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20 de marzo de 2036
Los Alpes
Ángela se incorporó de repente, con las últimas imágenes traspasando la barrera del tiempo. Tenía los ojos cuajados en lágrimas, los nervios en punta y los sentidos alterados. Aspiró una gran cantidad de aire por la nariz y la soltó despacio por la boca, intentando acompasar los latidos cardíacos que parecían danzar furiosos en su caja torácica.
Repitió la operación cuatro veces sin éxito. Era como si todo su cuerpo se hubiera alterado y no respondiera a las órdenes que le mandaba el cerebro. Se frotó los ojos con violencia para deshacerse de la visión de la joven Itzáe, quien lanzaba risotadas diabólicas por el bucle temporal que las unía. Era una amenaza directa, como si su supremacía fuera a perdurar desafiando el avance de los siglos y la estuviera esperando.
—¡Ángela! —George la instaba a deshacerse de la irrealidad—. ¿Qué te sucede?
Él la veía temblar y llorar, con todo su cuerpo ausente, como si no acabara de regresar de su viaje al pasado y algo maligno la retuviera en ese trance extraño.
—¡Ángela! —La abrazó con fuerza.
Durante cerca de media hora, Ángela permaneció hipnotizada por dos felinos ojos verdes que encerraban pequeñas llamaradas rojizas. Le hablaban entre susurros atroces, avisándola del peligro que entrañaba acudir al monumento que ella custodiaba.
Poco a poco, el bucle temporal se cerró. Ángela parpadeó varias veces con lucecitas blancas titilando frente a sus ojos. La cara de George se perfiló despacio, como si un pincel le dotara de rasgos a trazos lentos y precisos. Su tez blanquecina, los dos ojos azules mirándola con miedo, los rizos dorados enmarcando el rostro cetrino, la barba que se dejó crecer para ocultar su identidad, y aquella nariz larga y truncada.
—¡Tú! —exclamó, señalándole con el dedo índice—. ¡Eres Kukulcán! El fuego es un elemento de hombres, por eso venciste a tu hermana. —Negó con la cabeza y se levantó—. Toda tu familia está equivocada, desde el principio lo entendieron todo mal. Nadie se paró a pensar que parte del equilibrio consiste en la dualidad: el bien y el mal, la materia y la no materia, lo femenino y lo masculino. ¡El equilibrio está en una pareja! ¡Un hombre y una mujer! ¡Serpiente y rombo!
George se levantó asustado por la profundidad de la mirada que Ángela le dedicaba. Estaba totalmente fuera de sí, hablando sin coherencia.
—¡Para! —le ordenó, deteniéndose ante ella con los brazos en jarras—. ¡Ya está bien! No entiendo ni una palabra. ¡Explícame qué has visto!
Ella se levantó de la cama excitada, con todas las conexiones que su mente acababa de establecer aguijoneándola, explicándole una parte importante de la realidad, una pieza fundamental en el puzzle que conformaba el ciclo de ciclos que no tardaría en cerrarse.
—Nunca nos hemos parado a analizar la historia de la otra rama de la familia, la de Ruth. —Caminó hacia la ventana abierta a las montañas—. Y ahora puedo reconstruir una parte de su periplo. ¡Se equivocaron!
—¿Quieres hacer el favor de centrarte? —George se sentó en una silla, suspirando violentamente y tapándose la cabeza con las manos—. Necesito que me lo expliques desde el principio.
Ángela caminó hacia la mesilla de noche y llamó por teléfono, aplazando la explicación que precisaba George.
—Ray —dijo por el móvil—. Arréglalo todo para un viaje a México cuanto antes. Necesito toda la información que puedas reunir sobre Chichén Itzá, Kukulcán y la historia de los cenotes y los Itzáes.
Los ojos de George se agrandaron como platos mientras su mente realizaba acrobacias intelectuales en busca de los datos almacenados acerca de lo que acababa de oír.
