acogía. El conjunto de rocas que sobrevivían al paso del tiempo formaba un círculo de treinta metros de diámetro.
Ángela se pasó la mano por la larga peluca rojiza que escondía su verdadera identidad, junto a unas enormes gafas negras. Miró a George de reojo, sin atreverse a hablar del suceso que había creado un muro de palabras entre ellos. Sabía que si ahondaba en la realidad, George no la afrontaría.
Se despertó del trance en el que revivió la historia de Arena once días atrás en mitad de la noche, con una bocanada de aire que penetró de golpe en los pulmones y la devolvió al presente. Estaba en la zona hospitalaria del Bass, conectada a una máquina que la alimentaba por vía intravenosa. Se sintió alerta desde el principio, al recordar la visión que la acompañó en su regreso. Se puso en pie con rapidez, olvidándose de cubrir sus pies descalzos, que corrieron por los pasillos recibiendo el frío a través de la noche.
George también se despertó ese día a la misma hora en un sobresalto. Tenía el vello del cuerpo en punta, los oídos le zumbaban, el sudor llenaba cada poro de su piel y temblaba como un niño desvalido. Miró en derredor tras abrir la luz para deshacerse de las cosquillas instaladas en su estómago, como un aviso inequívoco de que algo importante acababa de suceder.
Cuando Ángela entró en el camarote con una mueca de angustia enganchada a su piel, él intuyó parte de la desgracia.
—Tu madre ha muerto —susurraron los labios trémulos de Ángela.
Para George fue como si le clavaran un puñal en el corazón y este empezara a desangrarse. Porque, a pesar de la distancia entre su madre y él, no dejaba de ser su madre, y la muerte que Ángela llevaba escrita en la cara le dolía en el alma. Ese dolor se extendió por su interior, propagándose en forma de llamaradas que incoaban una combustión interna. George se levantó de repente, con las flamas encendiendo una pequeña fogata entre sus manos, como si una bola de fuego se hubiera instaurado en ellas. Y, ante la mirada atónita de Ángela, George lanzó aquella esfera ardiente contra la mesilla de noche, que prendió hasta consumirse. Los recuerdos de George se fundían en ese instante. Despertó cuatro días después en la zona hospitalaria donde los monitores recogían sus constantes vitales.
La autopista acababa casi atravesando las ruinas de Stonehenge, uno de los monumentos prehistóricos más intrigantes que se conocían. Ángela se apeó sin esperar a que George apagara el motor. Podía sentir la energía rugiendo bajo sus pies, aguardando el momento propicio para ser activada y emerger hacia el universo.
Una explanada de césped la acercó a las piedras rotas y erguidas que una antepasada suya concibió para encerrar el elemento tierra, y a través de ellas pudo sentir la esencia del pasado.
—Quedan cuarenta y cuatro días para la llegada de Apophis —le recordó George, alcanzándola—. Dos cuatros, un número importante.
—Cuatro dimensiones, cuatro jinetes del Apocalipsis, cuatro operaciones matemáticas básicas, cuatro temperamentos. —Ángela cerró unos instantes los ojos para sentir con mayor intensidad lo que se escondía bajo el centro justo del monumento—. ¡El número cuatro es mágico! Cuatro son los palos del tarot, los elementos, las estaciones, los puntos cardinales... ¡Podría pasarme el día enumerando los múltiples grupos de cuatro que rigen nuestra existencia!
—Y nosotros tenemos cuatro rubíes para situar en este lugar —concluyó George.
—Una vez activemos la tierra, deberemos colocar los cristales en un nuevo elemento cada once días —Ángela se atrevió a mirar a George a los ojos por primera vez en la última semana. Brillaban con un aura distinta, como si dos llamaradas los encendieran con una luz rojiza que irradiaba una realidad que él no estaba dispuesto a admitir.
—Lo sé. —George bajó la mirada al suelo—. Si sumamos uno más uno, los dos dígitos que conforman el once, obtenemos un dos, la mitad de cuatro.
—¡Exacto! —afirmó Ángela, entendiendo que llegaba el momento de obligarlo a asumir el alcance de lo sucedido—. Cuando lleguemos al 2 de abril, habremos completado la mitad de la tarea. En los once días siguientes deberemos encontrar la cueva, los cristales que faltan y llegar los primeros.
George no pudo reprimir un suspiro antes de pronunciar las palabras que le quemaban por dentro.
—Deberías haber permitido que me marchara —levantó las cejas hasta encontrarse con las pupilas azuladas de Ángela—. Soy fuego, una de las dos cabezas supervivientes de Apophis. Ya viste qué soy capaz de hacer cuando destruí la mesilla de camarote.
Ángela esbozó una sonrisa radiante que iluminó su rostro blanquecino.
—Jamás te voy a alejar de mi lado de manera consciente —le dijo con voz melosa—. Eres fuego, y yo soy tierra, aire y agua. Somos parte de los cuatro elementos que deben estar unidos para restablecer el equilibrio. —Suspiró—. A pesar de tus recelos, sabes que deberás convertirte en la cabeza superviviente cuando lleguemos a la cueva para unir tu elemento a los míos.
Él retrocedió tres pasos hacia atrás con una mueca de horror, como si ella acabara de asestarle una puñalada trapera.
