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31 de diciembre de 2035

Océano Atlántico

El olor a mar se colaba por la puerta entreabierta de la cubierta interior. Hacía frío y las ráfagas de viento que les llegaban eran de un helor húmedo que les calaba los huesos. Ángela se ciñó el abrigo térmico que se había comprado antes de salir de Nueva York y se agarró al brazo de George, quien ocultaba sus rasgos de cantante famoso bajo una barba, una peluca y unas lentillas que cambiaban su fisionomía. Mick dormía en el camarote.

Tras el incidente de Londres volaron con presteza a Nueva York para recuperar los últimos cristales que se escondían en la otra aguja de Cleopatra. Hacerse con los dos últimos rubíes fue fácil. El Central Park de Nueva York estaba cerrado al público por la noche y a ellos no les fue difícil colarse, gracias a la ayuda tecnológica de Ray, y hacerse con el botín que llevaba oculto 3.500 años. Ahora tenían todas las piezas que las antepasadas de Ángela guardaron para la ocasión.

Para regresar a Europa se embarcaron en un crucero rumbo a Barcelona, donde esperaban rescatar unos dibujos de Ángela. A Mick, cuya capacidad de pronosticar el futuro se le reveló de manera eficaz, esos dibujos se le antojaban primordiales para la próxima fase de su aventura. Decidieron el viaje por mar para contar con tiempo de digerir los últimos acontecimientos antes de continuar con su búsqueda.

Ángela se apoyó en el hombro de George y contuvo las palabras que debían salir de su boca tarde o temprano. El amor que sentía por George no podía borrarse. Era un sentimiento tan fuerte que el mero pensamiento de alejarse de él se le antojaba peor que la muerte. Ahogó las lágrimas en un pozo profundo de su alma y cerró los ojos. Se tragó aquellas palabras que llevaban implícita una verdad que ella no quería aceptar y suspiró. Fue como si su corazón acabara de aniquilar la voz de la razón.

—Me extraña mucho que llevemos tantos días sin noticias del abuelo Ray y de tus hermanos —le dijo George con clara preocupación—. ¿No les habrá pasado algo?

Ángela lo miró con cariño. A pesar de saber que era suyo, cada vez que estaban a solas sentía un hormigueo en la boca del estómago. Le dedicó una ancha sonrisa que iluminó sus ojos y condenó a la oscuridad los pensamientos que la acompañaban desde Londres. No podía renunciar a él.

—Quizás han cortado las comunicaciones porque no son seguras —contestó imitando a George, quien acababa de sentarse en una hamaca de cara a alta mar—. No te preocupes, tarde o temprano se pondrán en contacto con nosotros.

George se quedó unos instantes en silencio. Llevaba ocho días con aquella sensación que le estrujaba el corazón hasta dejarlo seco. Miró el universo negruzco que se abría claro ante ellos. Era como si la última oportunidad de gozar de su amor en libertad se enredara con el parpadeo de las estrellas que brillaban felices en el cielo. Suspiró intentando borrar la realidad y deshacerse de ella para siempre, como si lo único importante fuera el aquí y el ahora. Pero, cuando sus ojos se encontraron con el rostro de Ángela, no pudo negarse la verdad. Una lágrima se formó en uno de sus ojos como presagio del dolor que sentiría al pronunciar las palabras que se atragantaban en las cuerdas vocales, esperando a danzar entre ellas.

Aguantaron el silencio estirados en las hamacas de tela naranja, con un cojín blanquecino que pendía de dos tiras desde atrás. Las piernas quedaban asentadas sobre un reposapiés. Ninguno se atrevía a desafiar el sonido del silencio con la sentencia a muerte de su relación. Era como aceptar la oscuridad que se apoderaría de ellos a partir de ese instante.

Fue entonces cuando Ángela se encontró mirando al firmamento como si pudiera volar entre las estrellas...