—Mi madre me habló de una ciudad construida entre dos cenotes —le dijo a Ángela cuando ella cortó la comunicación—. Las pocas veces que venía a verme de pequeño me contaba una historia increíble sobre un hombre de nuestra familia que cruzó el océano para proporcionar su calor a una muchacha de ojos verdes que tenía los cristales. Ese hombre construyó una ciudad que guardaba un gran secreto.
—¡Ese hombre era Kukulcán! ¡ El fundador de Chichén Itzá —afirmó Ángela, mordiéndose el labio—. ¡El monumento al agua!
La pierna derecha de George disparó un furioso movimiento.
—No lo entiendo, ¿por qué tenía los cristales esa mujer? ¿Y qué necesidad tenía ese hombre de ir allí? ¿Por qué, si somos fuego, custodiábamos el agua? —Se mordisqueó las uñas—. Si los cristales los tenía mi madre, ¿cuándo cambiaron de continente?
El teléfono de Ángela emitió un pitido que anunciaba una teleconferencia. Ella conectó los cables a la televisión que dominaba el salón de la casa alpina de Ray y los ajustó para ver la cara del marine nonagenario en la pantalla.
—Te escuchamos —le aseguró cuando acabó de activar la minicámara que los enfocaba a ellos.
—La ciudad de Chichén Itzá es uno de los yacimientos arqueológicos más importantes del mundo. —Ray adoptó un tono erudito—. Se encuentra asentado en la península del Yucatán y fue uno de los emplazamientos donde vivieron los mayas, quienes más tarde fueron conquistados por los toltecas.
George le dedicó una mirada interrogativa a su abuelo.
—¿Qué significa Chichén Itzá?
La cara de Mick asomó por la pantalla y a Ángela le dio un vuelco el corazón.
—Hola mamá, hola papá —saludó el chico, emocionado—. En un principio la ciudad se llamaba Chichén. En Maya Chi significa boca y Chen pozo. —Les dedicó una sonrisa partida—. ¡La boca del pozo! Los nativos se asentaron en el lugar por la presencia de dos cenotes. La península tiene muy pocos ríos, así que buscaban lugares con agua para vivir.
—Cuando en el 555 d.C. los Itzáes llegaron a la ciudad la bautizaron como Chichén Itzá —prosiguió Ray, consultando la pantalla de su portátil—. Itzáes se traduce como brujos de agua. Y, al unir las palabras, se obtiene la boca del pozo de los Itzáes o en la orilla del Pozo de los brujos de agua.
George seguía confuso.
—No acabo de comprender por qué la rama de la familia de Ruth quiso conquistar el elemento agua —inquirió nervioso—. ¡Eran fuego!
—No olvides que el fuego se combate con el agua —le contestó Ángela—. Además, según nuestras pesquisas, tu madre y tu hermana utilizan los espejos para poseer a los demás. Y el agua de un cenote funciona como uno.
Mick carraspeó.
—Hay varias referencias a serpientes en toda la iconografía de la ciudad —explicó el chico—. En concreto a una serpiente emplumada que representaba a Kukulcán, el dios del sol. —Consultó unas notas en el ordenador—. ¡Mira! La pirámide de Kukulcán, o el castillo, como lo bautizaron los conquistadores españoles, presenta un juego de luces el día de los equinoccios de primavera y otoño: el 21 de marzo y el 22 de setiembre. A las tres del mediodía los rayos del sol penetran por la fachada nor-noreste y proyectan siete triángulos isósceles que simulan el cuerpo de una serpiente. Simbolizaba la llegada de Kukulcán a la Tierra, que se completa cuando el cuerpo de la serpiente se junta con la cabeza que custodia la entrada.
Ángela se quedó un segundo quieta.
—¡Mañana es 21! —exclamó, agitando los brazos—. La serpiente quiere atraparnos en Chichén Itzá, ¡nos espera para arrebatarnos los cristales! ¡Necesitamos ir allí cuanto antes y enfrentarnos a su amenaza! Está claro que el 21 es un día álgido en su capacidad de adquirir poder, debemos detenerla.
—No temas —la tranquilizó Ray—. Está todo solucionado. De aquí a media hora irán a buscaros y en diez horas estaréis en México. ¡El elemento agua será vuestro!