—¡No voy a matar a mi hermana!
Ángela negó con la cabeza.
—Es tu destino.
El brazo de George se alzó con el puño cerrado en un movimiento involuntario que detuvo a mitad de camino. Destensó los músculos, bajó el brazo flácido al lado del cuerpo y asintió.
—Tienes razón, pero no sé si estoy preparado.
—Cuando llegue el momento apretarás el gatillo sin miedo, te lo prometo —dijo Ángela, barriendo las ruinas con la mirada.
George asintió con la cabeza a modo de respuesta.
—Ahora deberíamos buscar las marcas de los elementos para colocar los cristales en su sitio. ¿No crees?
Durante cerca de media hora recorrieron el terreno examinando cada pequeña muesca que les ofreciera una pista, pero nada parecía indicar el lugar exacto donde se representaban los cuatro elementos.
—Arena nunca tuvo los cristales en su poder —razonó Ángela tras comprobar por enésima vez la colocación de las piedras—. Tampoco las vio, solo tenía la certeza de que existían gracias a las historias familiares que les transmitió la primera Arena. —Resopló—. Quizás nunca preparó la ubicación para los rubíes.
George se sentó en el centro de la ruina, justo al lado de Ángela, quien miraba a su alrededor con las rodillas dobladas hacia arriba para apoyar en ellas los codos y sujetarse el mentón con las manos abiertas.
—O, sencillamente, no interpretamos correctamente las pistas. —George se levantó de repente, como si acabara de descubrir algo, y se situó mirando en dirección a la avenida por la que entraron—. El día del solsticio de verano, el 21 de junio, el sol sale por aquí. En la antigüedad su primer rayo iluminaba el altar que estaba justo donde estamos nosotros ahora.
Ángela se levantó de un salto con una furiosa aceleración de la mente. El viento que los había acompañado durante todo el camino se apaciguó de repente, como si intuyera la importancia del ritual que estaba a punto de iniciarse. Los ruidos de la naturaleza se fundieron en un silencio sacro que envolvía el lugar junto a una niebla baja que rodeaba las ruinas.
—En el solsticio de verano el sol sale por el este y se pone por el oeste —Los pensamientos de Ángela establecían conexiones a gran velocidad—. Según nuestros estudios recientes existe una relación entre los cuatro elementos esenciales, las cuatro estaciones y los cuatro puntos cardinales.
—¡Cierto! —George se adelantó—. El este simboliza el nacimiento, la infancia, los despertares, los nuevos inicios. —Se arrodilló entre las dos piedras del perímetro exterior que encerraban el lugar exacto que apuntaba hacia el este—. Se corresponde con la primavera y el elemento aire.
Ángela se agachó en el mismo lugar con el cristal marcado con el elemento aire en la mano. Tocó la hierba que cubría ese espacio y cerró los ojos.
Los salmos inundaron la llanura. Ángela sintió el flujo energético concentrarse en sus dedos e irradiarse al suelo a través de ellos. El pedazo de tierra que se encontraba bajo sus manos abiertas empezó a temblar con furia, dejando escapar los crujidos del subsuelo al romperse. Una grieta se convirtió en un círculo de veinte centímetros de diámetro. El suelo que estaba dentro de la circunferencia se hundió para dejar al descubierto una hendidura de roca donde el rubí encajaba a la perfección. Cuando la última nota se fundió en la atmósfera, el césped volvía a llenar todo el espacio escondiendo el cristal en sus entrañas.
—El sur es la pasión, el deseo, la fuerza. —George se desplazó hacia la izquierda rodeando el círculo—. Representa el calor del verano, el sol del mediodía. ¡Es el elemento fuego!
En diez minutos, otro de los cristales quedó enterrado en la hierba que cubría el sur.
—Oeste —indicó George, tras recorrer un cuarto de círculo hacia la izquierda—. Indica el otoño, la madurez, la puesta de sol, la sabiduría que llega con la edad. —Apoyó la mano en el hombro de Ángela mientras iniciaba el acto de enterrar el rubí—. Es el agua.
Llegaron al último punto cardinal.
—Nos queda el norte. El lugar de la noche y el frío del invierno, la edad anciana, la dirección en la que el sol y la luna nunca brillan. —Ángela acabó de colocar el último cristal—. Su elemento es la tierra.
Ángela levantó los brazos hacia el cielo, entonando los salmos bisílabos que brotaban de su boca como un manantial, y caminó hacia el punto en el que sus antepasados colocaron un altar de piedra derruido ahora por el paso del tiempo. Sentía la fuerza de la energía de la tierra bajo sus pies, como si la presencia de los cristales en el sitio correcto la hiciera estremecer.
Cuando Ángela, seguida de George, se situó en el centro exacto del monumento, un flujo carmesí se desprendió de sus manos. La astrofísica bajó lentamente los brazos hasta lanzar la energía rojiza contra las entrañas del suelo.
La tierra tembló con furia bajo sus pies, desgarrándose, abriéndose, gimiendo mientras toda la energía contenida en el lugar se preparaba para su cometido. Los ojos de Ángela reflejaron un instante del futuro, justo cuando una columna de arena subió hacia el universo.