...Superó la atmósfera de la Tierra y se elevó como si fuera un ente ingrávido. Flotaba a merced de la nada hacia una bola de fuego que se acercaba a gran velocidad. Sus ojos descubrieron dos flujos de energía que se dirigían hacia el asteroide Apophis desde direcciones opuestas. El destino de la humanidad estaba en manos del que impactara contra el meteorito.

Una corriente de aire cálido la empujó contra un lado para capitanear un rayo lanzado desde la cueva para desviar la trayectoria del asteroide lejos de su planeta. Ante ella, liderando la energía contraria, se dibujó la serpiente tricéfala que la atormentaba.

Ángela levantó las manos llenas con un flujo carmesí que emanaba de doce círculos entrelazados que acababan de formarse a su alrededor. La serpiente la miró amenazante con una de sus tres cabezas, como señal del inicio de la lucha.

El firmamento se desdibujó. Ángela y Apophis estaban en una explanada boscosa frente a la entrada de la cueva de Eva.

La primera arremetida correspondió a la serpiente, que lanzó llamas por una de sus cabezas, la central, en la que Ángela podía ver la reencarnación de Nicole. Las otras dos cabezas estaban sin movimiento ni expresión, con gotas de sangre en sus cuellos flácidos. Descubrió los ojos sin vida de George en una de ellas y perdió la fuerza de su energía. Nicole le asestó un latigazo con la cola y Ángela cayó al suelo vencida.

- No puedes renunciar a tu amor. —La voz de Marta se escuchó nítida en la cubierta interior del crucero que se trazaba de nuevo ante sus ojos—. Mira bien el primer símbolo de Eva: una serpiente dentro de un rombo. Eva se equivocó No debía separar a sus hijas, eran parte de un todo.

Entonces, justo antes de despertar en el barco, vio a George convertido en un dios egipcio coronado por un sol. Mick, una mujer sin rostro y ella lo acompañaban en la barca solar que surcaba el cielo para mantener el Maat (equilibrio cósmico) e iniciar un nuevo día. Apophis se enfrentó a ellos y George lo decapitó.

La última imagen que se volatilizó en la cubierta fue la de la cabeza central de la serpiente transformada en la de George.

Parpadeó varias veces mientras regresaba al presente. Acababa de tener la primera premonición de su vida y sintió como si una exhalación cálida y dulce se apropiara de su alma para llevarla adelante en el tiempo. Miró a George con una mirada profunda, como si a través de sus pupilas pudiera transmitirle la visión y advertirlo de la muerte que le sobrevendría si no se deshacían de su madre y de su hermana a tiempo.

—¿Qué has visto? —le preguntó George alarmado—. Debo irme de tu lado, ¿verdad? Es la única manera de que tengas una oportunidad de ganar. —Se cubrió los ojos con las manos para rendirse al llanto—. Por eso quise volver a Barcelona en un crucero, para que cuando nos dijéramos la verdad a la cara, cuando descubriéramos que el destino nos separa, no pudiéramos aceptar sus designios. Durante trece días más estamos encadenados a este barco, sin posibilidad de separarnos. —La miró con los ojos vidriosos. Las lágrimas surcaban caminos húmedos en las mejillas para perderse en la comisura de sus labios o en el cuello de la camiseta azulada que llevaba—. Yo no pedí nacer en el otro lado.

—George. —Ángela le secó las mejillas con las manos y las sostuvo con las palmas abiertas. Lo obligó a volver a centrar sus pupilas, que se habían desviado al suelo, en las suyas—. Si te vas, morirás. Si te quedas, lucharemos juntos para llegar a la cueva. Sé que el poder de tu madre es inmenso, es capaz de meterse en tu cabeza y deshacerse de ti. Necesita llegar al final sin que ni tú ni Ingrid estéis vivos, así que deberás deshacerte de ellas. —Le dedicó una sonrisa amarga.

—¿Qué quieres decir? —La cara de George se transformó.

—Solo puede quedar una cabeza en pie. Los otros componentes de Apophis deben morir.

El secreto de los cristales
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